Hermanas de sangre. Тесс Герритсен

Hermanas de sangre - Тесс Герритсен


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a Leonov, y nada más. —Dunleavy se acabó la pinta de cerveza—. Tendrás que buscar a otro asesino.

      Una pista que ya podía dar por descartada. Unos cuantos mafiosos rusos de hacía dos años no parecían relevantes en relación con el asesinato de Anna Jessop.

      Aquella bala Black Talón era un eslabón perdido.

      —¿Me dejaríais ese expediente sobre Leonov? —preguntó—. Sigo interesada en echarle un vistazo.

      —Mañana lo tendrás en tu escritorio.

      —Gracias, muchachos.

      Se deslizó fuera del banco y tuvo que apoyarse para ponerse en pie.

      —¿Para cuándo piensas soltarlo? —inquirió Vann, al tiempo que le señalaba el vientre.

      —No veo la hora.

      —Los muchachos han organizado una apuesta. Sobre el sexo de la criatura.

      —Bromeas.

      —Creo que está a setenta pavos a favor de que es una niña, cuarenta a que es un chico.

      Vann soltó una risita burlona.

      —Y veinte pavos a que es... otra cosa.

      Cuando Rizzoli entraba en su piso, sintió que el bebé le daba una patada.

      «Estáte quieto, pequeño —pensó—. Ya es suficiente con que me hayas golpeado como si fuera un saco de arena todo el día. ¿Piensas seguir así toda la noche también?» Rizzoli no sabía si llevaba encima un niño, una niña o cualquier otra cosa; todo cuanto sabía era que su bebé estaba ansioso por nacer.

      «Deja ya de intentar abrirte paso con golpes de kung-fu, ¿vale?»

      Dejó el bolso y las llaves sobre la encimera de la cocina, se quitó los zapatos junto a la puerta y arrojó la chaqueta encima de una silla del comedor. Hacía dos días que su marido, Gabriel, había salido para Montana. Formaba parte de un equipo del FBI que investigaba un alijo paramilitar de armas. Ahora el piso mostraba la misma anarquía confortable que había reinado en él antes de su matrimonio. Antes de que Gabriel se instalara allí e insuflase cierta apariencia de disciplina. Antes de permitir que un antiguo marine le ordenara los cazos y sartenes según su tamaño. En el espejo del dormitorio descubrió su reflejo y apenas se reconoció. Mejillas hinchadas, bamboleo, vientre abultado bajo los pantalones elásticos de maternidad.

      «¿Cuándo voy a desaparecer? —pensó—. ¿Aún sigo ahí, escondida en algún lugar de ese cuerpo deformado?» Se comparó con el reflejo de aquella desconocida, acordándose de lo plano que era antes su vientre. No le gustaba cómo se le había hinchado la cara, el hecho de que las mejillas se le hubiesen vuelto sonrosadas como las de un niño pequeño. El fulgor del embarazo: así lo llamaba Gabriel, esforzándose por convencer a su esposa de que en realidad no se parecía a una ballena de hocico reluciente. «En realidad, esa mujer de ahí no soy yo —pensó—. Ésa no es la poli capaz de derribar una puerta de una patada o arrestar a un asesino.»

      Se dejó caer de espaldas sobre la cama, con los brazos extendidos a cada lado en el colchón, como un pájaro a punto de levantar el vuelo. Percibió el olor de Gabriel en las sábanas. «Te echo de menos esta noche», pensó. Se suponía que el matrimonio no debía ser así. Dos profesiones, dos obsesos por el trabajo. Gabriel de viaje, ella en aquel piso. Pero, pensándolo bien, desde un principio había sabido que no sería fácil, que habría muchas noches como aquélla, en que el trabajo de él, o el de ella, los mantendría separados. Rizzoli pensó en volver a telefonearle, pero ya habían hablado dos veces aquella mañana y, tal como estaban las cosas, Verizon ya se llevaba un buen pellizco de su paga.

      «¡Oh, qué diablos!»

