La isla misteriosa. Julio Verne

La isla misteriosa - Julio Verne


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el sobrante corría hacia el mar por alguna salida. Si así era, el ingeniero pensaba que sería posible utilizar aquella salida y aprovecharse de su fuerza, actualmente perdida.

      Prosiguieron, pues, por las orillas del lago Grant, remontando la llanura; pero, después de haber andado una milla en aquella dirección, Ciro Smith no había podido descubrir el desagüe, que, no obstante, debía existir.

      Eran las cuatro y media. Los preparativos de la comida exigían que los colonos regresaran a sus moradas. La pequeña tropa volvió sobre sus pasos por la orilla izquierda del río de la Merced. Ciro Smith y sus compañeros llegaron a las Chimeneas.

      Encendieron el fuego y Nab y Pencroff, a los cuales fueron naturalmente designadas las funciones de cocineros, el uno en su calidad de negro, el otro en su calidad de marino, prepararon en breve un asado de agutí, que comieron con bastante apetito.

      Terminada la comida, en el momento en que cada cual se preparaba para dormir, Ciro Smith sacó de su bolsillo pequeños pedazos de diferentes especies de minerales y se limitó a decir:

      —Amigos, este es mineral de hierro, este es de pirita, este de arcilla, esto es cal, esto es carbón. He aquí lo que nos da la naturaleza, y esta es la parte que ha tomado en el trabajo común. ¡Mañana haremos el nuestro!

      Primeros utensilios y alfarería

      —Y bien, señor Ciro, ¿por dónde vamos a empezar? —preguntó a la mañana siguiente Pencroff al ingeniero.

      —Por el principio —contestó Smith.

      Y, en efecto, por el principio tenían que empezar los colonos. No poseían ni los útiles necesarios para hacer herramienta alguna, y no se encontraban en las condiciones de la naturaleza, que teniendo tiempo econoniza fuerzas. Les faltaba tiempo, puesto que debían subvenir inmediatamente a las necesidades de la vida y, si aprovechando la experiencia adquirida no debían inventar nada, tenían por lo menos que fabricarlo todo. Su hierro y su acero se hallaban todavía en estado mineral, su vajilla en estado de barro, sus lienzos y sus vestidos en estado de materias textiles.

      Por lo demás, preciso es decir que los colonos eran hombres en la fuerte acepción de la palabra. El ingeniero Smith no hubiera podido ser secundado por compañeros más inteligentes ni más adictos y celosos. Los había sondeado y conocía sus aptitudes.

      Gedeón Spilett, periodista de talento, que lo había estudiado todo para poder hablar de todo, debía contribuir con su inteligencia y con sus manos a la colonización de la isla.

      No retrocedería ante ninguna dificultad, y, cazador apasionado, haría un oficio de lo que hasta entonces había sido para él un deporte.

      Harbert, buen muchacho, notablemente instruido en las ciencias naturales, sería utilísimo para la causa común.

      Nab era la adhesión personificada. Diestro, inteligente, infatigable, robusto, dotado de una salud de hierro, entendía algo de trabajos de fragua y prestaría muy útiles servicios a la colonia.

      En cuanto a Pencroff, había sido marinero en todos los mares, carpintero en los talleres de construcción de Brooklyn, ayudante de sastre en los buques del Estado, jardinero y cultivador en sus temporadas de licencia, y, como buen marino, dispuesto a todo y útil para todo.

      Habría sido verdaderamente difícil reunir cinco hombres iguales para luchar contra la suerte y más seguros de triunfar.

      Por el principio, había dicho Ciro Smith, y el principio de que hablaba era la construcción de un aparato que pudiese servir para transformar las sustancias naturales. Es conocido el papel del calor en esas transformaciones; por consiguiente, el combustible, vegetal o mineral, era inmediatamente utilizable. Tratábase, pues, de construir un horno para utilizarlo.

      —¿Para qué servirá ese homo? —preguntó Pencroff.

      —Para hacer las vasijas que necesitamos —contestó Smith.

