La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro - Robert Louis Stevenson


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el Capitán era una fuente de valiosas emociones, enmedio de aquella quieta y sosegada vida del campo. Algunos de los más jóvenes de nuestros vecinos no le escatimaban ya ni su misma admiración, llamándole un verdadero lobo marino, un tiburón legítimo y otros nombres parecidos, agregando que hombres de su ralea son precisamente los que hacen que el nombre de Inglaterra sea temido y respetado sobre el océano.

      Pero también, en cierto modo no dejaba de llevarnos bonitamente hacia la ruina; porque su permanencia se prolongaba en nuestra casa semana tras semana, y después un mes tras de otro, de tal manera que ya las monedas de oro aquellas habían sido más que devengadas, sin que mi padre se hiciese el ánimo de insistir demasiado en que renovase la exhibición. Si alguna vez se permitía indicar algo, el Capitán resoplaba por el fuelle de su nariz de una manera tan formidable que casi se pudiera decir que bramaba y con su feroz mirada arrojaba á mi pobre padre fuera de la habitación. Yo lo ví, con frecuencia, después de tales repulsas, retorcerse los manos desesperadamente y tengo la certeza de que, el fastidio y el terror que se dividían su existencia contribuyeron grandemente á acelerar su anticipada é infeliz muerte.

      En todo el tiempo que vivió con nosotros el Capitán no hizo el menor cambio en su traje, sino fué el comprarse algunos pares de medias, aprovechando el paso casual de un buhonero. Habiéndosele caído una de las alas de su sombrero, no se ocupó de reducir á su lugar primitivo aquel colgajo que era para él una gran molestia, sobre todo, cuando hacía viento. Me acuerdo todavía de la miserable apariencia de su jubón que remendaba, él en persona, arriba en su habitación y que, antes de su muerte, no era ya otra cosa más que remiendos. Jamás escribió ni recibía carta alguna, ni se dignaba hablar á nadie que no fuese de los vecinos que él conocía por tales, y aun á éstos hacíalo solamente cuando bullían en su cabeza los espíritus del rom. En cuanto al gran cofre de á bordo, ninguno de nosotros había logrado verlo abierto.

      Solamente una vez sufrió un verdadero enojo, lo cual sucedió poco antes de su triste fin, en ocasión en que la salud de mi padre estaba ya declinando en una pendiente, que acabó por llevarlo hasta el sepulcro. El Doctor Livesey vino una vez con cierto retardo, por la tarde, con el objeto de ver á su enfermo; tomó alguna ligera comida que le ofreció mi madre y se entró, en seguida, á la sala, para fumar su puro, en tanto que le traían su caballo desde el pueblo, porque en la posada carecíamos de bestias y de caballerizas. Yo me fuí tras él y me acuerdo haber observado el contraste que ofreció á mis ojos aquel doctor fino y aseado, de cabellera empolvada, tan blanca como la nieve, de vivísimos ojos negros y maneras gratas y amables, con aquellos retozones palurdos del campo; y más que todo con el sucio, enorme y repugnante espantajo de pirata de nuestra posada, que se veía sentado en su rincón habitual, bastante avanzado ya á aquella hora en su embriaguez cuotidiana, y recargando sus brazos musculosos sobre la mesa. De repente nuestro huésped comenzó á canturriar su eterna canción:

      “Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto Son quince ¡yo—ho—hó! son quince ¡viva el rom! El diablo y la bebida hicieron todo el resto, El diablo ¡yo—ho—hó! el diablo ¡viva el rom!

