La vida breve de Dardo Cabo. Vicente Palermo

La vida breve de Dardo Cabo - Vicente Palermo


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La clase no había llegado a empezar cuando el celador entró sin pedir permiso. Percibieron en el profe la mudanza de expresión cuando el celador musitó unas palabras a su oído. El profesor salió rápidamente y el celador quedó al cuidado. Los chicos se intrigaron; algunos encontraron el cambio divertido y la incertidumbre excitante. El más descarado le pidió al celador que les explicara el teorema de Pitágoras. Lito se puso a conversar con su compañero de banco, se prometieron un picado el sábado siguiente. María colgó el teléfono en un estado de angustia. La noticia se había propagado como reguero de pólvora, en la oficina todo el mundo se había agrupado en pequeños corrillos. No pudo evitar pensar en los contreras, en esa oficina no había pero en otras sí. El profesor regresó muy serio. Vamos a retomar la clase, pero hay conmoción interna, así dijo, nadie va a salir de la escuela hasta que se recupere la calma. Volvió al teorema de Pitágoras, en realidad no le importaba tanto el de Pitágoras como que los chicos entendieran qué diantres era un teorema. ¿Conmoción interna? Los chicos no habían escuchado antes la expresión, pero la conmoción interna ya había entrado en el aula. María comenzó a desesperarse más y más a medida que pasaban los minutos y se propalaban rumores torvos. Percibía sonrisas mal contenidas, comentarios inaudibles cuyo sentido podía adivinarse sin dificultad, rostros angustiados, silencios hechos de miedo. Escuchó que estaba yendo gente a la Plaza de Mayo, advirtió que era la hora de salida de Lito de la escuela. No pudo contenerse, el corazón le latía como nunca antes, sintió que la cabeza le iba a estallar. Sin saber del todo qué estaba haciendo salió a la calle. La tranquilidad se había recuperado, a juicio de las autoridades, porque los soltaron pocos minutos después del horario habitual. El momento de la salida era conmovedor para Dardo, todavía; era cuando recordaba intensamente que ya no era pupilo, y, en ocasiones, aquilataba lo que había ganado y perdido al dejar el internado. Nunca había podido llegar a una conclusión definitiva, hasta que comprendió que era mejor así: dudar, no poder llegar a una conclusión. El Once parecía tranquilo, el barrio de siempre. A bordo del colectivo su amigo le contó que ya estaba armando el fulbito. Falta mucho para el sábado, respondió Lito, y ambos se bajaron en La Pampa y Cazadores. Recorría siempre los cincuenta metros que mediaban entre la parada y su casa, arrollador, eufórico, famélico, el leoncito. La merienda lo estaba esperando, pero las pocas veces que no era así Dardo protestaba, reclamón. Invariablemente la madre respondía airada, en un diálogo bien cubierto por el amor: ¡Ay Lito! No das tregua. A Dardo le gustaba la breve tabarra, inalterable. Pero esta vez encontró que dos vecinos, de expresión lúgubre, le cerraban literalmente el paso. En la puerta de su casa, y con gestos y ademanes que pretendían ser de una compasión infinita, no lo dejaban entrar, al grandulón.

       * * *

      Dardo se animó.

      –Se los presento –dijo–, él es Ignacio, conoce los Campos Elíseos mejor que nadie. Me enseñó la biblioteca, a él le debo no haberme muerto de tedio en este paraíso. Y ellos son Antonio y la Negra, vinieron a visitarme, son un poco gorilas pero buena gente, no vaya a creer.

      –¿Gorilas? ¡Ah, sí! Ahora recuerdo, los gorilas son los malos, ¿no? Pero, ellos parecen buenos…

      –Ignacio, las cosas son un poco más complicadas, la explicación que le di fue una primera aproximación. Sientesé, justamente estábamos discutiendo, porque ellos a eso vinieron –continuó Dardo jaraneando mientras Ignacio se sentaba, luego de descubrirse.

      Dejó pasar unos segundos, esperando una mayor concentración del grupo.

      –Les dije que había otra forma, aparte de la ortodoxa, de concebir la relación líder-masas. ¿Me sigue, Ignacio? Claro, me sigue. Pero antes de ir a eso, examinemos una caricatura; una caricatura del papel de Perón. Tiene una gran debilidad: se formó sobre todo durante su exilio. Me viene a la cabeza ese general ruso, ¿cómo se llamaba? Kutuzov, creo, personaje de La guerra y la paz, usté Ignacio la leyó seguro.

      –Sí –respondió Ignacio modestamente–, creo que se refiere al mariscal Kutuzov.

