La frontera que habla. José Antonio Morán Varela

La frontera que habla - José Antonio Morán Varela


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cuando mataron en 2007 al Negro Acacio el tráfico de cocaína era más que considerable, cinco años después, en 2012, se calcularon en 78.000 las hectáreas cultivadas y en 165 las toneladas obtenidas; pero para 2017 las primeras habían ascendido a 230.000 y las segundas a 900. Algunos acusan el incremento a la detención de las fumigaciones a raíz de los acuerdos de paz y otros a la irrupción de nuevos actores en las zonas abandonadas por los guerrilleros; lo cierto es que los narcoparamilitares, ahora sin la competencia de las FARC, han ido encontrando la manera de burlar los obstáculos que les han puesto; si les decomisan sus cocinas en la selva, las llevan a alta mar a barcos de pescadores; si vigilan más las fronteras, contratan a técnicos de la ex—unión soviética para construir minisubmarinos de fibra de vidrio con los que llegar a Centroamérica;53 si se complica la venta en Colombia, se exporta el cancerígeno modelo a México y Guatemala.

      Según todos los indicios, siguen a pleno rendimiento las tres zonas de Colombia por donde se saca el blanco maná; una de ellas es la comprendida entre Meta, Caquetá y Guaviare adonde con toda probabilidad se dirigía a cargar la avioneta que acabábamos de ver y que reemprendería el vuelo hacia Venezuela o Brasil.54 Es evidente que la frontera con Venezuela sigue siendo una zona caliente del narcotráfico aunque este haya mudado de rostro. Todos los datos indican que en EE.UU. y Europa cada vez hay más consumidores y más posibilidad para adquirir cocaína a más bajo precio, por lo que el negocio no cesa; algunos cálculos señalan que en el país de América del Norte se produce una muerte por sobredosis cada cincuenta minutos. Por eso no extraña, en principio, que Jesús Santrich, miembro de las FARC participante en los diálogos de paz, fuera detenido el nueve de abril de 2018 bajo la acusación (muy poco fundamentada según todos los indicios) de haber enviado diez toneladas a EE.UU., ni que se tengan cada vez más noticias de cómo redes mafiosas mexicanas, italianas y rusas se van instalando en Colombia.

      A la luz de todo lo ocurrido con la hoja de coca, habría que recuperar las proféticas palabras sobre la coca que un sacerdote del templo de la Isla del Sol del lago Titicaca pronunció en 1500 ante su público antes de ser torturado y asesinado por los españoles:

      Para vosotros será espiritualidad, para ellos idiotez (...) y cuando los blancos traten de hacer lo mismo y se atrevan también ellos a usar esta hoja como vosotros, a ellos les sucederá lo contrario. Su jugo, que para vosotros será la fuerza de la vida, para vuestros dominadores será un vicio repugnante y degradante. Mientras para vosotros, indígenas, será un alimento espiritual, a ellos les causará idiotez y locura...55

      • • •

      —¿Te has fijado que no hemos visto militares en todo el trayecto aunque Alicia la de Puerto Carreño nos había dicho que estaban por todas partes? —me preguntó Silvia durante un paseo por Garcitas.

      —Sí que me había percatado, pero no encuentro la lógica porque la zona sigue caliente y el ejército tiene más efectivos libres para concentrarse en ella; necesitamos más tiempo para interpretarlo. Desde luego —continué en tono conspirador—, se debe a decisiones tomadas en las altas esferas con algún objetivo. ¿Y si al gobierno le interesara que no se pacifique completamente el país para justificar el enorme gasto militar y el apoyo estadounidense?

      —Ve un poco más allá —prosiguió en el mismo tono—. Fíjate que los partidos políticos que ascienden en todas partes son los que tienen un enemigo claro al que combatir, ya sea real o inventado. En Colombia, si dejan residuos del conflicto armado, no necesitan inventarse nada.

      —Me pregunto qué pensarán los de Garcitas de todo el asunto porque ellos están directamente afectados —contesté pensativo.

      —Sí, los de Garcitas y... los que trabajaron y combatieron con los paramilitares, los que aún siguen en grupos armados, los que desean por todos los medios que el conflicto termine, los que se lucran con la clandestinidad... —prosiguió enumerando a quienes de una u otra forma les afecta la ausencia del ejército.