      Rodó de costado, bajó los pies de la cama y se disponía a coger el teléfono que había encima de la mesita de noche cuando, de repente, empezó a sonar. Sobresaltada, miró la pantalla de identificación de llamadas. Un número que no le era familiar. No era el de Gabriel.

      Descolgó el auricular.

      —¿Diga?

      —¿Detective Rizzoli? —preguntó la voz de un hombre.

      —Yo misma.

      —Disculpe por telefonear a estas horas. Acabo de regresar a la ciudad esta noche y...

      —¿Quién llama, por favor?

      —El detective Ballard, del departamento de policía de Newton. He sabido que lleva usted la investigación del asesinato que se cometió anoche en Brookline. Una víctima llamada Anna Jessop.

      —Sí, así es.

      —El año pasado tuve un caso aquí en el cual estaba involucrada una mujer llamada Anna Jessop. No sé si es la misma persona, pero...

      —¿Dice que pertenece a la policía de Newton?

      —Sí.

      —¿Identificaría a la señora Jessop? Me refiero a si viera sus restos. Se produjo un silencio.

      —Creo que eso es lo que tengo que hacer. Necesito estar seguro de que se trata de ella.

      —¿Y si lo es?

      —En ese caso sé quién la mató.

      Incluso antes de que el detective Rick Ballard sacara su placa, Rizzoli podría haber adivinado que aquel hombre era policía. Cuando ella entró en el edificio de medicina forense, él se levantó de inmediato, como si fuera a ponerse en postura de firmes. Sus ojos miraban directos y eran de un azul cristalino; el corte de cabello, de color castaño, conservador; la camisa estaba planchada con pulcritud militar. Tenía el mismo aire de autoridad pausada que poseía Gabriel, la misma mirada sólida que parecía decir: en caso de necesidad, cuenta conmigo. Por un instante le hizo desear tener de nuevo la cintura esbelta, recuperar su atractivo. Ambos se estrecharon la mano, y mientras ella echaba un vistazo a la placa, sintió que él le estudiaba el rostro. Un poli, sin la menor duda, pensó.

      —¿Está preparado para lo que ha venido a ver? —le preguntó; y cuando él asintió, Rizzoli se volvió a la recepcionista—. ¿Está abajo el doctor Bristol?

      —Ahora mismo está finalizando una autopsia. Ha dicho que pueden reunirse con él abajo.

      Cogieron el ascensor hasta el sótano y entraron en la antesala del depósito de cadáveres, en cuyas taquillas había todo un surtido de protectores para zapatos, mascarillas y gorros de papel. Al otro lado de la enorme cristalera de observación se veía el laboratorio de las autopsias, donde el doctor Bristol y Yoshima trabajaban inclinados sobre un hombre descarnado de cabello gris. Bristol les descubrió al otro lado del cristal y les saludó con la mano.

      —¡Diez minutos más! —les avisó.

      Rizzoli asintió.

      —Esperamos.

      Bristol acababa de hacer la incisión en el cuero cabelludo y retiró el colgajo de piel, que cayó sobre la cara.

      —Siempre he aborrecido esta parte —explicó Rizzoli—. Cuando empiezan a manosear la cara. El resto me siento capaz de soportarlo.

      Ballard no dijo nada. Le miró y vio que tenía la espalda rígida, el rostro torvamente estoico. Dado que no era un detective de homicidios, lo más probable era que no hiciese muchas visitas al depósito de cadáveres, y el proceso que iba a desarrollarse al otro lado del cristal sin duda le resultaría sobrecogedor. Rizzoli recordó la primera visita que había hecho allí siendo aspirante al cuerpo de policía. Formaba parte de un grupo de la academia, la única mujer entre los seis fornidos cadetes que la superaban en estatura. Todos esperaban que la chica fuera la remilgada, la única en desviar la mirada durante la autopsia. Pero se había plantado delante en el centro y había observado todo el proceso sin arredrarse. Fue uno de los hombres, el más fornido de todos, quien palideció y se tambaleó hasta una silla cercana. Rizzoli se preguntó si Ballard haría lo mismo. Bajo la luz de los fluorescentes, su piel había adquirido la palidez del que tiende a marearse.


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