La nuera del embajador. Sandra Bocci

La nuera del embajador - Sandra Bocci


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los restauré a mi gusto. Este espacio es realmente mío. Muy distinto a la casa museo donde vivo, donde todos los muebles, o casi todos, son veneración del pasado de mi familia política. No me molesta particularmente, pero no me pertenece del todo.

      Mi escritorio es de vidrio y metal, sólido y transparente como me siento. Recorro los pocos espacios como agradeciendo cada metro cuadrado de esta satisfacción tardía y preparo mi café con un poco de leche para sentarme un momento, del lado del paciente, a contar las hojas del árbol de enfrente y redescubrir entre sus huecos las sombras de alumnos que jugaron una vez en ese ruidoso patio que protege. A veces me dejo llevar e invento historias para esos fantasmas. Historias felices que quise vivir, historias de angustias que necesito expiar.

      Estoy entera. Respiro mi vida y ahí sí, sale mi furiosa carcajada: ¡¿cómo es que estoy viva?! Esa risa visceral me define, es mi sello, mi madre amaba mi risa... Y tras la carcajada me llueve el alma y la dejo llover. No intento secar ese dolor tan mío, lo protejo, lo arrullo... me convierto en madre de mi dolor, como lo soy de los momentos de felicidad que he diseñado.

      Soy psicóloga. Eso ayuda. Me recibí siendo ya grande. Aunque siempre supe lo que quería, mis accesos nunca fueron directos. Papá no quería que estudie esa carrera, tal vez porque temía que lo diagnostique o que desarrolle herramientas que me liberen de él. Papá quería que estudie un secretariado y lo asista, cosa que tampoco hice pues, siempre fui algo rebelde.

      Este estar entera de hoy me impulsa a una recapitulación, a un contarme para sanar, a un decir para soltar, a un llorar para perdonar -aunque sé que algunas cosas no perdonaré y no me lo reprocho-, a un parar para seguir, a un narrar para conocerme. Necesito saldar las cuentas viejas. Necesito contarme a mi misma esta vida para reconstruirme, para unir los pedazos que he ido dejando cual migas de Hansel para volver, cuando sea el momento, a casa.

      Me propuse esta mañana de otoño repasar mi vida de un tirón, me perdonaré ser algo selectiva con mis recuerdos, pero tengo solo unas cuantas horas antes de que mi primer paciente toque la puerta y no quiero dejar inconcluso mi autorelato.

      Antes de ir al inicio, declaro tener tres amorosos hijos, diferentes entre sí y cada uno muy especial, mis dos nietas, un buen compañero, una profesión que me enorgullece y una capacidad de seguir digna de mi propia admiración, y no me sonrojo al decirlo. Mi historia me llevó a un hoy del que no reniego. ¿Soy todo lo feliz que pudiera? Por ahora evito preguntarlo... pero, ¿acaso alguien lo es?

      Estoy casada con mi segundo marido hace casi veinticinco años, él es un hombre bueno. Los trece años que me lleva, que eran tan atractivos cuando yo era muy joven, hoy me angustian, pues me acercan a la posibilidad de una nueva pérdida. Aunque cuando lo pienso con calma, la vida es frágil e incierta para todos. Más allá de que estamos viviendo etapas diferentes de la vida, es mi compañero leal. Yo me siento en una época de generación, de producción y de actividad y él se ha retirado ya de sus prácticas profesionales y elije la calma. Su carácter es poco expresivo y muy estructurado, su profesión de ingeniero lo define. A su lado me siento segura.

      Yo me mantengo activa, bailo, me capacito, estudio para atender a mis pacientes, participo en lo político... soy un alma inquieta y, seguramente, eso me ha salvado en el pasado y lo hace hoy nuevamente.

      Estar entera no significa estar plena, he tenido varias depresiones -seguramente por lealtad con mi madre que también las tuvo y por las cuales estuvo medicada-. La depresión es lazo familiar, cadena. Mi bisabuelo se había suicidado, un secreto familiar bien guardado del que luego hablaré. De él heredé, no la idea de la muerte, sino una tozudez y una dignidad loables, que me mantienen atada a la vida, a pesar de los pesares...

      Y sí, también fui nuera de un embajador.

      El inicio

      “Mi nacimiento fue mi primera desgracia”.

