Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips

Baila conmigo - Susan Elizabeth  Phillips


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de sus abrigos y se quitaban las botas llenas de barro. Bianca iba descalza con un vestido de verano de gasa que le acariciaba el abdomen—. Prepárate para ver todo esto. —Arrojó la chaqueta de Tess a uno de los viejos ganchos de latón y la guio al salón—. Ian se la compró a unos amigos míos, Ben y Mark. Los dos son decoradores y ellos la rehabilitaron. Planeaban usarla como estudio y casa de vacaciones, pero se aburrieron después del primer año.

      El débil sol de la mañana entraba por las grandes ventanas de la escuela. Los techos eran altos, tal vez de unos cinco metros; las paredes lucían un color blanco tiza en la parte inferior y pintura de color azul aciano en la parte superior. Del techo colgaban unos globos de vidrio blanco y se habían conservado los suelos originales, con sus cicatrices y desperfectos, que habían sido restaurados con un brillante barniz oscuro.

      El mobiliario de aquel enorme espacio vital era bajo y cómodo. Sofás tapizados en lona blanca, una larga mesa de comedor de madera de estilo industrial con patas metálicas, y otra de café del mismo estilo, pero con ruedas. Junto al ventanal, las estanterías exhibían rocas, huesos de animales, algunas raíces de árboles retorcidos y una generosa colección de libros de lujosa encuadernación. Un globo terráqueo que había pertenecido a la escuela adornaba la tapa de un viejo piano de pie. Un reloj de péndulo estilo Seth Thomas estaba cerca de una vieja estufa, y la cuerda de la campana colgaba de la abertura rectangular que había en el techo.

      Bianca señaló la escalera de madera con peldaños al aire y barandillas hechas con pedazos de hierro pintados de gris.

      —El estudio de Ian está arriba, pero no podemos entrar. Aunque no es que esté trabajando en algo, está bloqueado. El dormitorio principal está también en el primer piso. Hay uno más pequeño en esta planta. A Ben y Mark les encantaba cocinar, así que la cocina es espectacular, pero ninguno de nosotros dos es buen cocinero. ¿A ti cómo se te da?

      Tess solía cocinar, pero no lo hacía desde hacía mucho tiempo. Lomo de cerdo asado, espárragos, albóndigas de ricotta con panceta y salvia crujiente… Esa fue la última gran comida que preparó. Las albóndigas estaban perfectas, pero Trav no comió mucho.

      «Lo siento, cariño. No tengo hambre. Es este maldito frío. Parece que no puedo librarme de él».

      No había sido un resfriado. Había tenido neumonía neumocócica, una enfermedad que debería haber respondido al tratamiento, pero no fue así. Diez días después, había muerto.

      —¿Te encuentras bien? —Bianca la miraba con preocupación.

      —Sí. Estoy bien. Estaba… Me gusta, aunque no he cocinado mucho últimamente. —Tess se acordó de sonreír—. Pero me gusta comer. Tal vez tú puedas darme algunas ideas.

      Bianca le mostró la cocina: azulejos blancos como los de las estaciones de metro detrás del fregadero, la larga ventana de la escuela en el extremo estrecho, un tablero de cuentas blancas, armarios pintados en un tono más claro que el azul del resto de la planta baja. Una puerta exterior conducía a la parte trasera de la casa. En la encimera de esteatita había una berenjena junto a un par de tomates maduros y media barra de pan francés.

      Bianca se sentó en el alféizar de la ventana con las manos apoyadas en el vientre y enumeró alegremente algunos de sus platos favoritos, los restaurantes que adoraba y odiaba, los artículos que echaba en falta en la entrega semanal de víveres y los antojos que estaba notando en el embarazo. La conversación, como estaba descubriendo Tess, tendía a girar a su alrededor, lo que a ella le venía muy bien.

      —¡Cocina algo! —exigió Bianca con entusiasmo infantil—. Algo saludable y delicioso que ninguna de las dos haya comido jamás. Algo que esté rico y alimente a mi bebé.

