Los guardianes del faro. Emma Stonex
no, el té no puede infusionar con la leche.
—Si usas palabrejas como «infusionar», puedes irte a la mierda.
—Si yo fuera el encargado de Longships, más te valdría cuidar esa lengua. —Pero las palabrotas son como el té, ayudan a mantener la conversación. Si sueltas tacos al hablar con alguien, estás diciendo que os entendéis. No importa quién sea, ni que yo sea el encargado. Volvemos a caer en esta dinámica en cuanto llegamos y la olvidamos al pisar tierra firme. Si nuestras esposas nos oyeran cinco minutos, se horrorizarían. En casa, tenemos que mordernos la lengua antes de preguntar cómo cojones ha salido adelante y, joder, que te alegras de verla y, por cierto, ¿qué cojones estáis cenando?
—Salió una mujer anoche —dice Bill—. La menda eligió el sistema solar.
—Pues mira, es más grande que el mar.
—Sí, pero es evidente qué le van a preguntar, coño, por los planetas y tal. Le preguntarán cosas sobre Neptuno y Saturno y, sin duda, sobre Urano.
—Es siempre lo mismo, Bill, no seas tonto.
—Con el mar es menos evidente. Todo lo que tiene que ver con el mar es menos evidente.
—Eh, me gusta esa frase.
—A mí no. No me gusta lo que no puedo ver.
Cuando Bill llegó a la Doncella por primera vez, imaginé cómo serían las cosas. Hay hombres que te cogen confianza y se abren y otros que no. Bill era una persona discreta y reservada. Me recordaba a un gorila que vi en el zoo de Londres; observaba desde su jaula la entrada de los visitantes. Desde ese día, he tratado de descifrar qué vi exactamente en la expresión de ese animal. Rabia y aburrimiento, hastío profundo. Resignación ante su situación. Pena por mí.
Hay tiempo de sobra para hablar, sobre todo en el turno de vela, que empieza a medianoche y termina a las cuatro, cuando descubres que las conversaciones toman unos derroteros lúgubres que no vas a mencionar tras el alba. Quien tenga el turno anterior te despierta, te prepara un té y un plato de queso con galletas integrales, lo sube a la linterna y se sienta allí contigo una hora antes de irse a la cama. Lo hace para despertarte, para activarte el cerebro y que no te quedes dormido cuando se vaya. Cuando nos toca a Bill y a mí, me cuenta cosas que no querría contarme de día. Que debería haber sido otro hombre, tener otra vida, haber dicho «no» en momentos en los que ha dicho «sí». Que Jenny le pide las conchas y él no quiere dárselas. Prefiere guardárselas para él, como tantas cosas.
Arriba, a dormir un poco. Me llevó un tiempo acostumbrarme a las literas del faro cuando empecé. Los hombres de tierra firme se maravillan —«Es broma, ¿no? ¿De verdad tenéis que dormir en esas puñeteras camas curvas?»—; con los años, mi columna vertebral debe de haberse curvado para adaptarse a ellas; antes, tenía dolor de espalda tras dos meses en la torre y, cuando volvía a tierra firme, sufría los dolores y malestares típicos de un hombre con el doble de años. Ahora ya ni lo noto. Una cama normal me resulta rígida e incómoda. Tengo que esforzarme por dormir con la espalda recta, pero me despierto con el pecho sobre las rodillas.
Debería dormirme en cuanto pongo la cabeza sobre la almohada. Ya se presente la ocasión a primera hora de la noche o de la mañana, o con una corta y vaga siesta antes de que el guarda de tarde encienda la luz, nos conformamos con lo que tenemos.
O al menos eso hacía yo en otra época, en otros faros. Ahora el sueño me elude con garras sigilosas. Mi mente es presa de imágenes del mar profundo y de Helen; imágenes de la torre como la veo en tierra firme, visible a lo lejos, y la sensación vertiginosa e incrédula de estar aquí y allí a la vez y en ningún sitio. Me giro y doy la espalda a la cortina que separa mi cama del resto de la habitación; contemplo la pared en la oscuridad mientras oigo el mar y los latidos lentos de mi corazón, y la mente divaga; pienso y recuerdo.