      Jean-Jacques Rousseau

      No lo creo del todo, pero me resuena el mismo dolor. Mamá nunca fue una mujer con mucha salud, mi embarazo lo padeció y el parto fue peor.

      Nací ochomesina en la Capital, en una clínica privada de Barrio Norte. Yo no estaba bien colocada y en lugar de hacer una cesárea, me dieron vuelta dentro de ella. La desgarraron. El trauma de nacer fue más trauma pues del otro lado no me esperaba la sonrisa edulcorada de una madre que al ver a su bebé se olvida del sufrimiento, sino una tibia mueca por un dolor que no podía disimular, aunque estoy segura de que quería hacerlo. Esa escena me la pinté yo con lo que fui escuchando. Mamá era buena e intentaba ser alegre, solo que a veces sufría profundamente y esa pena traspasaba su mirada, por más que ella intentara muecas de sonrisa. Porque mamá intentaba. Ella lo hacía.

      Claro que no recuerdo el momento de mi nacimiento, claro que me lo contaron, claro que yo no había diseñado la manera de llegar al mundo. Nadie en la familia tuvo el instinto de decorar el recuerdo, simplemente me lo contaron.

      -¡Pobre tu madre! Lo que sufrió esa mujer cuando naciste...

      -Ay, si... pobre. ¡Tan frágil y aguantó tanto dolor!

      -La desgarraron... literalmente la rompieron por dentro.

      -Si uno hubiera sabido que la iba a pasar tan mal... ¡qué desgracia!

      -Porque el embarazo también fue un desastre. ¡Cómo no va a estar enferma!

      Hay frases que son dagas y en eso, mi familia era experta.

      Nací chiquita pero no frágil, nací con 1,800 kilogramos que pelearían por sobrevivir.

      Llegué al seno de un mal matrimonio, si no hubiera sido por el anuncio de mi llegada, mis padres se hubieran separado o al menos eso me instalaron en la conciencia, una segunda gran culpa en un solo acto involuntario. Lo cierto es que nunca sabremos el resultado real de los “y si...”.

      Tal vez esta situación fue el germen del encono y reproche que había en la relación de mi padre conmigo. Aparentemente fui el ancla a una realidad que no deseaba. Pero así como no elegí mi tortuosa llegada, tampoco pedí nacer, como nadie lo hace. Esta terrible verdad no la imaginé, si bien podía haberla deducido sola con los años, fue una tía la que pensó que era bueno decírmelo sin atenuantes. Mi tía era una de esas personas que dicen “no soy mala, soy honesta” y van por ahí destruyendo con sus “verdades” por el solo hecho de disimular su falta de vida, su imposibilidad de ser feliz. Hay quienes por no sentirse tan únicos en su desdicha, van plantando penas en los otros.

      Fue en una siesta, las siestas en algunas familias tienen algo siniestro. Mis padres se habían retirado a descansar, yo estaba colaborando con la recogida de la mesa. Y ahí fue que me llamó con un gesto casi amable y muy grandilocuente.

      -Mi querida... viste que tu tía nunca miente, que siempre prefiere la verdad por dura que sea.

      -Si tía, ya lo sé... ¿qué pasa ahora?

      -No, no es nada nuevo, solo que no quiero llevarme este peso a la tumba.

      -¿Otro secreto familiar?

      -Bueno... secreto, secreto no, pero seguro necesitás entender porqué tu papá no te mira como a tu hermana.

      -No, realmente no necesito saberlo, no quiero hablar de eso...

      -¡Querida! La verdad libera...

      -Te liberará a vos, que te morís por hablar...

      -¡Qué injusta! Yo solo quiero que dejes de culpar a tu padre, cuando fue tu madre la que lo “enganchó” con tu llegada. Si no fuera por vos, él hubiera vivido su vida más feliz.

      -Solo te sacaste las ganas de ser indiscreta, a mi no me cambiaste la vida...

      -¡Impertinente! Tu padre tiene razón...

      -¡Y mi mamá también!

      Le solté solo para enloquecerla de intriga y me fui rápido, con la cara alta, como ofendida, pero estaba rota y me tiré en mi cama a llorar muy en silencio. Desarrollé una habilidad de llorar muy bajito, sigilosamente.


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