La isla misteriosa. Julio Verne

La isla misteriosa - Julio Verne


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del Centauro, que se supone es la estrella más cercana del globo terrestre. Después, a medida que se ensanchaba el cráter, aparecían Fomalhaut de Piscis, el Triángulo austral y, por último, cerca del polo antártico del mundo, la resplandeciente Cruz del Sur, que reemplazaba a la Polar del hemisferio boreal.

      Eran cerca de las ocho, cuando Smith y Harbert pusieron el pie en la cresta superior del monte, en la cima del cono.

      La oscuridad era completa entonces y no permitía extender la vista en un radio mayor de dos millas. ¿Rodeaba el mar aquella sierra desconocida o se unía esta al oeste con algún continente del Pacífico? No lo podían saber aún. Hacia el oeste, una nebulosa netamente marcada en el horizonte aumentaba las tinieblas, y la vista no podía descubrir si el cielo y el agua se confundían en una inmensa línea circular.

      Pero en un punto de aquel horizonte brilló de improviso un vago resplandor, que descendió lentamente a medida que la nube subía hacia el cenit.

      Era el cuarto creciente de la luna, próximo a desaparecer; pero su luz fue suficiente para marcar indistintamente la línea horizontal, entonces separada de la nube, y el ingeniero pudo ver la imagen temblorosa del astro reflejarse un instante en una superficie líquida.

      Ciro Smith tomó la mano del joven y le dijo en tono muy grave: —¡Una isla!

      En aquel momento la luna creciente se extinguía en las olas.

      Exploración de la isla

      Media hora después, Ciro Smith y Harbert estaban de vuelta en el campamento. El ingeniero se limitó a decir a sus compañeros que la tierra donde el azar los había arrojado era una isla y que al día siguiente la explorarían. Después cada cual se arregló como pudo y, en aquel trozo de basalto, a una altura de dos mil quinientos pies sobre el nivel del mar y en una noche apacible, los “insulares” disfrutaron de un descanso profundo.

      A la mañana siguiente, después de un frugal desayuno, compuesto de tragopán asado, el ingeniero subió a la cima del volcán para observar con atención la isla en que podrían estar prisioneros toda su vida, si se hallaba situada a mucha distancia de la tierra y no se encontraba en la ruta de los barcos que visitaban los archipiélagos del océano Pacífico. Sus compañeros lo siguieron en su nueva exploración. También querían ver la isla que había de subvenir en lo sucesivo a todas sus necesidades.

      Serían aproximadamente las siete de la mañana, cuando Ciro Smith, Harbert, Pencroff, Gedeón Spilett y Nab abandonaron el campamento. Indudablemente tenían confianza en sí mismos, pero el punto de apoyo de esta confianza no era el mismo en Ciro que en sus compañeros. El ingeniero tenía confianza, porque se sentía capaz de arrancar a aquella naturaleza salvaje todo lo necesario para su vida y la de sus compañeros, y estos no temían nada precisamente porque Ciro estaba con ellos. Esta diferencia se comprenderá fácilmente. Pencroff, sobre todo, desde el incidente del fuego no había desesperado un instante, aun cuando se encontraba sobre una roca desnuda, si el ingeniero estaba con él en aquella roca.

      —¡Bah! —decía—. Hemos salido de Richmond sin permiso de las autoridades, y un día u otro saldremos de un lugar donde nadie nos detiene.

      Ciro Smith siguió el mismo camino que la víspera. Dieron la vuelta al cono por la meseta en que se apoyaba hasta la boca de la enorme grieta. El tiempo era magnífico. El sol brillaba en un cielo purísimo y cubría con sus rayos todo el flanco oriental de la montaña.

      Llegaron al cráter. Era tal como el ingeniero lo había entrevisto en la oscuridad, es decir, un embudo que iba ensanchándose hasta una altura de mil pies sobre la meseta. Al pie de la grieta, anchas y espesas capas de lava serpenteaban por las laderas del monte y marcaban el camino con materias eruptivas hasta los valles inferiores, que formaban la parte septentrional de la isla.

