La frontera que habla. José Antonio Morán Varela
literas en dos grandes dormitorios, restos de lo que fueron talleres con cajones en los que un día se guardaron ficheros, un coqueto puente colgante para sortear un pequeño regato, alguna grada para sentarse en una explanada con impresionantes vistas al Orinoco y extensos campos antaño cultivados y hoy recuperados por la naturaleza salvaje.
Perry y Luis nos explicaron que había sido un centro de recuperación de drogadictos que se clausuró cuando se hicieron trizas las relaciones entre Chávez y Uribe y que aquello era tan majestuoso que hasta construyeron un ferrocarril para acercar a los chicos que llegaban desde Bogotá. Las explicaciones, aunque sinceras y verosímiles, me parecieron en gran parte fruto de la fantasía que aquel lugar debió de despertar durante décadas en los habitantes de las orillas del Orinoco. El caso es que me invadió la curiosidad y decidí investigar sobre el asunto en cuanto tuviera ocasión.
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Tambora había sido durante las últimas décadas un lugar de rehabilitación de gamines, de jóvenes procedentes de las calles de Bogotá que, por trágicas circunstancias personales, habían acabado formando parte de la escoria de la gran ciudad. Me imaginé que entre ellos habría alguno de un grupo que se había afincado en la acera frente a la pensión en que me alojé en mi primera visita a la capital en 1994.
¡Qué impresión ver a aquellos niños tirados en la calle y durmiendo todo el día a pesar del frío, de las incómodas posturas y de las ocasionales lluvias!; a su lado, indefectiblemente, había una bolsita de plástico que contenía boxer, un pegamento industrial que les inducía ese profundo sueño que por momentos los transportaba al paraíso olvidándose de los padres que los abandonaron o de la dramática situación que los vomitó a las calles pero que, irremediablemente, los acercaba al infierno cuando, al despertarse, sentían tristeza, confusión y apatía, síntomas que trataban de dejar atrás inhalando más pegamento.
El infernal proceso era aprovechado por personas sin escrúpulos que proveían a los gamines de droga a cambio de que cometieran los delitos que les pedían; para remate de males, era frecuente que dueños de establecimientos en cuyas puertas se reunían los niños que espantaban a los clientes, contrataran a sicarios para que limpiaran el lugar, esto es, para que hicieran desaparecer para siempre a los muchachos. Todos les temían porque sus reacciones escapaban a su propio control; cuando los transeúntes advertían su presencia cambiaban de acera si estaban dormidos y de calle si los veían despiertos. Aquellos días el dueño de mi pensión estaba muy preocupado por los que se habían instalado en la acera de enfrente.
Este dantesco círculo vicioso era conocido por Javier de Nicoló, un salesiano italiano llegado a Colombia en 1949 quien, tras trabajar con menores en las cárceles y reformatorios bogotanos, decidió acercarse a ellos antes de que fueran capturados. Creó la Fundación Servicio Juvenil e ideó un sistema de acogida repartido en treinta sedes por los barrios de Bogotá en el que, a medida que los gamines tomaban decisiones propias, podían permanecer más tiempo. Su labor comenzó a ser conocida y él mismo describió sus éxitos;56 su método consistía en un proceso escalonado basado en el amor que nunca tuvieron y en la confianza, la motivación, la vida en comunidad y la formación con las que sacar a los niños de las calles. Frente a sus detractores alardeaba de que «lo que no logran psiquiatras y psicólogos en diez años lo logro yo en dos meses» y cifraba su éxito en el noventa por ciento. En 1970 el alcalde de Bogotá, Carlos Albán Holgán que intentaba hacer algo con la alarmante situación de estos menores, le propuso presidir y fundar —junto con el Ayuntamiento— una asociación llamada IDIPRON.
Amparado por la alcaldía capitalina, papá Nicoló como lo conocían en Bogotá, decidió que era imprescindible sacar a los niños de su agresivo entorno y compró una apartada finca en Acandí, en el Atlántico chocoano junto a Panamá, donde construyó lo necesario para acoger a más de cuatrocientos muchachos de hasta doce años dejando que se divirtieran en la piscina a la vez que se «desintoxicaban de cuerpo y alma» e iban aprendiendo los rudimentos para el trabajo en talleres, ganadería y cría de peces. Para completar el círculo formativo de los gamines adolescentes, adquirió también cuatro terrenos en Vichada, siendo la perla de la corona Tambora con 85 hectáreas y con capacidad para 800 muchachos de más de 15 años (aunque nunca llegó a alojar a más de 500).
