Más allá del vicio y la virtud. Группа авторов
el poder y la práctica del Estado, y proporcionan un conjunto de normas para orientar la práctica y el poder del Estado, incluido el que se ejerce a través de las leyes penales y la política criminal.
Por último, una nota sobre moralidad: dentro de un reclamo de los derechos humanos para reformar el derecho penal en relación con el género, la sexualidad y la reproducción, suele afirmarse que los derechos consisten en eliminar los vestigios de una moralidad obsoleta. Los derechos humanos, como producto de una teoría liberal, se basan en la igualdad de todos para todos, y emplearían la lógica del principio de daño para discernir la justificación del castigo penal, en lugar de una noción tradicional de “moralidad”, como la mencionada por los estados que reclaman ciertas formas de justificaciones religiosas o tradicionales. Como han señalado numerosos comentaristas de este proyecto, y las propias autoras y autores de los capítulos, moralidad es una palabra con mucho peso. La moralidad es más precisamente una pluralidad, moralidades, ni ahistórica ni descontextualizada. Pero reconocerla, y considerar las prohibiciones escriturales de las diversas creencias como un puñado de fuentes morales entre muchas, no es conceder que vale todo ni echar por la borda una base ética. Sin embargo, somos conscientes de los discursos que aceptan la “moralidad” como el terreno de solo algunas demandas (como cuando Alli Jernow escribe sobre la regulación “con base en el daño” frente a aquella “con base en la moral”, o cuando Joanna N. Erdman cuestiona cómo los daños morales vuelven a entrar como si fueran daños físicos en la jurisprudencia canadiense). Siempre que sea posible, señalamos este momento lingüístico para asegurarnos de que no parecemos denotar una “regulación secular” de la sexualidad, el género y la reproducción carente de ética, como una forma de tolerancia del abuso sexual o como indiferente a una ética de cuidado entre personas. En su capítulo, Esteban Restrepo Saldarriaga plantea la promesa de que el constitucionalismo sea el punto de referencia de esa moralidad, al tiempo que reconoce sus carencias.[36]
Los capítulos de este libro ofrecen un relato contextual de cómo, a escala nacional e internacional, a través del tiempo y el espacio, el derecho penal se ha utilizado para producir modelos normativos de sexualidad, género y reproducción, y, a la inversa, cómo los derechos humanos han sido utilizados y pueden utilizarse para alterar esa norma. Al mismo tiempo, muchos de los capítulos muestran cómo los actores de los derechos humanos –que a menudo han participado en la promoción de la despenalización en otros sitios– han impulsado y logrado ampliar el alcance del derecho penal, a pesar de saber que su aplicación con frecuencia recae en personas y comunidades ya marginadas. Este libro llama la atención sobre cómo una poderosa fantasía del funcionamiento del derecho penal impulsa hoy en día algunos trabajos en materia de derechos humanos en los ámbitos de la sexualidad, el género y la reproducción, lo que en última instancia presagia un peligro y produce paradojas de establecer límites en torno a formas estrechas de virtud, aun cuando busca liberarse retóricamente de la regulación.
Conclusión
¿Acaso la doctrina de los derechos humanos tiene en su corpus principios que son a la vez puntos de partida y de llegada,[37] y podemos asegurar esta noción de penalización como “el último recurso” con una ética adicional de la práctica? Dado que no hemos encontrado nada intrínseco al derecho y a la teoría penal que limite su contenido, aplicación o alcance, ¿cómo pueden los derechos humanos servir como criterio de revisión para determinar el alcance y el uso del derecho penal? Nuestro deber con la interpretación de los derechos humanos como campo en evolución y controvertido sugiere la necesidad de un escepticismo de la certeza, incluso o especialmente cuando apelamos al derecho penal para que se encargue de los derechos. Pensamos que el escepticismo es un marco con el que los profesionales y académicos de los derechos humanos encontrarán repercusión histórica, porque implica una desconfianza general hacia el poder del Estado y un giro hacia las opciones menos restrictivas en los casos en que se invoque ese poder. Es posible que algunos reconozcan que esto es una variante del “narrow tailoring” [ajuste exacto][38] y el “escrutinio estricto” de la acción del Estado, postura que está anclada en muchas tradiciones jurídicas, incluida la doctrina de los derechos humanos.[39] El proceso de justificar o criticar el uso del derecho penal también tiene una textura muy abierta. Este doble potencial de controversia en la justificación sugiere por qué el campo de los derechos humanos ha tenido, en la práctica, mucho más que decir sobre la aplicación del derecho penal que sobre sus justificaciones.
