La Novela de un Joven Pobre. Feuillet Octave

La Novela de un Joven Pobre - Feuillet Octave


Скачать книгу
señor, que ese resultado no es muy favorable.

      —No le ocultaré, señor marqués, que debe usted armarse de todo su valor para conocerlo; pero está en mis hábitos proceder con método. El año de 1820, la señorita Luisa Elena Dougalt Delatouche D'Erouville fué pedida en matrimonio por Carlos Cristian Odiot, marqués de Champcey d'Hauterive; investido por una especie de tradición secular de la dirección de los negocios de la familia Dougalt Delatouche, y admitido con una respetuosa familiaridad de largo tiempo atrás, cerca de la joven heredera de aquella casa, debí emplear todos los argumentos de la razón para combatir las inclinaciones de su corazón y retraerla de aquella funesta alianza, y digo funesta alianza, no porque la fortuna del señor de Champcey fuese, á pesar de algunas hipotecas que la gravaban á la sazón, menos que la de la señorita Delatouche. Yo conocía, empero, el carácter y temperamento, en cierto modo hereditario, del señor de Champcey: bajo las exterioridades seductoras y caballerescas que lo distinguían, como á todos los de su familia, percibía claramente la irreflexión obstinada, la incurable ligereza, el furor de los placeres, y por último, el implacable egoísmo...

      —Caballero—le interrumpí bruscamente,—la memoria de mi padre es sagrada para mí, y creo que debe serlo á cuantos hablen de él en mi presencia.

      —Señor—replicó el anciano, con una emoción repentina y violenta,—respeto ese sentimiento, pero al hablar de su padre, me es muy difícil olvidar que hablo del hombre ¡que mató á su madre de usted, una joven heroica, una santa, un ángel!

      Me había levantado muy agitado. El señor Laubepin, que había dado algunos pasos por el gabinete, me tomó del brazo.

      —Perdón, joven—me dijo,—pero yo amaba á su madre de usted, la he llorado; perdóneme...

      —Después, volviéndose á colocar delante de la chimenea:—Voy á continuar—añadió con el tono solemne que le es habitual.—Tuve el honor y la pena de redactar el contrato matrimonial de su señora madre. A pesar de mi insistencia, nada se hablaba del régimen dotal, y costóme grandes esfuerzos introducir en el acta, una cláusula protectora que declaraba inalienable, sin el consentimiento legalmente expreso de su señora madre, un tercio de su haber inmueble. ¡Vana precaución!, señor marqués, y podríamos decir, precaución cruel de una amistad mal inspirada, porque esta cláusula fatal no hizo sino preparar insoportables tormentos á aquélla, cuya salvaguardia debía ser. Yo comprendo esas luchas, esas querellas, esas violencias, cuyo eco debió herir los oídos de usted más de una vez, y en las cuales se arrancaba, pedazo á pedazo, á su desdichada madre, ¡la última herencia y el pan de sus hijos!

      —¡Señor, por piedad!

      —Me someto, señor marqués... me limitaré á lo presente. Apenas honrado con la confianza de usted, mi primer deber era aconsejarle que no aceptase sino bajo beneficio de inventario, la embrollada sucesión que le había correspondido.

      —Esta medida, señor, me ha parecido que ultrajaba la memoria de mi padre, y debí negarme.

      El señor Laubepin me lanzó una de sus miradas inquisitoriales que le son familiares; y repuso.

      —Usted no ignora, señor, al parecer, que por no haber usado de aquella facultad legal, gravitan sobre usted los compromisos que afectan la sucesión, aun cuando excedan á su valor. Por lo tanto, tengo hoy el penoso deber de decirle que éste es precisamente el caso en que usted se encuentra. Como se puede ver, en este legajo consta perfectamente que después de vender su finca, bajo condiciones inesperadas, quedarán todavía usted y su hermana adeudando á los acreedores de su señor padre, la suma de cuarenta y cinco mil francos.

      Quedé verdaderamente aterrado con esta noticia, que excedía á mis más avanzados cálculos. Durante un minuto presté una atención embrutecida al ruido monótono del péndulo en que fijé mis ojos sin miradas.

