La isla misteriosa. Julio Verne

La isla misteriosa - Julio Verne


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dos pieles de foca, que decidió utilizar en aquel estado, sin curtirlas.

      Los colonos tuvieron que esperar la baja marea, y después atravesaron el canal de regreso a las Chimeneas.

      Costó trabajo sujetar aquellas pieles a marcos de madera destinados a mantenerlas tendidas y coserlas después por medio de fibras, para que pudiesen tomar aire sin dejarlo escapar. Hubo que realizar la operación muchas veces. Ciro Smith no tenía a su disposición más que las dos hojas de acero, procedentes del collar de Top, y sin embargo fue tan diestro y sus compañeros le ayudaron con tanta inteligencia, que tres días después los útiles de la pequeña colonia se habían aumentado con un gran fuelle, destinado a inyectar el aire en el mineral, cuando fuese tratado por el calor, condición indispensable para el buen éxito de la operación.

      El 20 de abril por la mañana comenzó el período metalúrgico, como le llamaba el corresponsal en sus notas. El ingeniero, como hemos dicho, estaba decidido a operar en el yacimiento mismo del carbón y del mineral. Ahora bien, según sus observaciones, estos dos yacimientos estaban situados al pie de los contrafuertes del nordeste del monte Franklin, es decir, a una distancia de seis millas; por consiguiente no había que pensar en volver todos los días a las Chimeneas, y se convino en que la colonia acamparía bajo una choza de ramas de árbol a fin de seguir noche y día la importante operación.

      Aprobado el proyecto, se pusieron en marcha al rayar el día. Nab y Pencroff llevaban en unas parihuelas el fuelle y cierta cantidad de provisiones vegetales y animales, que además podían renovarse por el camino.

      Entraron por los bosques del Jacamar, atravesándolos oblicuamente del sudeste al noroeste y en su parte más espesa. Hubo que abrir una senda, que debía formar en adelante la arteria más interesante entre la meseta de la Gran Vista y el monte Franklin. Los árboles, pertenecientes a las especies ya conocidas, eran magníficos. Harbert señaló otros nuevos, entre ellos varios dragos que Pencroff calificó de puerros presuntuosos, porque, a pesar de su altura, eran de la misma familia de las liliáceas, a la que pertenecen la cebolla, la cebolleta y el chalote o el espárrago. Como estos dragos podían dar raíces lechosas, que, cocidas, son excelentes y, sometidas a cierta fermentación, producen un licor muy agradable, hicieron bastante provisión de ellos.

      El camino a través del bosque fue largo y duró el día entero, pero permitió a los exploradores observar la fauna y la flora. Top, encargado especialmente de la fauna, corría entre las hierbas y la espesura levantando indistintamente toda especie de caza. Harbert y Gedeón Spilett mataron dos canguros a flechazos y además un animal que se parecía mucho a un erizo y a un oso hormiguero; al primero, porque se hacía bola y erizaba sus púas; y al segundo, porque tenía uñas cavadoras, un hocico largo y delgado, que terminaba en pico de ave, y una lengua extensible guarnecida de espinas, que le servía para sujetar los insectos.

      —¿Y a qué se parecerá cuando esté en la olla? —preguntó Pencroff con soma. —A excelente carne de vaca —contestó Harbert.

      —No podemos pedirle más —añadió el marino.

      Durante esta excursión vieron algunos jabalíes, que no trataron de atacar la caravana; y no parecía que debiera temerse al encuentro de fieras en una espesura, cuando de improviso el corresponsal creyó ver a pocos pasos, entre las ramas de un árbol, un animal parecido a un oso y se puso a copiarlo tranquilamente a lápiz. Por fortuna para Spilett, el animal no pertenecía a esa temible familia de los plantígrados. Era tan sólo un koula, más conocido por el nombre de perezoso, que tenía el tamaño de un perro grande, el pelo erizado y de color pardo sucio, y las patas armadas de fuertes garras, lo que le permitía trepar a los árboles para alimentarse de hojas. Averiguada la identidad del animal, al cual no se trató de molestar en su ocupación, Gedeón Spilett borró la palabra oso del pie de su apunte, puso en su lugar koula, y continuó su camino.

