Hermanas de sangre. Тесс Герритсен
de mano y bajó del taxi. Poco antes se había sentido torpe y embotada; ahora incluso la cálida noche de julio parecía haberse cargado de electricidad con la tensión. Avanzó por la acera; la sensación de ansiedad era cada vez mayor a medida que se acercaba a la concentración de curiosos, al descubrir que todos los vehículos oficiales estaban aparcados delante de su casa. ¿Le habría ocurrido algo a alguno de los vecinos? Un montón de posibilidades terribles cruzó por su mente. Suicidio. Homicidio. Pensó en el señor Telushkin, un hombre soltero, ingeniero robótico, que vivía en la casa de al lado. ¿No tenía un aspecto llamativamente melancólico la última vez que le vio?
Pensó también en Lily y en Susan, sus vecinas del otro lado, dos abogadas lesbianas cuyo activismo en defensa de los derechos de los gays lasconvertía en objetivos destacados. En ese instante divisó a Lily y a Susan, de pie al lado de los curiosos, las dos vivas y coleando; así que su preocupación volvió al señor Telushkin, a quien no veía entre los espectadores.
Lily miró de soslayo y vio que Maura se acercaba. No la saludó con la mano; se quedó mirándola sin decir nada, antes de dar un fuerte codazo a Susan. Esta se volvió y, al ver a Maura, se quedó boquiabierta. Todos los vecinos se volvieron a mirarla. Y en todos los rostros, asombro. La perplejidad era evidente.
«¿Por qué me miran? —se preguntó Maura—. ¿Qué habré hecho?»
—¿Doctora Isles? —Había un policía de Brookline a su lado, con la boca abierta—. Es... Es usted, ¿verdad? —preguntó.
Bueno, la pregunta era una estupidez, pensó.
—Aquélla es mi casa. ¿Qué ocurre, agente?
El policía dejó escapar una aguda exhalación.
—Yo... Creo que será mejor que me acompañe.
La cogió del brazo y la guió entre la gente. Los vecinos se apartaban solemnes ante ella, como si dejaran paso a un condenado. Su silencio resultaba escalofriante, el único ruido era el crepitar de las emisoras de la policía. Llegaron ante la barrera de cinta amarilla de la policía, que colgaba entre diversas estacas, algunas clavadas en el patio delantero del señor Telushkin. «Está orgulloso de su jardín, y esto no le hará ninguna gracia», fue su primer pensamiento, del todo disparatado. El policía levantó la cinta y ella se agachó para pasar por debajo, cruzando lo que comprendió que era el escenario de un crimen.
Supo que lo era porque en el centro distinguió una silueta familiar. Incluso desde el otro lado del césped, Maura reconoció a la detective de homicidios Jane Rizzoli. Embarazada de ocho meses, la pequeña Rizzoli parecía una pera madura embutida en un traje pantalón. Su presencia era otro detalle que la desconcertaba.
¿Qué hacía una detective de Boston en Brookline, fuera de su jurisdicción habitual?
Rizzoli no vio acercarse a Maura; tenía fija la mirada en un coche aparcado en la acera, frente a la casa del señor Telushkin. Claramente alterada, sacudía la cabeza y sus oscuros rizos le salían disparados con el desorden habitual. Fue el colega de Rizzoli, el detective Barry Frost, quien vio primero a Maura. La miró, luego miró hacia otro lado y, acto seguido, como si lo hubiera vuelto a pensar, la miró de nuevo. Sin decir palabra, tiró del brazo de su colega. Rizzoli se quedó muda, y los destellos estroboscópicos de las luces azules de los coches patrulla iluminaron su expresión de incredulidad. Como si estuviera en trance, empezó a caminar hacia Maura.
—¿Doc2? —preguntó Rizzoli, a media voz—. ¿Eres tú?
—¿Quién iba a ser, si no? ¿Por qué todo el mundo me lo pregunta? ¿Por qué me miráis como si fuese un fantasma?
—Porque... —Rizzoli se interrumpió y sacudió la cabeza, haciendo oscilar los indómitos bucles—. Dios, por un instante he pensado que sí, que eras un fantasma.
