La isla misteriosa. Julio Verne

La isla misteriosa - Julio Verne


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globo bajaba cada vez más, al mismo tiempo que se movía con extrema celeridad, siguiendo la dirección del viento, es decir, de nordeste a sudoeste.

      Situación terrible la de aquellos infortunados. Evidentemente no eran dueños del aerostato. Sus tentativas no tuvieron resultado. La cubierta del globo se deshinchaba, el fluido se escapaba sin que fuera posible retenerlo. El descenso se aceleraba visiblemente y, a la una de la tarde, la barquilla no estaba suspendida a más de seiscientos pies sobre el océano.

      Era, en efecto, imposible impedir la huida del gas, que se escapaba libremente por una rasgadura del aparato.

      Aligerando la barquilla de todos los objetos que contenía, los pasajeros pudieron prolongar, durante algunas horas, su suspensión en el aire. Pero la inevitable catástrofe no podía tardar y, si no aparecía alguna tierra antes de la noche, los pasajeros, barquilla y globo habrían desaparecido definitivamente en las olas.

      La sola maniobra que quedaba por hacer fue hecha en aquel momento. Los pasajeros del aerostato eran, sin duda, gente enérgica y sabían mirar la muerte cara a cara. No se oyó ni un solo murmullo escaparse de sus labios. Estaban decididos a luchar hasta el último segundo, y hacían todo lo que podían para retrasar su caída. La barquilla era una especie de caja de mimbre, impropia para flotar, y no había posibilidad de mantenerse en la superficie del mar, si caía.

      A las dos el aerostato estaba apenas a cuatrocientos pies sobre las olas.

      En aquel momento una voz varonil —la voz de un hombre cuyo corazón era inaccesible al temor—se oyó. A esta voz respondieron voces no menos enérgicas.

      —¿Se ha arrojado todo?

      —¡No! ¡Aún quedan dos mil francos en oro! Un saquito pesado cayó entonces al mar.

      —¿Se eleva el globo?

      —¡Un poco, pero no tardará en volver a caer!

      —¿Qué lastre nos queda?

      —¡Ninguno!

      —¡Sí!... ¡La barquilla!

      —¡Acomodémonos en la red y, al mar, la barquilla!

      Era, en efecto, el único y último medio de aligerar el aerostato. Las cuerdas que sostenían la barquilla al círculo fueron cortadas, y el aerostato, después de la caída de aquella, remontó dos mil pies.

      Los cinco pasajeros que se habían metido en la red, encima del círculo, y se sostenían en los hilos de las mallas miraban el abismo.

      Es conocida la sensibilidad estática de los aerostatos. Bastaba arrojar el objeto más ligero para provocar un movimiento en sentido vertical. El aparato, flotando en el aire, obra como una balanza de exactitud matemática. Se comprende que, aligerado de un peso relativamente considerable, su movimiento sea importante y brusco. Fue lo que pasó en aquella ocasión. Pero, después de estar un instante equilibrado en las zonas superiores, el aerostato volvió a descender. El gas se escapaba por una rasgadura imposible de reparar.

      Los pasajeros habían hecho todo lo posible. Ningún medio humano podía salvarles. Sólo tenían que contar con la ayuda de Dios.

      A las cuatro el globo estaba a quinientos pies sobre la superficie de las aguas.

      Se oyó un ladrido. Un perro, que acompañaba a los pasajeros, estaba asido, cerca de su dueño, a las mallas de la red.

      —¡Top ha visto alguna cosa! —exclamó uno de los pasajeros. Poco rato después se oyó una voz fuerte que decía:

      —¡Tierra! ¡Tierra!

      El globo, arrastrado sin cesar por el viento hacia el sudoeste, después del alba había franqueado una distancia considerable, unos centenares de millas, y una tierra elevada acababa, en efecto, de aparecer en aquella dirección.

      Pero aquella tierra se encontraba aún a treinta millas a sotavento. Faltaba más de una hora para llegar a ella, con la condición de no desviarse. ¡Una hora! ¿No se habría escapado ya el fluido que les quedaba?

