Edgar Allan Poe: Novelas Completas (MyBooks Classics): Berenice, El corazón delator, El escarabajo de oro, El gato negro, El pozo y el péndulo, El retrato oval... (MyBooks Classics). Эдгар Аллан По

Edgar Allan Poe: Novelas Completas (MyBooks Classics): Berenice, El corazón delator, El escarabajo de oro, El gato negro, El pozo y el péndulo, El retrato oval... (MyBooks Classics) - Эдгар Аллан По


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cordialidad, de obligado esfuerzo de hombre de mundo ennuyé [aburrido]. Sin embargo, una mirada a su rostro me convenció de su total sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de espanto. ¡Posiblemente ningún hombre había cambiado tan terriblemente en tan poco tiempo como Roderick Usher! A duras penas pude admitir la identidad del cadavérico ser que tenía ante mí con la del compañero de juventud. Sin embargo, el carácter de su cara había sido siempre extraordinario. La tez cadavérica, los ojos grandes, líquidos e in-comparablemente luminosos; los labios, algo finos y muy pálidos, pero de una curvatura insuperablemente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero con aletas amplias, más abiertas de lo que era normal; la barbilla, finamente modelada, reveladora, en su falta de prominencia, de una escasa energía moral; los cabellos más finos y ralos que una tela de araña; estos rasgos y el excesivo desarrollo de la zona frontal constituían una fisonomía muy difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter predominante de estas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que llegué a dudar de la persona con la que estaba hablando. Y la palidez espectral de la piel, el brillo milagroso de los ojos destacaron sobre todo lo demás, e incluso me aterraron. El fino cabello, además, había crecido descuidadamente y, como en su desordenada textura de telaraña flotaba en lugar de caer a los lados de la cara, me era imposible, incluso haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con una idea de simple humanidad.

      En el comportamiento de mi amigo me impresionó encontrar incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era motivado por una serie de débiles e inútiles esfuerzos por sobreponerse a una habitual ansiedad, a una excesiva agitación nerviosa.

      En realidad ya estaba preparado para algo de esa naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones que deduje de su peculiar conformación física y de su temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía totalmente en suspenso) a esa clase de concisión enérgica, a esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada, que se puede observar en el borracho perdido o en el incorregible fumador de opio en los períodos de mayor excitación.

      Así me habló del objeto de mi visita, de su sincero deseo de verme y del consuelo que esperaba recibir. Abordó con bastantes detalles la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, para el cual desesperaba de encontrar remedio; una simple afección nerviosa, añadió inmediatamente, que sin duda pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de éstas, cuando las detalló, me interesaron y me confundieron, aunque quizás influyeran los términos que empleó y el estilo general de su relato. Sufría él mucho de una agudeza morbosa de los sentidos; apenas soportaba los alimentos insípidos; sólo podía vestir ropa de cierta textura, los olores de todas las flores le resultaban opresivos; hasta la luz más débil torturaba sus ojos; y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror

      Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror.

      «Moriré dijo, tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de otra manera me perderé. Temo los acontecimientos del futuro, y no por sí mismos, sino por sus resultados. Tiemblo cuando pienso en un incidente, incluso el más trivial, que puede actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, a no ser por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en este lamentable estado, siento que más tarde o más temprano llegará el momento en que tenga que abandonar vida y razón a la vez, en alguna lucha con el siniestro fantasma: el miedo»

      Me di cuenta, además, por los intervalos y por las insinuaciones interrumpidas y equívocas, de otro extraño rasgo de su estado mental.

      Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la mansión que ocupaba y de donde, durante muchos años, no se había atrevido a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía describió en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma y material de su mansión familiar habían ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de soportarlas durante mucho tiempo, efecto que el aspecto físico de los muros y las torres grises y el oscuro lago en que éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral de su existencia.

      Admitía, no obstante, aunque con vacilación, que podía buscarse un origen más natural y mucho más palpable de la peculiar melancolía que le afectaba: la grave y prolongada enfermedad, el desenlace ciertamente cercano con la muerte de una hermana tiernamente amada, su única compañía durante muchos años, último y único pariente en la tierra. «Su muerte decía con una amargura que nunca podré olvidar hará de mí (de mí, el indefenso, el frágil) el último miembro de la vieja estirpe de los Usher.» Mientras hablaba, la señorita Madeline (así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado de la cámara, y, sin advertir mi presencia, desapareció. La miré con absoluto asombro, no desprovisto de miedo, y, sin embargo, me resulta imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras mis ojos seguían los pasos que se alejaban. Cuando al fin una puerta se cerró tras ella, mi mirada instintiva y ansiosamente buscó el semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos, y sólo pude percibir que una palidez aún mayor se extendía por los dedos enflaquecidos, entre los cuales caían apasionadas lágrimas.

      Hacía tiempo que la enfermedad de la señorita Madeline había desconcertado a sus médicos. Una constante apatía, un cansancio gradual de su persona y frecuentes, aunque transitorios, accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el habitual diagnóstico. Hasta entonces había resistido con firmeza la opresión de su mal y se había negado a guardar cama, pero a la caída de la tarde de mi llegada a la casa se rindió (como me contó su hermano esa noche con inexpresable agitación) al aplastante poder destructor; y supe que la rápida visión que había tenido de su persona probablemente sería la última, ya que nunca más volvería a ver a la dama, por lo menos en vida.

      Después, durante varios días, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y en ese tiempo estuve ocupado en vehementes intentos para aliviar la melancolía de mi amigo.

      Pintábamos y leíamos juntos, o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su conmovedora guitarra. Y así, mientras una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reservas en lo más recóndito de su alma, iba adquiriendo con amargura la inutilidad de todo intento por alegrar un espíritu, cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral en una incesante irradiación de melancolía.

      Siempre guardaré en la memoria las muchas horas solemnes que pasé a solas con el dueño de la Casa Usher. Sin embargo, no conseguiré comunicar una idea del carácter exacto de los estudios o las ocupaciones en las cuales me envolvía o cuyo camino me enseñaba. Una idealidad excitada, enfermiza arrojaba un resplandor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta rara perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutría su laboriosa fantasía, y cuya vaguedad crecía en cada pincelada, vaguedad que me producía un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (aún tengo sus imágenes nítidas ante mí) sería inútil que intentase presentar algo más que la pequeña porción comprendida entre los límites de simples palabras escritas. Por la absoluta sencillez, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si alguna vez un mortal pintó una idea, ése fue Roderick Usher. Para mí, al menos, en las circunstancias que entonces me rodeaban, surgía de las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba plasmar en el lienzo una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera contemplando las fantasías de Fuselli, muy brillantes, pero demasiado concretas.

      Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser esbozada, aunque de una forma muy indecisa, débil, con palabras.


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