—¿Por qué?
Rizzoli se volvió y llamó:
—¡Padre Brophy!
Maura no había visto al clérigo, que se mantenía apartado en la periferia. Entonces salió de entre las sombras; el alzacuello era un destello blanco sobre la garganta. Su rostro, por lo general atractivo, parecía demacrado; la expresión, anonadada. «¿Por qué está aquí Daniel?» No era habitual que llamaran a un sacerdote al escenario del crimen, a no ser que algún familiar de la víctima necesitara consuelo. Y su vecino, el señor Telushkin, no era católico sino judío. No había razón alguna para que llamaran a un clérigo.
—Por favor, padre, ¿podría acompañarla dentro de la casa? —le pidió Rizzoli.
—¿Alguien va a decirme qué ocurre? —inquirió Maura.
—Ve adentro, Doc. Por favor. Ya te lo explicaremos después. Maura sintió el brazo de Brophy en torno a la cintura, su firme presión comunicándole que aquél no era el momento para resistirse. Dejó que él la guiara hacia la puerta de entrada y advirtió la secreta emoción del estrecho contacto entre los dos, el calor de su cuerpo pegado al de ella. Era tan consciente de que él permanecía a su lado, que las manos se le enredaron al meter la llave en la cerradura. A pesar de que ambos eran amigos desde hacía meses, nunca había invitado a Daniel Brophy a entrar en su casa; y la reacción ante su presencia en aquellos momentos fue un recordatorio de por qué había mantenido con tanto cuidado la distancia entre los dos. Entraron y se dirigieron a la sala, donde las luces estaban ya encendidas gracias a un temporizador automático. Maura se detuvo un momento junto al sofá, indecisa acerca de qué debía hacer.
Fue el padre Brophy quien tomó la iniciativa.
—Siéntate —le dijo, indicando el sofá—. Te traeré algo para beber.
—En mi casa eres el invitado; debería ser yo quien te ofreciera algo de beber — dijo ella.
—En estas circunstancias, no.
—Ni siquiera sé cuáles son «estas circunstancias».
—La detective Rizzoli te lo explicará.
El padre Brophy salió de la sala y regresó con un vaso de agua: no era la bebida que ella hubiese elegido para aquel momento, pero no consideró apropiado pedirle a un sacerdote que le trajera una botella de vodka. Tomó un sorbo de agua y sintió cierto desasosiego bajo la mirada de él. Brophy se sentó en el sillón frente a ella, mirándola como si temiera que fuera a desvanecerse.
Entonces oyó que Rizzoli y Frost entraban en la casa y murmuraban algo con una tercera persona en el vestíbulo, una voz que Maura no reconoció. «Secretos — pensó—. ¿Por qué secretea todo el mundo? ¿Qué quieren ocultarme?»
Alzó la mirada cuando los dos detectives entraron en la sala de estar. Con ellos iba un hombre que se presentó como el detective Eckert, de Brookline, nombre que con toda probabilidad olvidaría al cabo de pocos minutos. Dedicó toda su atención a Rizzoli, con quien había trabajado con anterioridad, una mujer que le caía muy bien y a la que además respetaba.
Los detectives se sentaron en distintas sillas, Rizzoli y Frost frente a Maura, al otro lado de la mesita de centro. Maura se sintió superada en número: cuatro contra uno, la mirada de todos fija en ella. Frost sacó el bloc de notas y el bolígrafo. ¿Por qué se disponía a tomar notas? ¿Por qué tenía la sensación de que aquello era el inicio de un interrogatorio?
—¿Qué tal estás, Doc?—preguntó Rizzoli.
Estaba tan atónita que hablaba con un hilo de voz.
Maura rió ante la trivialidad de la pregunta.
—Estaría mucho mejor si supiera qué sucede.
—¿Puedo preguntarte dónde has estado esta noche?
—Venía del aeropuerto.
—¿Qué hacías en el aeropuerto?
—Acabo de llegar de París. Salí del Charles de Gaulle. Ha sido un vuelo largo, y no me siento con ánimos para contestar una veintena de preguntas.
—¿Cuánto tiempo