      5

      Utopía perdida

      Compramos algunos alimentos enlatados al amable tendero de Garcitas y nos embarcamos nuevamente, aunque esta vez en una lanchita que parecía de paseo; tenía dos asientos en la parte delantera, en los que nos situaron a nosotros y dos en la popa de la que sobresalía un renqueante y fallón motor al que Perry y Luis estaban acostumbrados. Enseguida la relación con ellos fue fluida y alegre; constatamos que los cuatro éramos una especie de piezas enlazadas por Mauricio desde Inírida; ninguno teníamos una visión de conjunto y por tanto había que ir improvisando. Así comenzó esta nueva parte del viaje remontando el Orinoco sin posibilidades de comunicación con el exterior, sin lugares habitados durante horas de navegación y sin prisas para nada; dispondríamos a nuestro antojo de todas las horas de los días y de las noches. La navegación con la frágil lancha era más relajada que con la voladora aunque, obviamente, más lenta. Pero no importaba porque el camino en sí mismo era la esencia del viaje; no se trataba tanto de llegar como de disfrutar con los sentidos alerta en medio de aquella embriagadora naturaleza.

      Por primera vez en el recorrido percibí que estaba regresando a la selva. El rítmico balanceo de la lancha, como si de un mantra se tratara, me trasladó a otra parte de la realidad, esa en la que uno siempre es principiante porque habla otro idioma, esa que te abre sus puertas para que salgas de la rutina de tu mundo y que te embruja mirándote de frente; esa es la selva. Las márgenes del Orinoco habían dejado de ser simples líneas verdes, como ocurría desde la voladora, para convertirse en imaginativas posibilidades de visualizar los seres que las habitaban. Los árboles se fragmentaban en hojas que curaban, en troncos de los que salían canoas, en semillas que se cocían, en hojas que cobijaban. El follaje era la cortina para que no viéramos a los indígenas que, tras ella, realizaban sus tareas cotidianas. El río se presentaba como fuente inagotable de vida y como constructor natural de vías para desplazarse. Hasta el ruido del motor era una excusa para presentir, desde su ausencia, el sonido de los animales y el rumor de los arroyos. Podía incluso adquirir la visión cenital de los modernos fotógrafos espaciales para percibirnos, miniaturizados, avanzando entre la inmensidad verde; y hasta me permitía, a ratos, reflexionar sobre los efectos del progreso mal entendido que podían dar al traste con todo en el momento que alguien se lo propusiera. El despertar de la imaginación fue el primer indicador de que la selva nos estaba acogiendo, y lo digo en plural porque, cuando le pregunté, Silvia lo corroboró.

      Perdimos la cuenta de las horas transcurridas ante el espectáculo de cada curva del río, de cada animal que intuíamos, de cada bocanada de aire, de cada posibilidad sugerida. Por eso nos sorprendió que Perry nos dijera que necesitábamos hacer nuestra primera parada para desentumecernos. Fue sobre la única elevación de los alrededores producida por unas rocas que afloraban en la margen colombiana del Orinoco. Antes ya habíamos divisado lo que parecía un gran busto e indefinibles construcciones. Desembarcamos y vimos un enorme patio flanqueado por edificios, alguno de los cuales tenía cuatro plantas.

      Estábamos en Tambora, un lugar donde el tiempo se había detenido, lo que en la selva significa decrepitud. En los bajos de una de las construcciones, junto a una fogata y unos plásticos que protegían de las goteras producidas por los infinitos chaparrones, había tres chicos haciendo algo sin prestar especial atención a los visitantes. Tal vez ninguno llegara a los dieciocho años y todos llevaban un atuendo enrollado en sus cabezas que, unido a la poca y roída ropa que vestían, transmitían una inquietante sensación. Mi imaginación voló a mi visita a Managua dos décadas después del terrible terremoto que en la Navidad de 1972 arrasó la ciudad dejando 20.000 muertos; se me imprimieron de por vida imágenes de niños mugrientos y desesperanzados asomándose entre las grietas dejadas por el seísmo en la catedral, el único edificio de los alrededores que no quedó convertido en escombros y que se transformó en vivienda para los supervivientes.

      Sin embargo, nada había de amenazante en la actitud de los jóvenes de Tambora; al contrario, tras pedirles permiso, no sin cierta desgana, nos permitieron ver cuanto quisiéramos, como si su función exclusiva fuera cuidar aquello para que nadie robara más allá del evidente expolio que ya se había consumado. Dentro del esqueleto de los edificios todo transmitía desolación


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