El país de origen. Edgar Du Perron

El país de origen - Edgar Du Perron


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la presión alta y, cuando no recibo noticias suyas durante un tiempo, me preocupa que pudiera estar gravemente enfermoxlvi —otra característica de mi nueva situación—, cuando el motivo de su silencio podría muy bien ser que por fin ha puesto en práctica la decisión que ha anunciado 10 veces de ahorrar en sellos.

      Resulta extraño pensar que —desde que se han ido dos o tres de mis amigos— Viala es mi amigo más viejo en Europa. Durante años fue más que eso para mí, un ejemplo a seguir, una persona cuya pureza se podía tomar una y otra vez como punto de referencia. Así que también me siento un poco incómodo, tanto por él como por mí, cuando lo visito estos días, y me pregunto si tendrá en cuenta lo que opino sobre su contribución en mi vida o lo que espero de él.

      Por otra parte, en otros terrenos me da la impresión de estar representando un papel: soy más afectado, más burgués, mucho menos indiferente y rebelde de lo que parezco cuando hablo con él. Se trata de un viejo papel que representamos desde hace ya 10 años uno con el otro; yo le hablo como creo que él quiere que le hable, al Viala que fue en otro tiempo para mí, un Viala que, a lo largo de estos 10 años, la vida se ha encargado de demostrar una y otra vez que no puede ser en absoluto. Es posible que, en parte, nos dedique tanta energía y optimismo debido a mi admiración por el viejo Viala.xlvii Se ha convertido en el responsable, en el jefe de esta empresa que puede fracasar como cualquier otra cosa en estos tiempos y que para él significaría una derrota muy superior a sus fuerzas. Y se ha embarcado en esta empresa no por obligación (podría haber esperado un momento más propicio), no sólo porque sea noble y sienta el impulso de devolverme el favor, sino porque él, al igual que yo, quizá no pueda desprenderse del todo del papel que representábamos antes, cuando yo era el simpático y joven ricachón y él una persona que fue arrojada demasiado pronto a la vida, decepcionada de antemano y que, no obstante, intentaba siempre evadir enérgicamente todas las leyes que la sociedad impone al ciudadano de a pie. No cabe la menor duda de que, en aquella época, Viala era un anarquista sincero, pero yo lo idealizaba mucho.

      Cada “no” de Viala a la vida, por muy desilusionado y pasivo que pueda parecer, esconde un orgullo positivo. Su rebeldía adquiere tintes de masoquismo cuando trabaja hasta caer enfermo y lo hace voluntariamente, cuando acepta una serie de tareas desagradables que podría eludir. Si hay alguien que experimente continuamente el choque de sentimientos contradictorios, ése es Viala. No quiere ser un “amargado” ni está dispuesto a reconocer su extrema sensibilidad; sus arrebatos contra la sociedad, que él calificaría de intensos o amargos, no concuerdan con la resignación que aparenta en ocasiones, y pone todo su sentimiento en cada uno de sus actos, sea quien sea la persona a la que dedique su interés en ese momento. Puede que hable poco de sí mismo para no tener que explicar estas contradicciones ni ser demasiado consciente de ellas. Desde hace algunos años se aleja a propósito de todo lo que es intelectual. ¿De qué le sirve analizar una y otra vez, y con cierta satisfacción, que la vida es un desastre, si de todas formas eso le resulta evidente desde hace mucho tiempo? “Hagas lo que hagas —dice Héverlé—, Viala seguirá pensando que es trabajo de presidiarios. Para ti, la inteligencia es una necesidad, para él ya no.” Aunque Viala siga considerando de todo corazón a Héverlé como una de las mejores personas que ha conocido nunca, se ha apartado de él, seguramente debido a esa intelectualidad que tanto caracteriza a Héverlé.

      En la medida de lo posible, evito abordar con él temas que parezcan intelectuales o, mejor dicho, los disfrazo, hablando de ellos en un tono de claro desparpajo, como si no me los tomara realmente en serio. Las pocas veces que reacciona, tengo la impresión de que su inteligencia sigue siendo tan aguda como siempre; lo que pasa es que debe de estar realmente harto del juego. (A veces soy capaz de imaginar claramente el momento en que yo mismo también me hartaré.) Cada vez aprecia más a las personas exclusivamente por su valor humano, por cualidades morales que son ignoradas como tales sólo por quienes han conservado un temor pueril por la palabra. Durante nuestro primer encuentro en casa de Héverlé, le confesé a Guraev que volvía a juzgar a las personas a partir de valores morales, a partir de una cierta dignidad, porque todas las relaciones entre amigos se fundamentan en esa dignidad; y mientras se lo decía, pensaba sobre todo en Viala. Guraev citó después a cierto pensador que siempre decía: “La dignidad de mi culo”.