      —Ahora—continuó el señor Laubepin, después de un corto silencio,—ha llegado el momento de decirle, señor marqués, que su señora madre, en previsión de las eventualidades que por desgracia se realizan hoy, me confió en depósito algunas alhajas cuyo valor se ha estimado en unos cincuenta mil francos. Para impedir que esta corta cantidad, su único recurso en adelante, pase á manos de los acreedores de la testamentaría, podemos usar, yo lo creo así, del subterfugio legal que voy á tener el honor de exponerle.

      —Es enteramente inútil, señor; me considero muy dichoso en poder, con el auxilio de esa cantidad que no esperaba, saldar íntegramente las deudas de mi padre, y le ruego le dé esa inversión.

      El señor Laubepin se inclinó ligeramente.

      —Sea—dijo,—pero me es imposible dejar de observar, señor marqués, que una vez hecho este pago con el depósito que está en mi poder, no les quedará por toda fortuna, á la señorita Elena y á usted, más que cuatro ó cinco mil libras, las cuales, al interés actual, les darán una renta de 225 francos. Sentado esto, séame permitido, señor marqués, preguntarle confidencial, amigable y respetuosamente, si ha arbitrado usted algún medio de asegurar su existencia y la de su hermana y pupila, y cuáles son sus proyectos.

      —Yo no tengo ninguno, señor, se lo confieso; todos los que había podido formar, son inconciliables con el estado á que me veo reducido. Si yo fuera solo en el mundo, me haría soldado; pero tengo á mi hermana; no puedo tolerar la idea de ver á la pobre niña sometida al trabajo y reducida á las privaciones. Ella vive dichosa en su convento; es bastante joven para permanecer allí algunos años, yo aceptaría de todo corazón cualquier ocupación que me permitiera, reduciéndome á la mayor estrechez, ganar cada año el precio de la pensión de mi hermana y reunirle un dote para el porvenir.

      El señor Laubepin me miró con fijeza.—Para alcanzar tan honorable objeto—contestóme—no debe usted pensar, señor marqués, en entrar, á su edad, en la trillada carrera de la administración pública, y de las funciones oficiales. Le convendría un empleo que le asegurase, desde luego, cinco ó seis mil francos anuales de renta. Debo decirle que en el estado de nuestra organización social no basta estirar la mano para alcanzar este desideratum pero afortunadamente tengo que comunicarle algunas proposiciones que le conciernen y cuya naturaleza puede modificar desde ahora, y sin gran esfuerzo, su situación.

      —El señor Laubepin fijó en mí sus ojos con una atención más penetrante que nunca y continuó.

      —En primer lugar, señor marqués, seré para usted el órgano de comunicación de un especulador hábil, rico é influyente; este personaje ha concebido la idea de una empresa de consideración, cuya naturaleza le explicaré en seguida y que fracasará si no le presta su concurso particular la clase aristocrática de este país. Él cree que si un nombre antiguo é ilustre como el de usted, figurase en la lista de los miembros fundadores de la empresa, llegaría á ganarse simpatías en las clases del público especial á quien el prospecto se dirige. En vista de esta ventaja, le ofrece á usted, desde luego, lo que se llama comúnmente una prima, es decir, diez acciones á título gratuito, cuyo valor estimado desde este momento en diez mil francos, es verosímil que se triplicará con el éxito de la operación. Además...

      —Basta, señor; semejantes ignominias no valen el trabajo que se toma al formularlas.

      Vi brillar repentinamente los ojos del anciano bajo sus espesas cejas como si una chispa se hubiera desprendido de ellos. Una débil sonrisa desplegó las rígidas arrugas de su rostro.

      —Si la proposición no le agrada señor Marqués—dijo tartajeando,—á mí tampoco me gusta; á pesar de todo, he creído de mi deber indicársela. He aquí otra que tal vez le agradará más, y que de cierto es más aceptable. Entre mis más antiguos clientes cuento, señor, á un honrado comerciante retirado, poco ha, de los negocios, que vive holgadamente en compañía de una hija única, á la que adora como es natural, y que goza de una aurea mediocritas que avalúo en veinticinco mil libras de renta. La casualidad quiso, ahora tres días, que la hija de mi cliente tuviese noticias de la situación de usted: yo he creído ver, y aun he podido asegurarme para decirlo todo, que la niña, que por otra parte es bonita y está adornada


Скачать книгу