El país de origen. Edgar Du Perron

El país de origen - Edgar Du Perron


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a la finca de mi padre con la mano derecha vendada. Aseguró que había tenido que ausentarse de repente porque se había producido una muerte en su familia y, al final, se había quedado allí para ayudarles con la cosecha del arroz.

      —¿Y qué te ha pasado en la mano?

      —Me clavé la hoz mientras quitaba las malas hierbas.

      —¿Y desde cuándo sostienes la hoz con la mano izquierda?

      Ali-Biman sonrió. Mi padre volvió a repetirle que no era de la policía, pero que lo haría personalmente responsable si se cometía algún robo en su finca.

      En cuanto llegó a vivir a la finca, mi padre dejaba las puertas y las ventanas abiertas por las noches y se sentaba a leer en el porche. Un día fueron a advertirle de que no lo hiciera, debido a la “mala gente”.

      —Oh, no le tengo miedo —contestó—. Sólo temo a los tigres y a las serpientes.

      Sin embargo, a veces veía sombras en el jardín y entonces disparaba al aire con una pistola. También compró algunos perros que recorrían la finca y que, como no los alimentaba demasiado bien, se comían las gallinas de los nativos. De vez en cuando aparecía alguno envenenado, pero mi padre anunció que por cada perro envenenado compraría otros dos. No eran animales de raza y, por consiguiente, eran muy baratos; llegó a tener 24 perros, tras lo cual cesaron los envenenamientos.

      Otro incidente tuvo lugar con un hadji rebelde llamado Miing. Esto sucedió en la finca de Gedong Lami, poco después de mi nacimiento. Hadji Miing no quería ni trabajar ni pagar el alquiler; mi padre, que podía elegir entre ambas opciones, acabó insistiendo en que el hombre trabajara únicamente para darle placer a él. Eso produjo cierto regodeo entre los nativos. Cada vez que mi padre iba a verlo trabajar, hadji Miing le lanzaba miradas hostiles, y una vez que hizo un comentario al respecto —que sin duda mi padre provocó—, se le acercó de pronto con una hoz en la mano. Mi padre, que iba desarmado, entró apresuradamente en la casa, por lo que, durante breves instantes, hadji Miing tuvo la sensación de que lo había domado. Sin embargo, mi padre volvió a salir con un bastón de estoque y desde lejos empezó a gritarle:

      —Creo que esto es más largo que tu hoz, pero podrás comprobarlo ahora.

      Hadji Miing se refugió en la mezquita, donde no lo podía perseguir, pero acabó teniendo hambre y, entonces, lo pusieron a trabajar de nuevo. En aquellos tiempos mi padre se podía permitir el placer de pasarse días enteros viéndolo bregar bajo el sol, con el sudor chorreando por debajo de su turbante sobre su cara y con las manos destrozadas.

      No estoy seguro de que, mientras escribo estas cosas, mi tono no deje traslucir esa especie de adoración al héroe que sin duda debía de sentir de niño por mi padre. Lo único que lo disculpa es que había tomado claramente partido y se consideraba un “particular”. Había nacido en las Indias y para él los nativos habían sido siempre criaturas serviles; estaba convencido de que tenía la razón de su parte y que ésa era la única manera de tratarlos: “De lo contrario se burlarán de ti y, en cuanto tengan ocasión, te escupirán a la cara”. Desde un punto de vista puramente práctico, puede que no le faltara razón. En cualquier caso, era temido, aunque a la vez respetado, por los habitantes de Batavia y Buitenzorg, porque les pagaba debidamente y porque sentían simpatía por el djago (gallo), aunque fuera europeo. No obstante, su forma de actuar no le sirvió de nada cuando más tarde se trasladó a las tierras de Sonda. Los sundaneses no se resistían en absoluto, se limitaban a odiarlo y a largarse. Mi padre se sentía impotente frente a ellos porque al final no conseguía que hicieran nada; le corroía la ira, y mi madre —que hablaba un sundanés fluido y que había vivido durante mucho tiempo con su primer marido en el Preanger— tenía que recurrir a su tacto para arreglar lo que mi padre había echado a perder. En la región de Sonda, mi madre se convirtió en la jefa y mi padre quedó reducido a un comparsa brutal e inútil.

      —Todos esos particulares son unos groseros.

      —Muchas gracias —le contestó mi padre—, pero tú acabas de demostrar que los funcionarios no se quedan cortos al insultar a un invitado a tu propia mesa.

      Puede que no sea del todo correcto; seguro que de niño me senté todas las noches en su regazo y que jugué con la cadena de su reloj, pero ése es el sentimiento que me invade cuando recuerdo aquella época. Hubo un tiempo —cuando tenía entre ocho y diez años, después de que mi padre me hubiese pegado unas cuantas veces con una descarga de cólera de la cual yo era quizá tan sólo el chivo expiatorio— en que me largaba en cuanto oía su voz. La relación con mi madre sin duda habría sido muy diferente si yo no hubiese vivido siempre con aquel temor que me causaba mi padre. Todavía siento la impotencia frente a él cuando rememoro la intensidad con la que, después de que me hubiese dado una reprimenda, yo mascullaba los insultos que me sabía: canalla, marrano, miserable, mala bestia, perro, degenerado, loco, cerdo, desgraciado, cabrón. Todas esas palabras se las había oído decir a él, salvo “loco”, que resaltaba como una rosa. Mi madre me oía a veces y entonces sacudía la cabeza y me decía: “No debes hablar así de tu padre”. Pero sabía tan bien como yo lo doloroso que era ese odio.xlii


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