Diecinueve días
Un sol radiante significa que hay condiciones perfectas para el relevo de Frank, que llega tarde, justo antes del almuerzo; al parecer, el barco no se ponía en marcha. Al final, zarpa y Vince desembarca, quien, con el mar agitado, sale de la lancha y sube a la plataforma prácticamente sin problemas. Vince es joven, tiene el pelo negro y un bigote como el cantante de Supertramp. No le lleva mucho tiempo instalarse. Todo tiene su sitio y todos tenemos experiencia en deshacer el equipaje rápido y asumir nuestras responsabilidades con la mayor eficiencia. Las cartas de casa llegan en una bolsa impermeable sellada. Para mí hay una oficial, destinada al guarda encargado.
—Hala, se acabó —dice Vince—. Brézhnev se ha quedado sin llegar a la luna.
Estamos esperando la manduca mientras Vince nos explica que, el mes pasado, los soviéticos lanzaron un cohete que explotó en el cielo. Desorienta oír lo que sucede en el mundo real, el otro mundo. Ese mundo podría acabarse y, durante un tiempo, ni nos enteraríamos. No estoy seguro de necesitar ese mundo. Cualquier ciudad, cualquier pueblo, cualquier estancia más grande que lo que miden dos hombres me parecen lugares frívolos, con luz y ruido y complicaciones innecesarias.
—Malditos comunistas —escupe Bill—. Menudos cenizos, joder. ¿Qué es peor: la amenaza de una guerra o empezarla?
—Qué dices, tío —responde Vince—. Yo soy pacifista.
—Por supuesto, cómo no, leñe.
—¿Qué tiene de malo?
—El pacifismo es una puñetera excusa para no hacer nada. Bueno, excepto dejarte barba y follarte a medio Londres.
Vince se recuesta en la silla y fuma. Lleva nueve meses con nosotros, pero lo conocemos tanto como el aparador de la cocina. He visto montones de torreros ir y venir, y a algunos les tomas más cariño que a otros. No estoy seguro de que a Bill le guste Vince.
—Tú lo que tienes es envidia —le suelta a Bill.
—Que te jodan.
—¿Cuánto hace que no tienes veintidós años?
—No tanto como te crees, capullo.
Así es como se llevan; Vince le toma el pelo a Bill por ser un viejo, aunque tiene treinta y tantos, y Bill le replica como si se hubiese ofendido. Se supone que quieren echarse unas risas, pero a Bill le afecta. No ha tenido una vida como la de Vince. A los veinte ya estaba casado y Jenny ya hablaba de tener hijos. Y los faros lo llamaron.
Vince ha traído jamón fresco de tierra firme, que huele de maravilla y, si lo fríes con un huevo, chisporrotea y crepita. Hace dos semanas que Bill y yo no comemos carne que no sea de lata y, aunque es mejor que nada, no tiene punto de comparación con la carne de verdad. Todo lo que sale de una lata te sabe igual, a lata, ya sea una macedonia o fiambre de cerdo. De hecho, el fiambre no está mal si se cocina, pero basta que te lo sirvan frío en el plato, como hacen Vince o Frank, para que uno se haga vegetariano.
Hoy le toca cocinar a Bill, que es quien lo hace mejor. Vince es un cero a la izquierda y a mí no se me da mal, pero no lo hago con tanto entusiasmo, porque también cocino cuando vuelvo a casa, mientras que Bill en casa no toca ni una sartén. Su mujer se lo hace todo. Bill dice que así es como debes sentirte en la cárcel, donde te lo hacen todo, excepto «limpiarte el culo», y Vince le responde que no se parece en absoluto a estar en la cárcel, ya que allí no te preparan merengues de naranja, ni babá al ron ni hay mujeres que te ofrecen un masaje en los pies, ¿eh? Y Bill le contesta que él es el experto, el sinvergüenza. Y entonces me toca calmar las aguas, antes de que deje de ser una broma.
Vince me dice:
—¿Y tú qué opinas, jefe?
—¿Sobre qué?
—¿Es mejor apaciguarlas o dejar que las cosas se salgan de madre?
Quiero decirles que esto de la