La Novela de un Joven Pobre. Feuillet Octave

La Novela de un Joven Pobre - Feuillet Octave


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hija mía, es difícil imaginarse una desgracia más grande que la tuya. Pero si he de decirte mi modo de pensar, tú te la has atraído en cierto modo, porque en esta querella tu boca ha pronunciado la primer ofensa. Veamos, ¿está en el locutorio tu Lucía?

      —Sí, mírala allá en el rincón.—Y me mostró con un movimiento de cabeza una niña pequeña muy rubia, que tenía como ella los ojos colorados, las mejillas inflamadas, y que parecía hacer en aquellos momentos, á una anciana muy atenta, el relato del drama que la hermana Sainte Félix había afortunadamente interrumpido. Al hablar con un fuego digno del asunto, la señorita Campbell lanzaba de tiempo en tiempo una mirada furtiva sobre Elena y sobre mí.

      —Mi querida niña—dije á mi hermana—¿tienes confianza en mí?

      —Sí, Máximo, tengo mucha confianza en ti.

      —En ese caso, mira lo que vas á hacer; te acercas muy despacio, hasta colocarte detrás de la silla de Lucía; le tomas la cabeza traidoramente, le estampas un beso en las mejillas, así, con fuerza, y luego verás lo que ella hace á su turno.

      Elena titubeó algunos segundos, luego partió á largos pasos, y cayó como un rayo sobre la señorita Campbell, á quien, sin embargo, causó la más agradable sorpresa; las dos niñas infortunadas, reunidas en fin para siempre, confundieron sus lágrimas en un tierno grupo, en tanto que la vieja y respetable señora Campbell se sonaba, produciendo el ruido de una gaita.

      Elena volvió á donde yo estaba, radiante de alegría.

      —Y bien, querida, espero que ahora comerás tu pan.

      —No, Máximo; he estado demasiado conmovida como ves, y, además, es menester decirte que hoy ha entrado una nueva discípula, que nos ha regalado merengues y algunos otros dulces; de modo que no tengo hambre. Me siento al mismo tiempo muy embarazada, porque he olvidado volver el pan á la canasta, como debe hacerse, cuando no se tiene hambre, y tengo miedo de ser castigada; pero al pasar por el patio voy á tratar de arrojarlo por el respiradero del sótano, sin que nadie me vea.

      —Cómo, hermana mía—respondí, sonrojándome ligeramente—¿vas á perder ese gran pedazo de pan?

      —Sé que no es bien hecho, porque hay muchos pobres que se considerarían felices en poseerlo, ¿no es verdad, Máximo?

      —Los hay ciertamente, mi querida niña.

      —Pero ¿qué quieres que haga? Los pobres no entran aquí.

      —Veamos, Elena, confíame ese pan y se lo daré en tu nombre al primer pobre que encuentre ¿quieres?

      —¿Cómo no he de querer, pues?

      La hora de retirarse llegó; rompí el pan en dos pedazos que hice desaparecer vergonzosamente en los bolsillos de mi paletot.

      —Querido Máximo—continuó la niña,—hasta muy luego, ¿no es verdad? Tú me dirás si has encontrado algún pobre, si le has dado mi pan y si lo ha hallado bueno.

      —Sí, Elena, he hallado un pobre y le he dado tu pan, que ha llevado como una presa á su bohardilla solitaria, y lo ha hallado bueno; pero era un pobre sin valor, porque ha llorado mucho al devorar la limosna de tus pequeñas y queridas manos. Te contaré esto, Elena, porque es bueno que sepas que hay en la tierra sufrimientos más serios que tus sufrimientos de niña; todo te lo diré, excepto el nombre del pobre.

      Martes, 28 de abril.

      Esta mañana á las nueve, llamaba yo á la puerta del señor Laubepin, esperando vagamente que alguna casualidad hubiese acelerado su regreso, pero me dijeron que no le esperaban hasta la mañana siguiente; ocurrióme de pronto acudir á la señora Laubepin y participarle el apuro á que me reducía la ausencia de su marido. Mientras vacilaba entre el pudor y la necesidad, la vieja sirvienta, aterrada, al parecer, por la mirada hambrienta que fijé sobre ella, cortó la cuestión, cerrando bruscamente la puerta. Entonces, tomé mi partido, resolviéndome á ayunar hasta el día siguiente.—Al fin, dije para mí, un día de abstinencia no me ha de causar la muerte; si en esta circunstancia soy culpable de un exceso de orgullo, yo solo sufriré sus consecuencias, por consiguiente esto me atañe exclusivamente. Después me dirigí hacia la Sorbona, donde asistí sucesivamente á varios cursos; tratando de llenar á fuerza de goces espirituales, el vacío que sentía en lo material; mas llegó la hora en que este recurso me faltó y también empezó á parecerme insuficiente. Experimentaba, sobre todo, una fuerte irritación nerviosa, que esperaba calmar paseando.

