Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips

Baila conmigo - Susan Elizabeth  Phillips


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      Índice de contenido

       Prólogo

       1

       2

       3

       4

       5

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       24

       Epílogo

       Carta a las lectoras

      Título ori­gi­nal: Dance Away with Me

      © 2020 by Susan E. Phillips, LLC

      An Imprint of HarperCollinsPublishers

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      Traducción: María José Losada

      Corrección: Xavier Beltrán

      Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

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      1.ª edición: mayo 2021

      De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

      © 2021: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

      Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

      08028 Bar­ce­lo­na

      www.ed-ver­sa­til.com

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      Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

      A los amores «extra» de mi vida: primero apareció Nickie, la reina del baile. Luego Leah, Andy y más tarde llegó Anya. Sin duda, las familias surgen de las maneras más inesperadas.

      Prólogo

      El chico sostuvo el bote de espray totalmente derecho. Lo mantuvo lo más cerca posible de la superficie de acero inoxidable. Apretó la boquilla y se recreó en la forma en que el brillante chorro de pintura roja formaba la letra «I».

      Lo había hecho. Y en un tren. Cualquiera podía marcar una fachada o la puerta de seguridad de una maldita casa de empeños, pero solo los verdaderos delincuentes, solo los mejores grafiteros pintaban un vagón del metro de Nueva York. Y él tan solo tenía diez años.

      Llegar allí desde el Upper East Side había sido tan peligroso como transitar por la Bosnia o el Irak de los cojones, o algún lugar similar: primero había atravesado Central Park en la oscuridad; luego había cogido la línea 1 en dirección norte con cuatro botes de espray Krylon dentro de la mochila. Lo había hecho cubierto con la capucha de su sudadera negra, para tratar de pasar desapercibido entre los borrachos y los yonquis que lo acompañaron en el trayecto hasta la calle 207. Así había llegado al puto Inwood, uno de los lugares más peligrosos de Manhattan, donde era fácil acabar asesinado, asaltado o siendo víctima de cualquier otro delito.

      Y más tarde se ocultó en las sombras; así fue como se las arregló para pasar por delante de las narices de los guardias de seguridad de la estación de trenes de la calle 207, agachándose y abriéndose camino por la jungla nocturna de raíles y metales para decorar su primer vagón de metro.

      Había rociado algunas briznas de hierba naranja y púrpura en la parte baja del vagón. Luego, había añadido unas frías criaturas demoníacas asomando entre ellas. Y para terminar, antes de que lo descubrieran, había rematado el grafiti con su firma: IHN4.

      No era una firma inventada como las que usaban los demás. Eso no iba con él. Eran sus verdaderas iniciales; las tres primeras letras eran las mismas que las de su viejo, las de su abuelo y las de su bisabuelo. Solo la cuarta le pertenecía únicamente a él.

      Pintar todas las letras del mismo tamaño era para aficionados, así que había hecho el cuatro más grande. El año anterior —no recordaba exactamente cuándo— había marcado por primera vez un edificio: el premio le tocó al inmueble de Central Park West donde vivía. Aquello había desatado una tormenta de la hostia en la junta directiva. Nadie había llegado a sospechar que había sido cosa suya.

      O casi nadie.

      Sin embargo, si no salía pronto de allí, acabarían descubriéndolo. Añadió grietas negras en las letras, como si se estuvieran resquebrajando. Ojalá tuviera un pincel y tiempo para hacerlo bien, pero no disponía de ninguna de las dos cosas.

      Por fin, lo único que le faltó fue hacer la puta foto.

      Desde hacía un tiempo, la autoridad metropolitana del transporte de Nueva York había puesto en marcha una nueva política: cualquier vagón con pintadas quedaba fuera de servicio hasta que limpiaran el grafiti. Así que la única manera que tenía un artista para demostrar que había dejado su marca era con una foto. Si no lograbas hacerla, la hazaña no existía.

      Buscó a tientas en la mochila y sacó la Olympus Stylus que el ama de llaves le había regalado por su cumpleaños. Se alejó del vagón y enfocó, tratando de encuadrar la mayor parte posible de su obra. El flash quizá lo delataba, pero tenía que arriesgarse.


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