El libro negro del comunismo. Andrzej Paczkowski
rebeldes entre 1918 y 1922;
• hambruna de 1922 que provocó la muerte de cinco millones de personas;
• liquidación y deportación de los cosacos del Don en 1920;
• asesinato de decenas de miles de personas en los campos de concentración entre 1918 y 1930;
• liquidación de cerca de 690.000 personas durante la Gran Purga de 1937-1938;
• deportación de dos millones de kulaks (o de gente a la que se calificó de tales) en 1930-1932;
• destrucción por el hambre provocado y no auxiliado de seis millones de ucranianos en 1932-1933;
• deportación de centenares de miles de personas procedentes de Polonia, Ucrania, los países bálticos, Moldavia y Besarabia en 1939-1941 y después en 1944-1945;
• deportación de los alemanes del Volga en 1941;
• deportación-abandono de los tártaros de Crimea en 1943;
• deportación-abandono de los chechenos en 1944;
• deportación-abandono de los ingushes en 1944;
• deportación-liquidación de las poblaciones urbanas de Camboya entre 1975 y 1978;
• lenta destrucción de los tibetanos por los chinos desde 1950, etc.
No acabaríamos de enumerar los crímenes del leninismo y del estalinismo, a menudo reproducidos de forma casi idéntica por los regímenes de Mao Zedong, de Kim Il Sung, de Pol Pot.
Queda una difícil cuestión epistemológica: ¿está capacitado el historiador para utilizar, en su descripción y su interpretación de los hechos, nociones como las de «crimen contra la Humanidad» o «genocidio» que arrancan, como hemos visto, del ámbito jurídico? ¿Acaso no dependen demasiado estas nociones de imperativos coyunturales —la condena del nazismo en Nüremberg— para ser integradas en una reflexión histórica que pretende establecer un análisis pertinente a medio plazo? Además ¿no se encuentran estas nociones demasiado cargadas de «valores» susceptibles de «falsear» la objetividad del análisis histórico?
En relación con lo primero, la historia de este siglo ha puesto de manifiesto que la práctica, por parte de estados o de partidos estatales, de la matanza en masa no fue algo exclusivo de los nazis. Bosnia o Ruanda prueban que estas prácticas perduran y que constituyen sin lugar a dudas una de las características principales del siglo XX.
En relación con lo segundo, no es cuestión de regresar a las concepciones históricas del siglo XIX en virtud de las cuales el historiador pretendía más «juzgar» que «comprender». No obstante, frente a inmensas tragedias humanas directamente provocadas por algunas concepciones ideológicas y políticas, ¿puede el historiador abandonar cualquier principio de referencia a una concepción humanista —relacionada con nuestra civilización judeo-cristiana y con nuestra cultura democrática— por ejemplo, el respeto de la persona humana? Numerosos historiadores de prestigio no dudan en utilizar la expresión «crimen contra la Humanidad» para calificar los crímenes nazis, como es el caso de Jean-Pierre Azema en un artículo sobre «Auschwitz»8 o Pierre Vidal-Naquet a propósito del proceso Touvier9. Nos parece, por lo tanto, que no es ilegítimo utilizar estas nociones para definir algunos de los crímenes cometidos en los regímenes comunistas.