Hasta allí llegarían los chicos tras un largo viaje de varios días en camiones y barcas (nada que ver con la comodidad del avión para llegar a Acandí) para comprobar durante tres meses si eran capaces de adaptarse a las reglas de convivencia y a las duras condiciones provocadas por la lluvia, el calor, los mosquitos y, en ocasiones, la escasez de comida. Si lo conseguían, estaban en condiciones de habitar en una comunidad que se autoabastecía trabajando la yuca, los plátanos, los frutales y el pasto para alimentar a los animales. Vivirían en un ambiente lo más parecido posible al familiar y aprenderían oficios y el bachillerato ecológico que se inventó Javier de Nicoló para «que salgan de allá los catalizadores para impulsar ese nuevo proceso de colonización». Cada seis meses unos cien adolescentes iniciaban el proceso. Los monitores serían chicos reinsertados porque conocían como nadie lo que allí se intentaba impartir. Lo mismo que sucedía en Acandí, no había vallas protectoras porque la naturaleza era la barrera más efectiva.
Pero todo se torció en 2008 cuando un abogado interpuso una denuncia alegando que Javier de Nicoló, que seguía al frente de IDIPRON, había superado en quince años la edad de retiro de un servidor público; a pesar de que no estaba claro si se podía considerar o no funcionario, el octogenario alegó problemas de memoria y cesó en su cargo. En menos de tres meses aquella utopía rehabilitadora se vino abajo sin que nadie hiciera nada por detener el expolio de los muchos bienes con que contaba; lo que durante décadas fue símbolo de regeneración y nueva vida, se convirtió en ejemplo de incompetencia.
De nada sirvió evaluar lo conseguido con los 1.500 adolescentes que pasaron por Tambora, ni que en ese mismo año doce niños por cada 10.000 personas de Bogotá siguieran habitando las calles, ni que la prensa fuera destapando ejemplarizantes casos de rehabilitados; en el olvido va quedando el cuarto de siglo de trabajo del eclesiástico en Tambora, así como las ilusiones del cura de izquierdas (vivió la renovación del Concilio Vaticano II y los aires llegados a Colombia del Mayo francés) y su visión de los gamines como trapecistas que parece que siempre van a caer al abismo pero que acaban sobreponiéndose. Acandí, aunque con dos años de retraso, sufrió el mismo destino; es lo que suele pasar cuando un proyecto es excesivamente personalista.
Javier de Nicoló murió el 12 de marzo de 2016, poco más de un año antes de nuestra llegada a Tambora; cuentan las crónicas que en su entierro, al que solo se desplazó un familiar desde Italia, tuvieron que cortar al tráfico de varias calles de la capital ante el gentío que siguió al sepelio; mientras, unos mariachis repetían la canción que el cura cantaba siempre que veía la cara de sorpresa de alguien a quien había llevado a algún encantador y remoto lugar, esa que dice «...pero sigo siendo el reeey».
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Perry nos preguntó si nos gustaban los mangos; le indicó a Luis un árbol especialmente frondoso y repleto de frutos y, aunque pendían a mucha altura, el indígena que ya no quería serlo, trepó sin miedo consiguiendo un rico postre para la cena y un suculento desayuno para el día siguiente.
—¡Miren qué mango tan hermoso! —dijo Perry tan orgulloso como si lo hubiera conseguido él.
—Está muy bien, pero debemos movernos porque los mosquitos están hambrientos —sugirió Silvia sin dejar de rascarse, tarea en la que llevaba ya un tiempo.
—Esto no es nada; hay épocas que no se puede ni caminar; pero vayamos a la lancha y verá cómo desaparecen todos.
«Las personas que no hayan navegado (...) por el Orinoco —se quejaba ya Humboldt— no podrán concebir cuán atormentado puede uno ser a cada paso de la vida por (...) los mosquitos, los zancudos, los jejenes y los tempraneros, que cubren las manos y la cara, que atraviesan los vestidos con su aguijón y que se introducen en las narices y en la boca haciendo toser y estornudar».57
Arrancó la lancha y nos apartamos del espectro de Tambora y con él, de los mosquitos y de las interminables disputas