Hermanas de sangre. Тесс Герритсен
la horrorizó. «Dios mío, esto es lo que yo hago todos los días, sólo que cuando mi escalpelo corta, lo hace en la carne poco familiar de un desconocido.
»Pero a esta mujer no la siento como a una desconocida.»
Se deslizó dentro de un vacío entumecedor, como si observara de lejos el trabajo de Abe. Fatigada por la noche de insomnio y el jet lag, sintió que se apartaba de la escena que se desarrollaba sobre la mesa, que retrocedía a una atalaya más segura desde la cual pudiera observar con las emociones amortiguadas. Lo que había encima de la mesa era sólo un cadáver. Nadie a quien conociera. Abe liberó con celeridad el intestino delgado y dejó caer la espiral dentro de la palangana. Con las tijeras y el cuchillo destripó el abdomen, dejando sólo un caparazón vacío. Transportó la palangana, ahora pesada con las entrañas, hasta la encimera de acero inoxidable, donde las sacó una a una para hacer una inspección más detallada. En la tabla de cortar, partió el estómago y vertió el contenido en una palangana más pequeña. El olor de los alimentos sin digerir hizo que Rizzoli y Frost se apartaran, con una mueca de repugnancia en el rostro.
—Parece que aquí hay restos de la cena —comentó Abe—. Diría que comió ensalada de mariscos. Veo lechuga y tomates. A lo mejor gambas...
—¿Qué lapso hay entre la hora de la muerte y la última comida? —preguntó
Rizzoli con voz extrañamente nasal y la mano sobre la cara para bloquear los olores.
—Una hora, tal vez más. Intuyo que comió fuera, dado que la ensalada de mariscos no es el tipo de comida que yo me prepararía en casa. —Abe se volvió a Rizzoli—. ¿Encontraron alguna factura de restaurante en su bolso?
—No. Pero pudo pagar en efectivo. Aún estamos a la espera del informe de la tarjeta de crédito.
—¡Dios! —exclamó Frost, todavía apartando la mirada—. Esto está a punto de abortar cualquier curiosidad que haya sentido alguna vez por las gambas.
—Oiga, no debe dejar que esto le preocupe —dijo Abe, que estaba hurgando en el páncreas—. A fin de cuentas, todos estamos hechos del mismo material básico. Grasa, carbohidratos y proteínas. Cuando come un jugoso bistec, lo que come es un músculo. ¿Cree que alguna vez he despreciado un bistec sólo porque es el tejido que disecciono día a día? Todos los músculos tienen los mismos ingredientes bioquímicos, pero algunas veces ocurre que el olor es mejor que el de otros. —Cogió los ríñones, los cortó en delgadas rodajas y dejó caer las pequeñas muestras de tejido en el interior de un tarro con formol—. De momento, todo normal —comentó, y se volvió a Maura—. ¿Estás de acuerdo?
Ella asintió con un gesto mecánico, pero no dijo nada, distraída de repente con la nueva serie de radiografías que Yoshima acababa de colgar en el expositor iluminado. Eran del cráneo. En la toma lateral se podía ver el tejido blando, como el espectro semitransparente de un rostro de perfil.
Maura cruzó hasta el expositor y miró la densidad en forma de estrella, alarmantemente lustrosa contra la sombra más suave del hueso. Se había alojado contra la tapa superior del cráneo. La decepcionante pequeñez de la entrada de la bala en el cuero cabelludo facilitaba pocos indicios acerca de los destrozos que aquel proyectil devastador podía hacer en el cerebro humano.
—Dios mío —musitó—. Es una bala Black Talon.
Abe apartó al vista de la palangana con los órganos.
—Hacía tiempo que no veía una de ésas. Tenemos que ir con mucho cuidado. Las puntas metálicas de esa bala son afiladas como una navaja. Cortan incluso después de atravesar el guante. —Miró a Yoshima, que llevaba trabajando en el centro forense más años que cualquiera de los patólogos y les servía de memoria institucional—. ¿Sabes cuándo fue la última vez que tuvimos una víctima con una Black Talón?
—Hará unos dos años, creo —dijo Yoshima.
—¿Tan poco?
—Recuerdo que el doctor Tierney se encargó del caso.