      El interior del cráter, cuya inclinación no pasaba de treinta y cinco a cuarenta grados, no presentaba dificultades ni obstáculos para la ascensión. Se encontraban en él señales de lavas muy antiguas, que probablemente se derramaban por la cima del cono antes que aquella grieta lateral les hubiese abierto una nueva vía.

      En cuanto a la chimenea volcánica, que establecía la comunicación entre las capas subterráneas y el cráter, la vista no podía calcular su profundidad, porque se perdía en las tinieblas; pero no había duda sobre la extinción completa del volcán.

      Antes de las ocho, Ciro Smith y sus compañeros se hallaban reunidos en la cima del cono, sobre una eminencia cónica que tenía en su borde septentrional.

      —¡El mar! ¡El mar por todas partes! —exclamaron, como si sus labios no hubieran podido contener aquellas frases que los convertían en insulares.

      El mar, en efecto, la inmensa sabana de agua circular les rodeaba. Tal vez subiendo a la cima del cono, Smith tenía la esperanza de descubrir alguna costa, alguna isla cercana, que la víspera no pudo ver por la oscuridad; pero nada apareció en los límites del horizonte, es decir, en un radio de cincuenta millas. ¡Ninguna tierra, ninguna vela! Aquella inmensidad estaba desierta y la isla ocupaba el centro de una circunferencia que parecía infinita.

      El ingeniero y sus compañeros, mudos e inmóviles, recorrieron con la mirada en algunos minutos todos los puntos del océano; registraron aquel océano hasta sus más extremos límites, pero Pencroff, que poseía un poderoso poder visual, no vio nada y ciertamente, si hubiese aparecido alguna tierra, aunque sólo hubiera sido bajo forma de un tenue vapor, el marino la hubiera visto, porque eran dos verdaderos telescopios lo que la naturaleza había puesto bajo el arco de sus cejas.

      Del océano dirigieron sus miradas sobre la isla, cuya totalidad dominaban, y la primera pregunta salió de labios de Gedeón:

      —¿Qué extensión puede tener esta isla?

      Realmente no parecía mucha en medio de aquel inmenso océano.

      Ciro reflexionó un instante, observó atentamente el perímetro de la isla, teniendo en cuenta la altura a que se hallaba situada, y dijo luego:

      —Amigos, creo no equivocarme dando al litoral de la isla un perímetro de más de cien millas.

      —¿Y de superficie?

      —Es muy difícil calcularla —replicó el ingeniero—, porque está caprichosamente ondulada.

      Ciro no se había engañado en su cálculo, pues la isla tenía aproximadamente la misma extensión que la de Malta o la de Zarte en el Mediterráneo; pero a la vez mucho más irregular y menos rica en cabos, promontorios, puntas, bahías, ensenadas o abras. Su forma, verdaderamente extraña, sorprendía y, cuando Gedeón Spilett, por indicación del ingeniero, dibujó los contornos, se encontró con que tenía la forma de un animal fantástico, una especie de pterópodo monstruoso que se hubiera dormido sobre la superficie del Pacífico.

      Véase, en efecto, la configuración exacta de aquella isla, que importa dar a conocer, y cuya carta levantó el corresponsal con bastante precisión.

      La parte este del litoral, es decir, aquella en donde los náufragos habían tomado tierra, se abría formando una vasta bahía terminada al sudeste por un cabo agudo, que Pencroff no había podido ver en su primera exploración. Al nordeste, otros dos cabos formaban la bahía, y entre ellos se abría un estrecho golfo que parecía la mandíbula abierta de algún formidable escualo.

      Del nordeste al noroeste, la costa se redondeaba como el cráneo achatado de una fiera, para levantarse luego formando una especie de gibosidad que daba una figura muy precisa a aquella parte de la isla, cuyo centro estaba ocupado por la montaña volcánica.

      Desde aquel punto el litoral se extendía regularmente al norte y al sur, abierto a los dos tercios de su perímetro por una estrecha ensenada, a partir de la cual terminaba en una larga cola, que parecía el apéndice caudal de un gigantesco cocodrilo.

      Aquella cola formaba una verdadera península, que se alargaba por más de treinta millas dentro del mar, a


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