      Tess no tenía apetito, pero sacó de la nevera un montón de acelgas marchitas, una cabeza de ajo y una botella de vinagre balsámico para una bruschetta improvisada.

      —Es como ver a la suprema Madre Tierra trabajando. —Bianca no paraba de asombrarse de todo lo que hacía Tess, como si nunca hubiera visto una berenjena cortada en daditos o un diente de ajo pelado.

      —No sé de qué hablas.

      —Mírate. Tu cabello, tu cuerpo. A tu lado, soy pálida y débil.

      —Las hormonas del embarazo han hecho mella en tu ánimo. Eres una de las mujeres más guapas que he visto en mi vida.

      Bianca suspiró, como si su apariencia fuera una carga que tuviera que soportar.

      —Eso es lo que dice todo el mundo. —Se dio la vuelta para mirar por la ventana hacia los pastos secos de invierno en el claro que se extendía más allá de la escuela—. No te imaginas lo mucho que quiero a este bebé. Es algo que me pertenece.

      —Tu marido quizá tenga algo que decir sobre eso. —Tess lanzó la piel de la berenjena a la basura.

      —Perdí a mis padres cuando tenía seis años. Me crio mi abuela. —Bianca siguió hablando como si no la hubiera oído.

      Tess había perdido a su madre hacía casi una década. Su padre las había abandonado cuando ella tenía cinco años y guardaba pocos recuerdos de él.

      —Durante mucho tiempo ni siquiera me planteaba tener hijos —dijo Bianca—. Pero luego me obsesioné con la idea de quedarme embarazada.

      Tess se preguntó cómo se sentiría el marido de Bianca al respecto. A pesar de su charla, no había dicho demasiado sobre su matrimonio.

      Un olor delicioso comenzaba a inundar la cocina cuando Tess picó la acelga y salteó el ajo en aceite de oliva, donde añadió también un poco de mantequilla para reducir el amargor de la verdura. Tostó el pan francés y cortó los tomates maduros en daditos junto con algunas aceitunas finamente picadas. Después de mezclarlo todo, salpimentó, echó un poco más de aceite de oliva y lo puso con una cuchara sobre el pan tostado. Con la comida terminada, colocada en un par de platos de porcelana, Bianca y ella se acomodaron en la larga mesa del comedor.

      La bruschetta era perfecta, el pan crujiente, la cubierta carnosa y llena de sabor.

      Había algo reconstituyente en estar en esa hermosa habitación bañada por el sol con una mujer tan vital. Tess se sorprendió al darse cuenta de que tenía hambre de verdad. Por primera vez en mucho tiempo, fue capaz de saborear la comida.

      La puerta principal se abrió, y North entró con una mochila colgada al hombro, sobre la chaqueta. Se detuvo en la puerta y miró a Tess sin decir nada, sin necesidad de hacerlo.

      «Te dije que te mantuvieras alejada, y aun así, aquí estás».

      El último bocado de bruschetta perdió todo rastro de sabor.

      —Me han invitado —dijo.

      —¡Y nos lo hemos pasado muy bien! —El gritito animado de Bianca sonó como una nota aguda.

      —Me alegra oírlo. —No parecía contento.

      —Tienes que probar esto —dijo Bianca.

      —No tengo hambre. —Se deshizo de la mochila y la dejó sobre un largo banco de madera.

      —No seas tan gruñón. No hemos comido nada tan bueno desde que llegamos aquí.

      Se quitó la chaqueta y avanzó hacia ellas. Cuanto más se acercaba, más fuerte era el deseo de Tess de proteger a Bianca.

      —Te serviré un poco. —Bianca se levantó y fue a la cocina.

      —Esto no es bueno para ella. —North se detuvo en la cabecera de la mesa, el lugar donde Bianca había estado sentada, y miró a Tess. La luz de febrero que entraba por las ventanas caía sobre la larga cicatriz que le recorría el cuello.

      —Las verduras y las aceitunas son muy nutritivas. —Tess eligió malinterpretar sus palabras a propósito.

      —Necesitas descansar, Bianca. —Su esposa reapareció con un plato. Él lo aceptó, pero no se sentó.

      —Necesito caminar —dijo ella,


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