—¿Podrías pedirle a Stella que lo compruebe? Mira si el caso se cerró. Este tipo de bala es lo bastante inusual como para que nos preguntemos si existe alguna relación.
Yoshima se quitó los guantes y se dirigió al interfono para llamar a la secretaria de Abe.
—Hola. ¿Eres Stella? El doctor Bristol quiere que investigues el último caso relacionado con una bala Black Talón. Se encargó el doctor Tierney...
—He oído hablar de ellas —dijo Frost, que se había acercado al expositor para examinar de cerca la radiografía—, pero es la primera vez que veo a la víctima de una.
—Tienen la punta hueca y las fabricaba la Winchester —explicó Abe—. Están diseñadas para expandirse y cortar los tejidos blandos. Cuando penetran en la carne, la cubierta de cobre se abre formando una estrella de seis puntas, y cada punta es tan afilada como una garra. —Se trasladó junto a la cabeza del cadáver—. Las retiraron del mercado en 1993, después de que un loco de San Francisco las utilizara para cargarse a nueve personas en un asesinato en masa. Winchester obtuvo una publicidad tan negativa que decidieron dejar de fabricarlas. Pero todavía quedan algunas en circulación. De vez en cuando aparece alguna en una víctima, pero son bastante raras.
Maura aún mantenía la mirada fija en la radiografía, en aquella estrella de blancura letal. Pensó en lo que Abe acababa de decir: «Cada punta es afilada como una garra». Y recordó las rayas marcadas en la puerta del coche de la víctima. «Como la marca de la garra de un ave de rapiña.»
Regresó a la mesa justo en el momento en que Abe completaba la incisión en el cuero cabelludo. Y en aquel breve instante, antes de que él doblara el colgajo de piel hacia delante, Maura no pudo evitar mirar el rostro de la mujer. La muerte había moteado sus labios con un azul negruzco. Mantenía abiertos los ojos, y las córneas se veían secas y empañadas por la exposición al aire. El brillo de los ojos en vida era sólo el reflejo de la luz en las córneas húmedas; cuando los ojos ya no pestañeaban, cuando el fluido ya no bañaba la córnea, los ojos se volvían secos y opacos. No es la partida del alma lo que seca la apariencia de vida en los ojos, sino el hecho de que ya no se produzca el reflejo del parpadeo. Maura miró las dos franjas nubladas que cruzaban la córnea y, por un instante, imaginó cómo debían de haber sido aquellos ojos en vida. Fue una asombrosa mirada al interior del espejo. Había tenido la idea repentina, vertiginosa, de que en realidad era ella la que estaba tendida sobre aquella mesa. De que estaba observando su propio cadáver mientras le practicaban la autopsia. ¿Acaso los fantasmas no merodean por los mismos lugares que frecuentaban cuando estaban vivos? «Éste es el lugar que yo frecuento —pensó—. El laboratorio de autopsias. Aquí es donde estoy condenada a pasar la eternidad.»
Abe apartó hacia delante el cuero cabelludo y la cara se deformó como una máscara de goma.
Maura se estremeció. Al apartar la vista, descubrió que Rizzoli la estaba observando de nuevo. «¿Me mira a mí o mira a mi fantasma?»
El zumbido de la sierra pareció perforar el interior de su cerebro. Abe cortó la bóveda del cráneo puesto al descubierto, al tiempo que conservaba el fragmento por donde había penetrado la bala. Con suavidad, hizo palanca y quitó la tapa de hueso. La Black Talón salió del cráneo abierto y tableteó dentro de la palangana que Yoshima sostenía debajo. Allí relució, con las puntas metálicas abiertas hacia fuera como pétalos de una flor letal.
El cerebro estaba moteado de sangre oscura.
—Hemorragia masiva en ambos hemisferios. Justo lo que esperaba por las radiografías —dijo Abe—. La bala entró por aquí, por el hueso temporal izquierdo. Pero no salió. Pueden verlo allí, en las fotos.
Señaló el expositor luminoso, donde la bala se destacaba como la explosión de una estrella, paralizada contra la curva interna del hueso occipital izquierdo.
—Es curioso que acabara en el mismo lado del cráneo por donde entró — comentó Frost.
—Lo más probable es que