      —Es un argumento excepcionalmente sólido para las damas que van a misa los domingos —observó Héverlé—, pero para nosotros quizá habría que encontrar algo más sólido. Ducroo tiene razón, aunque ni él ni yo sabríamos decir en qué consiste esa dignidad. Pero todos sabemos qué es lo opuesto: lo indigno, cobarde y vil.

      Cuando salimos de noche con Viala, primero al restaurante y luego a un café, el grupo siempre se divide en dos: por un lado él y yo, y por otro Jane y Manou. Él parece estar plenamente convencido de que con una mujer se habla a un nivel intelectual inferior que con el hombre. Puede que considere que todas las mujeres tienen el mismo nivel intelectual que Manou, o puede que no quiera exponerse al control que la inteligencia natural de ella pueda ejercer sobre él: “Tú que siempre andas diciendo esto… y, sin embargo, esta noche…” Al principio pensé que Jane y él entablarían una mejor comunicación, pero ahora me he resignado a que eso nunca sucederá. Jane no es en absoluto una persona que incite a otro a hablar si no es por alguno que otro leve gesto y por su manera de escuchar; Viala se mantiene fiel a su convicción o a su programa. Por otra parte, estoy seguro de que Jane le resulta simpática, que la considera prácticamente como una más de sus camaradas, y que estaría dispuesto a darlo todo por ella, aunque sea una mujer y no la conozca desde hace mucho.

      Desde que está casado, todo el mundo opina que Viala ha cambiado. No ha dudado ni un momento en asumir la doble carga que supone un matrimonio, a pesar de que apenas tenía suficiente para él; si es cierto que este tipo de circunstancias son suficientes para cambiar a alguien, no hace falta buscar otra explicación. Un golpe de suerte les permite a veces realizar un viaje corto, pero en otros momentos no saben cómo pagar la vivienda:

      —Pero todos estos líos acaban solucionándose por sí solos —me dijo en tono alentador.

      No hay nada más adorable que la cara seria de Manou, tan radiante y tan frágil, los labios ligeramente fruncidos, la mirada baja y los suaves rizos que caen sobre su frente cuando se esfuerza por mantener nuestro ritmo mientras copiamos en la biblioteca. Escribe lenta y aplicadamente, con letra pequeña, una tarea que ha realizado todos los días durante meses, cuando Viala no tenía más fuente de ingresos que la publicación de un texto del siglo xvii. Seguramente la quiere como se quiere a un compañero de armas que es a la vez compañero de juegos; aparte de ser su mujer, tiene que satisfacer todos los instintos infantiles que se han mantenido despiertos en él y que a veces le permiten divertirse durante horas y reírse con ganas, aunque las cosas vayan mal.

      Todo esto me parece estar lleno de lagunas, pero más doloroso sería si intentara completar estas páginas con medios artificiales para obtener una imagen acabada y perfecta que me satisficiera. Es como si tuviera que escribir cosas sobre Viala que no tengo derecho de desvelar, ni siquiera las que he descubierto “a través de mi propio análisis”, como si se tuviera el derecho de divulgar un secreto arrancado en una confesión. Preferiría averiguar en qué se basa el sentimiento de perfecta hermandad que me une a Viala más que a otras personas, sin importar lo mucho o lo poco que nos decimos de realmente importante. Y no sólo porque haga tanto tiempo que somos amigos, sino porque algo se ha mantenido real pese al papel que creo representar. No podría decirle a Viala que soy un burgués, pues no me creería y aseguraría que tengo muchísimo más de anarquista,xlviii pero esa idea suya es tan errónea como su empeño en considerar a Héverlé un aventurero, un revolucionario, un político si se quiere, cualquier cosa menos un escritor. Aunque la esencia en sí sea correcta, una vez abandonadas todas las poses, incluso la de la “autocrítica”, negar lo que Viala quiere ver en sus amigos constituye igualmente una deformación de la realidad.

      —¿Por


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