En este trabajo, pasamos de buscar normas doctrinales que surgen de los derechos humanos a vincular lo que llamamos “normas de articulación” para guiar a los defensores y promotores de derechos humanos cuando revolotean por las leyes penales y punitivas. Las normas de articulación que proponemos comienzan con la aceptación de la indeterminación de los derechos como práctica: sus objetivos pueden ser la certeza universal, pero su práctica debe ser más iterativa y reflexiva.
Comenzamos con la empatía, dado que entendemos que los derechos humanos tienen algo que decir sobre el dolor y deben atender al dolor deseado por la penalización. Aunque hemos visto que los derechos han dado un fuerte giro hacia el modo expresivo del derecho penal, de hecho, su aplicación tiene consecuencias concretas: el derecho penal condena infligiendo dolor real (por ejemplo, mediante la privación de la libertad como mínimo y de la vida como máximo). Como señaló apasionadamente una abogada (parafraseado aquí): “Nosotras, las feministas, enviamos a los hombres a prisiones que son agujeros del infierno; ¿acaso no tenemos cierta obligación de asegurarnos de que las prisiones sean justas si las evocamos?”. Como muestran muchos de nuestras autores y autores, la preocupación por el impacto de la ley en los menos poderosos, como ocurre en las jerarquías de raza (Corrêa y Karam), nacionalidad (Moumneh) o respetabilidad (Muguongo y Miller), debe entrar en las propuestas al principio de la reforma de la política relativa al sufrimiento, no al final. En otras palabras, en lo que respecta a las cuestiones de género, prácticas y comportamientos sexuales y reproductivos, casi siempre hay una aplicación y ejecución discriminatorias en las diferentes jerarquías de poder que afectan tanto a la víctima como al victimario.[40]
La empatía por el sufrimiento que pretende el derecho penal está estrechamente relacionada con la solidaridad, que consiste en ocuparse de la aplicación del derecho penal entre grupos situados de formas diferentes de manera más general. El capítulo de Moumneh sobre los desacuerdos y silencios entre los grupos por los derechos de las personas homosexuales y de las mujeres en algunos pánicos sexuales recientes en el Líbano muestra los peligros para los derechos cuando no existen solidaridades. Las reflexiones de Brown sobre la tendencia de la persecución penal en los Estados Unidos a recaer en los grupos que ya están más marginados racialmente también reflejan esto, al igual que la investigación histórica que hacen Corrêa y Karam sobre las revisiones de las leyes penales que regulan el trabajo sexual, el adulterio y la violación en Brasil. Todos estos capítulos reiteran que los silos, y no la solidaridad, dominan actualmente la práctica de la defensa de los derechos en materia de género, sexualidad y reproducción. Cheng y Kim detallan los fracasos de la solidaridad práctica entre las trabajadoras sexuales y los grupos de mujeres en Corea del Sur; su análisis deja en claro la tendencia de los grupos de derechos a abrazar la lógica de la respetabilidad sexual cuando se combina con la autonomía en formas que generan más tiempo de prisión para las mujeres que se encuentran del lado “malo” de la virtud. La práctica de la solidaridad puede tener objetivos osados.
Por último, juntas, las prácticas de empatía y las solidaridades autoconscientes exigen una política de rendición de cuentas, que aborda los efectos concretos del derecho penal. Por materialidad entendemos la necesidad de que las prácticas de derechos humanos se comprometan no solo con las características expresivas del derecho penal (como las campañas sobre la noción de que “los peores delitos merecen un tribunal internacional”), sino también con las privaciones materiales que conlleva: la imposición intencional del dolor, como mínimo, causado por la privación de la libertad. Las campañas de despenalización del aborto, del trabajo sexual y el VIH producen regularmente estudios empíricos sobre quiénes son vigilados o van a la cárcel en virtud de esas leyes, con las pruebas testificales del fracaso de los efectos deseados y la discriminación obtenida como parte de las medidas de reforma de las leyes.[41] Nuestros reclamos para usar