La isla misteriosa. Julio Verne

La isla misteriosa - Julio Verne


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secos y en condiciones de ser cocidos, lo cual no tendría lugar hasta tres o cuatro días después.

      El día 2 de abril se ocupó Ciro Smith en fijar la orientación de la isla. La víspera había anotado con exactitud la hora en que el sol había desaparecido del horizonte, teniendo en cuenta la refracción, y aquella mañana anotó con no menos cuidado la salida; entre la puesta y la salida habían transcurrido doce horas y veinticuatro minutos; luego seis horas y doce minutos después de su salida, el sol debía pasar aquel día por el meridiano, y el punto de cielo que ocupase en aquel momento sería el norte.

      A dicha hora anotó Ciro aquel punto y, señalando dos árboles que habían de servirle de jalones, obtuvo un meridiano invariable para sus operaciones ulteriores. Durante los dos días que precedieron la cocción de los ladrillos, se ocupó la colonia en hacer provisión de leña, cortando ramas alrededor del claro del bosque y recogiendo toda la madera que había caído de los árboles.

      Al hacer esto, descubrieron caza en los alrededores y se aprovecharon del descubrimiento, puesto que Pencroff poseía ya algunas docenas de flechas, armadas con puntas muy fuertes, que les proporcionó Top llevando un puerco espín, bastante malo como caza, pero de incalculable valor por las púas de que estaba erizado. Pencroff ajustó sólidamente aquellas púas al extremo de las flechas, asegurando la dirección por medio de plumas de cacatúas.

      El corresponsal y Harbert pronto fueron diestros tiradores de arco, y por lo tanto la caza de pelo y de pluma abundó en las Chimeneas, no faltando cabiayes, palomas, agutíes y gallináceas.

      La mayor parte de aquellos animales fueron matados en la parte del bosque situada en la orilla izquierda del río de la Merced, y a la cual se había dado el nombre de bosque del Jacamar, en recuerdo del ave que Pencroff había perseguido en su primera exploración.

      La caza se la comieron fresca, pero conservaron los perniles de los cabiayes ahumándolos con leña verde, después de haberlos aromatizado con hojas odoríferas.

      Sin embargo, el alimento de los colonos era siempre asado y deseaban oír cantar en el hogar una olla sencilla, mas antes era preciso tenerla, y por consiguiente que se hiciese el horno donde había de cocerse.

      Durante estas excursiones, que no se hicieron más que en un radio muy reducido alrededor del tejar, los cazadores vieron huellas de pasos recientes de animales de gran tamaño, armados de garras poderosas, cuya especie no pudieron reconocer. El ingeniero les recomendó, por tanto, la mayor prudencia, porque era probable que el bosque contuviese fieras peligrosas.

      Esta recomendación fue muy prudente, pues Gedeón Spilett y Harbert vieron un día un animal que parecía un jaguar. Por fortuna la fiera no les atacó, porque de otro modo tal vez no hubieran escapado sin heridas graves. Pero cuando tuvieran un arma formal, es decir, uno de esos fusiles que Pencroff reclamaba, Spilett prometía hacer una guerra encarnizada a las fieras y purgar de ellas la isla.

      Durante aquellos días no se hizo nada para dotar a las Chimeneas de algunas comodidades, porque el ingeniero pensaba descubrir o fabricar, si era necesario, una morada más conveniente. Se contentaron con extender sobre la arena de los corredores frescos lechos de musgo y hojas secas, y sobre esos lechos, bastante primitivos, los trabajadores, cansados, dormían con profundo sueño.

      Se calculó el cómputo de los días transcurridos en la isla de Lincoln, desde que habían llegado los colonos, teniendo desde entonces una cuenta regular con el tiempo. El día 5 de abril, miércoles, haría doce días que el viento arrojó a los náufragos sobre el litoral.

      El 6 de abril, al rayar el alba, el ingeniero y sus compañeros estaban reunidos en el claro del bosque y en el sitio en que iba a verificarse la cocción de los ladrillos. Naturalmente la operación debía hacerse al aire libre y en hornos, o más bien la aglomeración de los ladrillos seria un horno enorme que habría de cocerse a sí mismo. El combustible, hecho de fajinas bien preparadas, fue dispuesto en el suelo, rodeándolo de muchas filas de ladrillos secos que formaron pronto un grueso cubo, al exterior del cual se dejaron algunos respiraderos. Aquel trabajo duró todo el día y hasta que oscureció no se dio fuego a las fajinas.

