Edgar Allan Poe: Novelas Completas (MyBooks Classics): Berenice, El corazón delator, El escarabajo de oro, El gato negro, El pozo y el péndulo, El retrato oval... (MyBooks Classics). Эдгар Аллан По

Edgar Allan Poe: Novelas Completas (MyBooks Classics): Berenice, El corazón delator, El escarabajo de oro, El gato negro, El pozo y el péndulo, El retrato oval... (MyBooks Classics) - Эдгар Аллан По


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como si no advirtiera mi presencia.

      Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras.

      ¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho… mucho… , mucho tiempo… , muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía…

      ¡Oh, ten lástima de mí, miserable, desventurado! ¡No me atrevía… , no me atrevía a hablar! ¡La hemos encerrado viva en la tumba!¿ No dije que mis sentidos son agudos? Ahora te digo que oí sus primeros débiles movimientos en el ataúd hueco. Los oí… hace muchos, muchos días… pero no me atrevía… ¡no me atrevía a hablar! Y ahora, esta noche, Ethelred, ¡ja, ja!

      ¡La puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón y el estruendo del escudo! ¡Di, más bien, el ruido de su ataúd al rajarse, el chirriar de los goznes de hierro de su cárcel y sus luchas en el pasillo de cobre de la cripta! ¡Oh! ¿Dónde me esconderé? ¿No estará pronto aquí? ¿No se apresura a reprocharme mis prisas? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón?

      ¡INSENSATO! y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie, y gritó estas palabras como si en ese esfuerzo entregara el alma:

      ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!

      Como si la energía sobrehumana de su voz tuviera el poder del hechizo, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, al otro lado de la puerta estaba la alta y amortajada figura de la señorita Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de un forcejeo en cada parte de su demacrado cuerpo. Por un instante se mostró temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia dentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.

      Huí horrorizado de aquella cámara, de aquella mansión. Fuera seguía la tormenta con toda su furia cuando me encontré cruzando la vieja calzada. De repente surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir tan increíble brillo, pues la enorme casa y sus sombras quedaban solas detrás de mí. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella grieta apenas perceptible, como he descrito, que se extendía en zigzag desde el tejado de la casa hasta su base. Mientras la contemplaba, la grieta se iba ensanchando, pasó un furioso soplo de torbellino, todo el disco de la luna estalló entonces ante mis ojos, y mi espíritu vaciló al ver que se desplomaban los pesados muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies se cerró, sombrío y silencioso, el profundo y corrompido lago sobre los restos de la Casa Usher.

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       EL BARRIL DE AMONTILLADO

       Edgar Allan Poe

      EL BARRIL DE AMONTILLADO

      Edgar Allan Poe

       Publicado: 1846

      Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

      Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.

      Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

      Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.

      -Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.

      -¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

      -Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.

      -¡Amontillado!

      -Tengo mis dudas.

      -¡Amontillado!

      -Y he de pagarlo.

      -¡Amontillado!

      -Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá…

      -Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

      -Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

      -Vamos, vamos allá.

      -¿Adónde?

      -A sus bodegas.

      -No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi…

      -No tengo ningún compromiso. Vamos.

      -No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

      -A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

      Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

      Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.

      El andar de mi amigo era vacilante,


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