Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips
cuello de la sudadera.
—Compré la cabaña sin verla. El precio era atractivo, pero las fotos resultaron engañosas.
Bianca se tambaleó hacia la mesa de la cocina.
—Quedaría muy bonita con una mano de pintura y muebles nuevos.
La Tess de antes habría aceptado el desafío, pero la nueva Tess no. No solo no podía permitirse muebles nuevos, sino que tampoco le importaba lo suficiente como para comprarlos.
—Algún día.
Mientras Tess preparaba el café, Bianca habló sobre la biografía de una de las amantes de Picasso que acababa de leer y sobre cuánto echaba de menos la comida tailandesa. Así fue como Tess se enteró de que Bianca y su marido vivían en Manhattan, donde ella trabajaba como escaparatista y diseñadora en la industria de la moda.
—Diseño escaparates y tiendas pop-up —explicó—. Es más divertido que cuando era modelo, aunque no tan lucrativo.
—¿Has sido modelo? —Tess se giró desde los fogones para mirarla, y entonces lo comprendió.—. Por eso me resultas tan familiar. ¡Bianca Jensen! Todas queríamos ser tú. —No había relacionado el nombre de Bianca con sus días de universidad. En ese tiempo, aquel rostro de hada había sido portada de todas las revistas de moda.
—Tuve una buena carrera —afirmó Bianca con modestia.
—Más que buena. Estabas en todas partes. —Mientras Tess servía dos tazas de café y las llevaba a la mesa, recordó lo imperfecta que la habían hecho sentir todas esas portadas de revistas al tener ella pechos grandes, un pelo indomable y la tez aceitunada.
—Qué rico… Por la forma en la que actúa Ian, cualquiera diría que es heroína. —Bianca tomó un sorbo de su taza y soltó un largo y delicioso suspiro.
Como matrona, esa no era la primera vez que Tess se sentaba a la mesa de la cocina frente a una mujer casi desnuda, pero, a diferencia de Bianca, esas mujeres estaban de parto. Bianca enroscó la mano libre alrededor del vientre de una forma protectora y orgullosa, típica de las mujeres embarazadas.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Tempest?
—Exactamente veinticuatro días. —Ser demasiado evasiva hacía que la gente sintiera curiosidad, y era mejor ofrecer un poco de información para que no pareciera que tenía algo que ocultar porque, cuando la gente supiera que era viuda, todo cambiaría. Apoyó los talones en el reposapiés de la silla—. Me cansé de vivir en Milwaukee.
—Pero ¿por qué elegiste venir aquí?
Porque había visto el nombre de Runaway Mountain en un mapa.
—Soy un culo inquieto.
No era cierto. Trav era el inquieto. En los once años que habían estado casados, habían vivido en California, Colorado y Arizona antes de volver a Milwaukee, donde ambos habían crecido. Él estaba dispuesto a mudarse de nuevo cuando murió.
Tess pasó el pulgar por el asa de la taza.
—¿Y tú? ¿Cómo has acabado en estas montañas?
—No ha sido por elección propia. No debe de haber más de ochocientas personas viviendo en este lugar olvidado de Dios.
Novecientas sesenta y ocho, según el cartel de la autopista.
—Todo es culpa de Ian —continuó Bianca—. Decía que la ciudad lo irritaba; demasiada gente, marchantes, prensa, aspirantes a artistas… Por eso decidió que nos mudáramos aquí.
—¿Marchantes? ¿Prensa?
—El hombre que te estaba gritando es Ian Hamilton North IV. El artista.
Aunque a Tess no le encantaran los museos, habría reconocido el nombre. Ian Hamilton North IV era uno de los artistas callejeros más famosos del mundo, después del misterioso Banksy. También era, según creía recordar, la oveja negra de la dinastía financiera de los North, algo así como la sangre azul de los negocios del país. Si bien no sabía mucho sobre artistas callejeros —o grafiteros de mierda, como los llamaba Trav—, ella siempre se había sentido fascinada por el trabajo de North.