      —¿Y con qué vamos a hacerlo?

      —Con ladrillos.

      —¿Y los ladrillos?

      —Con arcilla. Manos a la obra, amigos míos. Para evitar los transportes estableceremos el taller en el sitio mismo de la producción. Nab llevará provisiones y no nos faltará fuego para asar los alimentos.

      —Cierto —repuso el corresponsal—, pero ¿y si fuesen los alimentos los que nos faltasen por carecer de instrumentos de caza?

      —¡Ah!, ¡si tuviera un cuchillo! —exclamó el marinero.

      —¿Qué harías con él? —le preguntó el ingeniero.

      —Pues haría un arco y flechas y tendríamos abastecida la despensa.

      —Sí, un cuchillo..., una hoja cortante... —murmuró el ingeniero como hablando consigo mismo.

      Al mismo tiempo miró a Top, que iba y venía por la playa.

      —¡Top, aquí! —gritó, animándose su mirada.

      El perro acudió corriendo en cuanto oyó la voz de su amo. Ciro le tomó la cabeza y le quitó el collar que llevaba y que rompió en dos partes.

      —¡Aquí tenemos dos cuchillos, Pencroff! —dijo luego. El marinero contestó con dos sonoros hurras.

      El collar de Top estaba hecho de una ligera lámina de acero templado; bastaba afilarle primero con una piedra de asperón para aguzar el lado cortante y quitarle luego el filván con un asperón más fino. Este género de roca arenisca abundaba en la playa, y dos horas después las herramientas de la colonia se componían de dos láminas cortantes, a las cuales fue fácil poner un mango de madera muy fuerte.

      La conquista de esta primera herramienta fue saludada como un triunfo; conquista preciosa, en efecto, y hecha muy oportunamente.

      Se pusieron en marcha. El propósito de Smith era llegar a la orilla occidental del lago, donde la víspera había advertido la existencia de la tierra arcillosa, de la que tomó una muestra.

      Siguieron por la orilla del Merced, atravesaron la meseta de la Gran Vista y, después de haber recorrido cinco millas, llegaron a un claro situado a doscientos pasos del lago Grant.

      Por el camino Harbert había descubierto un árbol cuyas ramas emplean los indios de la América Meridional para hacer sus arcos. Era el crejimba, de la familia de las palmeras o que no dan frutos comestibles. Cortaron varias ramas largas y rectas, despojáronlas de sus hojas y con el cuchillo las dejaron finas por los extremos y gruesas por el centro. Así, sólo les faltaba encontrar una planta a propósito para formar la cuerda del arco, y la hallaron en una especie perteneciente a la familia de las malváceas, un hibiscus heterophyllus, que da fibras de una tenacidad tan notable, que pueden compararse con los tendones de los animales. Pencroff construyó de este modo arcos de gran alcance, a los cuales sólo faltaban las flechas, pero estas eran fáciles de hacer con ramas rectas y rígidas sin nudosidades; lo que no podía encontrarse tan fácilmente era la punta que debía armarlas, es decir, una sustancia que pudiera reemplazar al hierro. El marino pensó, sin embargo, que, habiendo hecho él cuanto estaba de su parte, la casualidad le proporcionaría lo que faltaba.

      Los colonos llegaron al terreno que el día antes habían recorrido. Se componía de la arcilla figulina que sirve para fabricar ladrillos y tejas; arcilla, por consiguiente, muy adecuada para la operación que se quería llevar a cabo.

      La mano de obra no presentaba ninguna dificultad: bastaba purificar la figulina con arena, moldear los ladrillos y cocerlos al calor de un fuego alimentado con leña.

      Ordinariamente los ladrillos se hacen con moldes, pero el ingeniero se contentó con fabricarlos a mano. Emplearon todo el día y el siguiente en este trabajo. La arcilla empapada en agua y amasada después con los pies y las manos de los manipuladores fue dividida en prismas de igual tamaño. Un obrero práctico puede hacer, sin máquina, hasta diez mil ladrillos en


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