      Al principio me había yo figurado que el cofre del muerto que él cantaba sería probablemente aquel gran baúl suyo que guardaba arriba en su cuarto del frente de la casa, y este pensamiento no había dejado de mezclarse confusamente en mis pesadillas con la figura del esperado marino de una sola pierna. Pero cuando sucedió lo que ahora refiero, ya todos habíamos dejado de conceder la más pequeña atención al extraño canto de nuestro hombre que, con excepción del Doctor Livesey, no era ya nuevo para nadie. Pude observar, sin embargo, que al Doctor no le producía un efecto de los más agradables, porque le ví levantar los ojos por un momento, con un aire de bastante disgusto, hacia el Capitán, antes de comenzar una conversación que emprendió enseguida con el viejo Taylor, el jardinero, acerca de una nueva curación para las afecciones reumáticas. Entre tanto el Capitán parecía alegrarse al sonido de su propia música, de una manera gradual, hasta que concluyó por golpear con su mano sobre la mesa de aquella manera brusca y autoritativa que todos nosotros sabíamos muy bien que quería decir: “¡Silencio!” Todas las voces callaron á la vez, como por encanto, excepto la del Doctor Livesey que continuó dejándose oir imperturbablemente clara y agradable, interrumpida solamente, por las vigorosas fumadas que daba á su puro cada dos ó tres palabras. El Capitán lo miró fijamente por algunos momentos, volvió á golpear sobre la mesa, le lanzó una nueva mirada más terrible todavía y concluyó por vociferar, con un villano y soez juramento:

      —¡Silencio, allí, los del entre-puente!

      —¿Es á mí á quien Vd. se dirijía? preguntó el Doctor, á lo cual nuestro rufián contestó que sí, no sin añadir otro juramento nuevo.

      —No le replicaré á Vd. más que una cosa, dijo el Doctor, y es que si Vd. continúa bebiendo rom como hasta aquí, muy pronto el mundo se verá libre de una bien asquerosa sabandija.

      Sería inútil pretender describir la furia que se apoderó del viejo al escuchar esto. Púsose en pie de un salto, sacó y abrió una navaja marina de gran tamaño y balanceándola abierta sobre la palma de la mano amenazaba clavar al Doctor contra la pared.

      El Doctor no hizo el más pequeño movimiento. Tornó á hablarle de nuevo, lo mismo que antes, por encima de su hombro y con el mismo tono de voz, solo un poco más alto de manera que oyesen bien todos los circunstantes, pero con la más perfecta calma y serenidad:

      —Si no vuelve Vd. esa navaja al bolsillo en este mismo instante, le juro á Vd. por quien soy que será ahorcado en la próxima reunión del Tribunal del Condado.

      Siguióse luego un combate de miradas entre uno y otro, pero pronto el Capitán hubo de rendirse, guardó su arma y volvió á su asiento gruñendo como un perro que ha sido mordido.

      —Y ahora, amigo—continuó el Doctor—desde el momento en que me consta la presencia de un hombre como Vd. en mi distrito, puede Vd. estar seguro de que ni de día ni de noche se le perderá de vista. Yo no soy solamente un médico, soy también un magistrado; así es que, si llega hasta mí la queja más insignificante en su contra, aunque no sea más que por un rasgo de grosería como el de esta noche, ya sabré tomar las medidas más del caso para que se le dé á Vd. caza y se le arroje del país. Haga Vd. que baste con esto.

      Poco después llegó á la puerta la cabalgadura, y el Doctor Livesey partió en ella sin dilación. Pero el Capitán se mantuvo pacífico aquella noche y aun otras muchas de las subsecuentes.

CAPÍTULO II “BLACK DOG” APARECE Y DESAPARECE

       Índice

      NO mucho tiempo después de lo referido en el capítulo precedente, ocurrió el primero de los sucesos misteriosos que nos desembarazaron, por fin, del Capitán, aunque no de sus negocios como pronto lo verán los que leyeren. Corría, á la sazón, un invierno crudo y frío, con largas y terribles heladas y deshechos temporales. Mi pobre padre continuaba empeorando de día en día, al grado de que ya se veía muy claramente la poca probabilidad de que llegase á ver una nueva primavera. El manejo de la posada había caído enteramente en manos de mi madre y mías, y ambos teníamos demasiado que hacer con ella para que nos fuese dable el parar mientes con exceso en nuestro desagradable huésped.

      Era una fría y desapacible mañana del mes de Enero—muy temprano todavía—la caleta, cubierta toda de escarcha, aparecía gris ó blanquecina, en tanto que la maréa subía, lamiendo suavemente las piedras de la playa, y el sol, muy bajo aún, tocaba apenas las cimas de las lomas y brillaba allá muy lejos en el confín del océano. El Capitán se había levantado mucho más temprano que de costumbre y se había dirijido hacia la playa, con su especie de alfange, colgando bajo los anchos faldones de su vieja blusa marina, su anteojo


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