—Dame un espray de pintura y yo mismo lo haré —le había asegurado Trav. Pero los críticos no compartían la opinión de su marido.
Recordó lo que había leído sobre North. Su fama había crecido desde que dejó de ser aquel niño que firmaba las calles de Manhattan, cuando sus grafitis decoraban las paradas de autobús y todo tipo de mobiliario urbano. A partir de entonces, había empezado a producir piezas más grandes, que aparecieron en las medianeras de edificios de todo el mundo; ilegales al principio y, al final, murales hechos por encargo y, por tanto, retribuidos. En la actualidad, las galerías y los museos, como la exposición que ella había visto, mostraban sus carteles y pinturas, todos con la firma que había adoptado de niño: IHN4.
Por naturaleza, los artistas callejeros sentían poco respeto por la ley y el orden, así que no debería sorprenderle que este artista en particular, por muy brillante que fuera, careciese del gen del altruismo. Como muestra, el hecho de haber arrastrado a su esposa embarazada lejos de su casa, en medio de la nada, dos meses antes de la fecha del parto.
—Vi la exposición del MoMA. —Había ido con Trav a Manhattan no mucho antes de que él enfermara. En aquel momento le habían encantado las imágenes explosivas que había visto en las paredes del museo, pero ahora que había conocido al artista, ya no la atraían tanto.
—Soy su musa. —Bianca se tocó la clavícula—. Lo vuelvo loco, pero me necesita. Cuando rompimos hace dos años, estuvo bloqueado durante casi tres meses. No podía pintar nada. —Sonrió, sin molestarse en ocultar su satisfacción.
Tess no estaba segura de que una criatura etérea como Bianca pudiera inspirar un trabajo tan mítico. En la exposición que había visto, las criaturas parecidas a los videojuegos de los primeros trabajos de North se habían transformado en seres grotescos y mitológicos que colocaba en un entorno cotidiano: la mesa de desayuno familiar, una barbacoa en el patio trasero, un box de oficina. La caligrafía de sus pinturas se había vuelto también más intrincada, hasta que, finalmente, las letras se imbricaron en el diseño abstracto.
La sonrisa de Bianca se volvió soñadora mientras posaba las manos sobre su vientre.
—Ya voy a un médico de Knoxville y nos mudaremos a un hotel cerca del hospital un par de semanas antes de la fecha del parto. Estoy deseando que llegue el momento.
No daba la sensación de que no pudiera esperar. Daba la sensación de que estaba disfrutando de cada instante de su embarazo. Tess sintió un ramalazo de dolor.
«Deberías haberme dejado un bebé, Trav. Era lo menos que podías haber hecho».
—Hacía mucho tiempo que yo quería tener hijos, pero Ian… —Plantó ambas manos en la mesa y se levantó de la silla—. Será mejor que vuelva antes de que venga a buscarme. Es demasiado protector. —Cruzó la estancia para recuperar su vestido y las sandalias—. Ser modelo me ha convertido en una nudista convencida. Espero no haberte asustado. —Intentó ponerse las sandalias—. No debería habérmelas quitado. Ahora ya no voy a poder ponérmelas de nuevo.
La hinchazón en los pies no parecía alarmante, pero debía de resultarle incómoda.
—Intenta beber más agua —dijo Tess—. Sé que parece una contradicción, pero ayudará a que tu cuerpo retenga menos líquido. Y mantén los pies en alto tan a menudo como puedas.
—Parece que tienes experiencia. ¿Cuántos hijos tienes?
—No tengo hijos. Trabajaba como comadrona. —Solo era una parte de la verdad. Era una comadrona titulada a la que le habían robado la alegría de ayudar a dar a luz a bebés, junto con todo lo demás.
—¡Eso es maravilloso! —exclamó Bianca—. He oído lo difícil que es conseguir una buena atención médica aquí, en el quinto pino.
—Me