      El día estaba frío y nublado.

      Cuando pasaba por el puente de los Santos Padres me detuve un instante casi sin querer, púseme de codos sobre el parapeto, y contemplé las turbias aguas del río precipitándose bajo los arcos. No sé qué malditos pensamientos asaltaron entonces mi debilitado y fatigado espíritu: me imaginé de repente con los colores más insoportables, el porvenir de lucha continua, de dependencia y humillación al que entraba lúgubremente por la puerta del hambre; sentí un disgusto profundo, absoluto, y como una imposibilidad de vivir. Al mismo tiempo una ola de cólera salvaje y brutal me subió al cerebro; sentí como un deslumbramiento y echándome sobre la balaustrada, vi toda la superficie del río cubierta de chispas.

      No diré, siguiendo el uso: Dios no lo quiso. No me gustan las fórmulas triviales. Me atrevo á decir: yo no lo quise, Dios nos ha hecho libres, y si yo hubiera podido dudar de esta verdad hasta entonces, aquel momento supremo en que el alma y el cuerpo, el valor y la cobardía, el bien y el mal se entregaban en mí tan patentemente á un combate mortal, aquel momento, repito, habría disipado para siempre mis dudas.

      Vuelto en mí, no experimenté, frente á frente de aquellas terribles ondas, sino la tentación muy inocente y bastante necia de apagar en ellas la sed que me devoraba: después reflexioné que encontraría en mi habitación un agua mucho más limpia: tomé rápidamente el camino de mi casa, forjándome una imagen deliciosa de los placeres que en ella me esperaban. En mi triste situación me admiraba, no podía darme cuenta de cómo no había pensado antes en este expediente vencedor.

      En el bulevar me encontré repentinamente con Gastón de Vaux á quien no había visto hacía dos años. Detúvose después de un movimiento de duda, me apretó cordialmente la mano, me dijo dos palabras sobre mis viajes y me dejó en seguida. Después, volviendo sobre sus pasos:

      —Amigo mío—me dijo,—es preciso que me permitas asociarte á una buena fortuna que he tenido en estos días. He puesto la mano sobre un tesoro; he recibido un cargamento de cigarros que me cuestan dos francos cada uno, pero no tienen precio. Toma uno; después me dirás qué tales son. Hasta la vista, querido.

      Subí penosamente mis seis pisos y tomé, temblando de emoción, mi bienhechora garrafa, cuyo contenido bebí poco á poco; después encendí el cigarro de mi amigo, y miréme al espejo dirigiéndome una sonrisa animadora.

      En seguida volví á salir, convencido de que el movimiento físico y las distracciones de la calle me eran saludables. Al abrir mi puerta me sorprendí desagradablemente al ver en el estrecho corredor á la mujer del conserje de la casa, que pareció demudarse por mi brusca aparición. Esta mujer había estado en otro tiempo al servicio de mi madre, quien le tomó cariño y le dió al casarla la posición lucrativa que hoy tiene. Había creído observar desde días antes, que me espiaba, y al sorprenderla esta vez casi en flagrante delito, le pregunté:

      —¿Qué quiere usted?

      —Nada, señor Máximo, estaba preparando el gas—respondió muy turbada.

      Me encogí de hombros y salí.

      El día declinaba. Pude pasearme en los lugares más frecuentados sin temer enojosos encuentros. Mi paseo duró dos ó tres horas, horas crueles. Hay algo de particularmente punzante al sentirse atacado, en medio de toda la brillantez y abundancia de la vida civilizada, por el azote de la vida salvaje: el hambre.

      Esto raya en locura; es un tigre que salta al cuello en pleno bulevar.

      Yo hacía nuevas reflexiones. ¿El hambre no es una


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