      A las cinco de la tarde, Ciro Smith daba la señal de alto. Se encontraban fuera del bosque, al pie de aquellos poderosos contrafuertes que apuntalaban el monte Franklin hacia el este. A pocos centenares de pasos corría el arroyo Rojo y por consiguiente el agua potable no estaba lejos.

      Organizó inmediatamente el campamento y, en menos de una hora, al extremo del bosque, entre los árboles, se levantó una cabaña de ramas mezcladas de bejucos y recubiertas de tierra gredosa, que ofrecía un abrigo suficiente. Dejaron para el día siguiente las investigaciones geológicas; se preparó la cena, se encendió un buen fuego delante de la cabaña, se dio vuelta al asador y, a las ocho, mientras uno de los colonos velaba para alimentar la hoguera por si algún animal peligroso vagaba por los alrededores, los demás dormían con sueño tranquilo.

      Al día siguiente, 24 de abril, Ciro Smith, acompañado de Harbert, fue a buscar los terrenos de formación antigua, donde había ya encontrado muestras de mineral. Halló el yacimiento a flor de tierra, casi en la fuente misma del arroyo, al pie de la base lateral de uno de los contrafuertes del nordeste. Aquel mineral, muy rico en hierro, contenido en su ganga fusible, convenía perfectamente al método de reducción que el ingeniero pensaba emplear, es decir, el método catalán, pero simplificado, como se usa en Córcega.

      En efecto, el método catalán propiamente dicho exige la construcción de hornos y crisoles, en los cuales el mineral y el carbón, colocados en capas alternas, se transformen y reduzcan. Pero Ciro Smith quería economizar hornos y crisoles y formar con el mineral y el carbón una masa cúbica, al centro de la cual se dirigía el viento de su fuelle. Este era sin duda el procedimiento que emplearon Tubalcaín y los primeros metalúrgicos del mundo habitado. Ahora bien, lo que había dado buenos resultados a los nietos de Adán y los daba todavía en los países ricos en mineral y en combustible, no podía menos de darlo en las circunstancias en que se encontraban los colonos de la isla de Lincoln.

      Se recogió también la hulla como el mineral sin trabajo y casi en superficie. Primeramente se rompió el mineral en pequeños trozos, quitándole con la mano las impurezas que manchaban su superficie. Después con el carbón y el mineral formaron un montón de capas sucesivas y alternas, como hace el carbonero con la leña que quiere carbonizar. De esta manera, bajo la influencia del aire proyectado por el fuelle, debía el carbón transformarse, primero, en ácido carbónico y, después, en óxido de carbono, encargado de reducir en óxido de hierro o, lo que es lo mismo, de desprender el hierro del oxígeno.

      Así, pues, el ingeniero procedió a la operación. El fuelle de piel de foca, provisto en su extremo de un tubo de tierra refractaria, fabricado antes en el horno de la vajilla, fue colocado encima del montón de mineral; movido por un mecanismo, cuyos órganos consistían en bastidores, cuerdas de fibras y contrapesos, lanzó sobre la masa de hierro y carbón una profusión de aire que, elevando la temperatura, concurrió también a la transformación química que debía producir hierro puro.

      La operación fue difícil. Necesitó toda la paciencia y todo el ingenio de los colonos para llevarla a buen término; pero salió bien y el resultado definitivo fue una masa de hierro reducida al estado de esponja, que fue preciso cimbrar y machacar, es decir, forjar para quitarle la ganga líquida que contenía. Aquellos herreros improvisados carecían de martillo; pero lo mismo había sucedido al primer metalúrgico e hicieron lo que este tuvo naturalmente que hacer.

      Pusieron a la primera masa un palo a guisa de mango y sirvió para forjar la segunda en un yunque de granito, con lo cual se llegó a obtener un metal burdo, pero arcilloso.

      Al fin, después de muchos esfuerzos y fatigas, el 25 de abril se habían forjado varias barras de hierro, que se transformaron en herramientas, pinzas, tenazas, picos, azadones, etcétera., que Pencroff y Nab declararon ser verdaderas joyas. Pero aquel metal no podía prestar grandes servicios en estado de hierro puro, sino principalmente en estado de acero.

      El acero es una combinación de hierro y carbón, que se saca o de la fundición, quitando a esta el exceso de carbón, o del hierro, añadiendo a este el carbón que le falta. El primero, obtenido por la descarburación en la fundición, da el acero natural o refinado; el segundo, producido por la carburación del hierro, da el acero de cementación.


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