      –El mariscal de un ejército de conducción imposible, cada regimiento combatía por su cuenta, Kutuzov no podía darle una orientación definida. Kutuzov era plenamente consciente de este límite insalvable; en un pasaje excepcional Tolstoi se mete en la mente del mariscal, que descubre la verdá de la milanesa: no valía la pena desvelarse por controlar esa bestia multiforme. Pero Kutuzov sí podía, gracias a su genio, y ahora ya vuelvo a hablar del Viejo, gracias a su genio y a su posición estratégica, entrever la orientación general resultante de todos esos movimientos incontrolables y hacerla suya, y sacar partido de esta capacidad para algunos fines que podía hacer avalar por todos, más o menos. No cualquier fin. Y no por todos. En verdad, Perón logró establecer para el conjunto uno solo…

      –Su regreso –la Negra fue a lo seguro–. Pero ese regreso, ¿no sintetizaba la voluntad popular?

      –La concepción monárquica diría que no, y tiene sus razones. El regreso como voluntad política, dice, se formó en Perón y se propagó de arriba hacia abajo, se esparció a lo largo y a lo ancho del movimiento. ¿A quién se le ocurre que Mahoma decidió regresar del desierto porque sus fieles así lo esperaban? Habrase visto. Los fieles se enteraron de que eran fieles y estaban esperando a Mahoma recién cuando regresó Mahoma. ¿Cómo lo ve, Ignacio?

      –Lo veo muy sensato –dijo Ignacio.

      –Pero la filosofía política plebeya –retomó Dardo– diría otra cosa, que esa voluntad se gestó en la esquina de Corrientes y Esmeralda, a la que ya le habían dado lustre las patotas bravas allá por el año novecientos dos, según rezan versos inmortales. Esa voluntad se gestó allí, en el Comando Centro de lo que pronto se bautizaría Resistencia Peronista, y al mismo tiempo en un montón de microorganizaciones carentes de formalidad, que concluyeron rápidamente en que esa consigna era la mejor de todas las posibles. Caía por su propio peso, pero porque ellos mismos, todos a una Fuenteovejuna, así lo querían. Constituyeron la voluntad política por sí mismos. Ya que mencionamos a Castelli –lo había mencionado solamente él–, Negra, vos recordás el Cabildo Abierto del 22 de mayo, el argumento de Castelli fue que a falta de una autoridad legítima, la soberanía regresaba al pueblo y este debía gobernarse por sí mismo. Como los godos, los gorilas desde 1955 hicieron su aporte; porque, ¿qué habría sucedido si se hubiera impuesto la línea de la traición, la línea de “ni vencedores ni vencidos” de Lonardi? Los sindicatos más fuertes, los aparatos clientelares, conservadores, las oligarquías peronistas provinciales dominantes, que Mora y Araujo calificó inciertamente de voto populista, se habrían contado entre los primeros en aceptar el nuevo estado de cosas. El país habría sido un quilombo igual, pero el Viejo no habría recuperado jamás su papel de alfa y omega de la política argentina, y el peronismo habría extraviado su ilusión de nuevo vuelo de soberanía y justicia social. Negra, tendrías que haber conocido los últimos años de nuestro gobierno. Sí, desde que murió Evita la decadencia, el adocenamiento se aceleraron. Yo era chiquito, pero fui testigo de lo que sucedía. Había como un bajar los brazos, una cierta resignación, el general dando bandazos tremendos a babor y estribor; aunque los peronistas de fierro no lo pudiéramos admitir, estaba perdiendo el control, y los burócratas y los obsecuentes se hacían su agosto. Es evidente que Evita habría preferido seguir una orientación distinta…

      –Represiva –desafió Antonio.

      –Guerrera. Sustentada en la capacidad popular de defender al gobierno, que era infinita.

      –¿Infinita? La relación de fuerzas habría sido todavía más asimétrica que la de España en el 36. Y, disculpá Dardo, pero Perón no tenía uñas para guitarrero. No tenía y no quería dejárselas crecer, vamos, lo que fue muy sensato.

      –Pero nos desviamos –resolvió Dardo–. Saben que el punto no es ese. Perón compartía su hogar con la principal desmentida viviente de que la voluntad popular la definiera él solo. La evidencia patente de que su liderazgo no funcionaba conforme a la cartilla ortodoxa. Claro que Evita no enfrentaba a Perón, ni competía con él, ni era de izquierda ni la encarnación de un peronismo revolucionario, todas esas sandeces. Se trataba sí de un modo de ser en el mundo radicalmente distinto al de Perón. Sigamos con las milicias como


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