      ¡Este era el problema! Los pasajeros veían distintamente aquel punto sólido, que era menester alcanzar a toda costa. Ignoraban lo que era, isla o continente, porque apenas sabían hacia qué parte del mundo el huracán los había arrastrado. ¡Pero aquella tierra, estuviese o no habitada, fuera o no hospitalaria, era su único refugio!

      Cerca de las cuatro el globo no podía sostenerse. Rozaba la superficie del mar. Las crestas de las enormes olas habían lamido muchas veces la parte inferior de la red, haciéndola aún más pesada, y el aerostato no se levantaba sino a medias, como un pájaro que tiene plomo en las alas.

      Media hora más tarde la tierra no estaba más que a una milla de distancia, pero el globo ajado, flojo, deshinchado, enrollado en gruesos pliegues, sólo conservaba gas en su parte superior.

      Los pasajeros, asidos a la red, pesaban ya demasiado para él, y pronto, medio sumergidos en el mar, fueron golpeados por las furiosas olas. La cubierta del aerostato se infló entonces, y el viento lo empujó, como un buque con viento de popa. ¡Parecía que iban a llegar a la costa!

      Pero, cuando no estaban más que a dos cables de distancia, resonaron gritos terribles, salidos de cuatro pechos a la vez. El globo, que, al parecer, no podía ya levantarse, acababa de dar un salto inesperado, a impulsos de un formidable golpe de mar. Como si hubiera sido aligerado súbitamente de una nueva parte de su peso, remontó a una altura de mil quinientos pies, y allí encontró una especie de remolino de viento que, en lugar de llevarlo directamente a la costa, le hizo seguir una dirección casi paralela a ella. En fin, dos minutos más tarde se acercaron oblicuamente y cayó sobre la arena de la orilla, fuera del alcance de las olas.

      Los pasajeros se ayudaron los unos a los otros, logrando desprenderse de las mallas de la red. El globo, libre de aquel peso, fue recogido par el viento y, como un pájaro herido que encuentra un instante de vida, desapareció en el espacio.

      La barquilla contenía cinco pasajeros, más un perro, y el globo sólo había arrojado cuatro sobre la orilla.

      El pasajero que faltaba había sido evidentemente arrebatado por el golpe de mar, que, dando de lleno en la red, había permitido al aparato, aligerado de peso, llegar a tierra.

      Apenas los cuatro náufragos —se les puede dar ese nombre—habían tomado tierra, todos, pensando en el ausente, exclamaron: —¡Quizá podrá ganar la orilla a nado!

      ¡Salvémoslo! ¡Salvémoslo!

      Cinco prisioneros en busca de libertad

      No eran ni aeronautas de profesión ni amantes de expediciones aéreas los que el huracán acababa de arrojar en aquella costa: eran prisioneros de guerra, a los que su audacia había impulsado a fugarse en circunstancias extraordinarias. ¡Cien veces estuvieron a punto de perecer! ¡Cien veces su globo desgarrado hubiera debido precipitarlos en el abismo! Pero el cielo les reservaba un extraño destino, y el 20 de marzo, después de haberse fugado de Richmond, sitiada por las tropas del general Ulises Grant, se encontraron a siete millas de aquella ciudad de Virginia, principal plaza fuerte de los separatistas durante la terrible guerra civil de Secesión. Su navegación aérea había durado cinco días.

      He aquí en qué circunstancias se realizó la evasión de los prisioneros, evasión que debía terminar como ya conocemos.

      En el mes de febrero de 1858, en un golpe de mano intentado, aunque inútilmente, por el general Grant para apoderarse de Richmond, muchos de sus oficiales cayeron en poder del enemigo en la ciudad. Uno de los más distinguidos prisioneros pertenecía al Estado Mayor Federal y se llamaba Ciro Smith.

      Ciro Smith, natural de Massachusetts, era ingeniero, un sabio de primer orden, al que el gobierno de la Unión había confiado durante la guerra la dirección de los ferrocarriles por el papel estratégico de los mismos. Americano del norte, seco, huesudo, esbelto, de unos cuarenta y cinco años, pelo corto y canoso, barba afeitada,


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