      Aquella noche nadie se acostó, velando cuidadosamente para que el fuego no se apagara ni disminuyera.

      La operación duró cuarenta y ocho horas y tuvo éxito. Fue preciso entonces dejar enfriar la masa humeante, y durante aquel tiempo, Nab y Pencroff, guiados por Ciro Smith, acarrearon sobre unas parihuelas hechas de ramas enlazadas muchas cargas de carbonato de cal, piedras comunes que se encontraban abundantemente al norte del lago. Estas piedras, descompuestas por el calor, dieron una cal viva, muy crasa y abundante, tan pura como si hubiera sido producida por la calcinación de la greda o del mármol.

      Mezclada con arena, cuyo efecto es atenuar la reducción de la pasta, cuando se solidificó aquella cal, produjo una excelente argamasa.

      De estos diversos trabajos resultó que el 9 de abril el ingeniero tenía a su disposición cierta cantidad de cal bien preparada y algunos millares de ladrillos.

      Comenzó, pues, sin perder un instante, la construcción de un horno, que debía servir para cocer los diferentes utensilios indispensables para el uso doméstico. Esto se llevó a cabo sin dificultad.

      Cinco días después el horno fue cargado con hulla, cuyo nacimiento había descubierto el ingeniero, a cielo abierto, hacia la embocadura del arroyo Rojo, y los primeros humos se escaparon de una chimenea de veinte pies de altura. El claro del bosque se había transformado en fábrica y Pencroff empezaba a creer que de aquel horno iban a salir todos los productos de la industria moderna.

      Lo primero que fabricaron los colonos fue una vajilla de barro muy a propósito para la cocción de alimentos. La primera materia fue la arcilla del suelo, con la cual Smith mezcló un poco de cal y de cuarzo. En realidad aquella pasta constituía el verdadero barro de pipa, y con ella se hicieron pucheros, tazas, para las cuales sirvieron de molde varios cantos de formas convenientes, grandes jarros, cántaros y cubetes para contener el agua, etc. La forma de estos objetos era defectuosa y fea, pero, después que se hubieron cocido a una alta temperatura, la cocina de las Chimeneas se halló provista de cierto número de utensilios tan preciosos, como si hubiera entrado en su composición el más hermoso caolín.

      Aquí debemos advertir que Pencroff, deseoso de saber si aquella arcilla así preparada justificaba su nombre de barro de pipa, se fabricó algunas pipas bastante burdas, que halló admirables, y a las cuales no faltaba más que el tabaco. Esta era una gran privación para Pencroff.

      “Pero el tabaco vendrá como todas las cosas”, repetía para sí en sus momentos de confianza absoluta.

      Los trabajos que hemos reseñado duraron hasta el 15 de abril y no se puede decir que perdieron el tiempo. Los colonos, convertidos en alfareros, no hicieron más que vajilla de cocina.

      Cuando conviniese a Ciro Smith transformarlos en herreros, serían herreros. Pero siendo el día siguiente domingo, y domingo de Pascua, todos convinieron en santificar aquel día con el descanso. Aquellos norteamericanos eran hombres religiosos, fieles observadores de los preceptos de la Biblia, y la situación en que se encontraban no podía menos de desarrollar sus sentimientos de confianza en el Autor de todas las cosas.

      En la noche del 15 de abril volvieron todos a las Chimeneas. El resto de vajilla fue llevado a su sitio y el horno se apagó, esperando un nuevo destino. La vuelta fue señalada por un incidente afortunado: el descubrimiento que hizo el ingeniero de una sustancia que podía reemplazar la yesca.

      Esta sustancia esponjosa y aterciopelada proviene de ciertos hongos del género políporo. Convenientemente preparada es muy inflamable, sobre todo cuando ha sido antes saturada de pólvora o cocida en una disolución de nitrato o clorato de potasa. Pero hasta entonces no se había encontrado ninguno de aquellos políporos ni de otros hongos que pudieran reemplazarlos.

      Aquel día el ingeniero, habiendo reconocido cierta planta del género artemisa, que cuenta entre sus principales especies el ajenjo, el toronjil, el estragón, el jengibre, etcétera,


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