Además de la cuestión de la responsabilidad directa de los comunistas en el poder, se plantea la de la complicidad. El Código Penal canadiense, reformado en 1987, considera, en su artículo 8 (3.77), que los delitos de crimen contra la Humanidad incluyen los casos de tentativa, de complicidad, de consejo, de ayuda, de estímulo o de complicidad de hecho10. Son igualmente asimilados a los crímenes contra la Humanidad —artículo 7 (3.76)— «la tentativa, la conspiración, la complicidad después del hecho, el consejo, la ayuda o el estímulo en relación con este hecho» (el énfasis es nuestro). Ahora bien, de los años veinte a los años cincuenta, los comunistas de todo el mundo y otras muchas personas aplaudieron hasta romperse las manos la política de Lenin y después la de Stalin. Centenares de miles de personas entraron en las filas de la Internacional Comunista y de las secciones locales del «partido mundial de la revolución». En los años cincuenta-setenta, otros centenares de miles de personas incensaron al «Gran Timonel» de la revolución china y cantaron los méritos del Gran Salto Adelante o de la Revolución cultural. En una época aún más cercana a la nuestra, fueron numerosos los que se felicitaron por que Pol Pot había tomado el poder11. Muchos responderán que «no sabían nada» y es verdad que no era siempre fácil saber al haber convertido los regímenes comunistas el secreto en uno de sus métodos privilegiados de defensa. Pero muy a menudo, esta ignorancia era solo el resultado de una ceguera provocada por la fe militante y a partir de los años cuarenta y cincuenta, muchos de estos hechos eran conocidos e indiscutibles. Ahora bien, si muchos de estos turiferarios han abandonado hoy sus ídolos de antaño, lo han hecho de manera silenciosa y discreta. ¿Qué debe pensarse de la amoralidad profunda que se da en renunciar a un compromiso público en el secreto de las almas sin extraer ninguna lección de ello?
En 1969, uno de los precursores en el estudio del terror comunista, Robert Conquest, escribía: «El hecho de que tanta gente “avalara” de manera efectiva (la Gran Purga) fue sin duda uno de los factores que posibilitaron toda la Purga. Los procesos especialmente solo habrían despertado escaso interés de no ser porque fueron dados por buenos por algunos comentaristas extranjeros, por lo tanto “independientes”. Estos últimos deben, al menos en cierta medida, aceptar la responsabilidad de haber sido cómplices en estos asesinatos políticos, o, como mínimo, en el hecho de que estos se renovaran cuando la primera operación, el proceso Zinoviev (en 1936) se benefició de un crédito injustificado»12. Si se juzga por esta razón la complicidad moral e intelectual de cierto número de no comunistas, ¿qué se puede decir de la complicidad de los comunistas? ¿No se debe recordar que Louis Aragon lamentó públicamente en un poema de 1931 el haber solicitado la creación de una policía política en Francia13, incluso aunque por un momento pareció criticar el período estalinista?
Joseph Berger, antiguo cuadro de la Komintern14 que fue «purgado» y conoció los campos de concentración, cita la carta que recibió de una antigua deportada del Gulag, que siguió siendo miembro del partido después de su regreso de los campos de concentración: «Los comunistas de mi generación aceptaron la autoridad de Stalin. Aprobaron sus crímenes. Esto es cierto no solamente en relación con los comunistas soviéticos sino también respecto a los del mundo entero, y esta mancha nos marca de forma individual y colectiva. Solo podemos borrarla actuando de tal manera que nunca pueda volver a producirse nada parecido. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Perdimos entonces el espíritu o es ahora cuando nos hemos convertido en traidores al comunismo? La verdad es que todos, incluidos aquellos que estaban más cerca de Stalin, convertimos ciertos crímenes en lo contrario de lo que eran. Los tomamos por contribuciones importantes a la victoria del socialismo. Creimos que todo lo que fortalecía el poder político del partido comunista en la Unión Soviética y en el mundo era una victoria para el socialismo. Nunca imaginamos que pudiera existir en el seno del comunismo un conflicto entre la política y la ética»15.
Por su parte, Berger matiza la afirmación: «Yo considero que si bien puede condenarse la actitud de aquellos que aceptaron la política de Stalin, lo que no fue el caso de todos los comunistas, es más difícil reprocharles el no haber conseguido que esos crímenes resultaran imposibles. Creer que algunos hombres, incluso de elevada posición, podían contrarrestar sus planes, significa que no se comprende nada de lo que fue su despotismo bizantino». Con todo, Berger tiene «la excusa» de haberse encontrado en la URSS y por lo tanto de haberse visto atrapado entre las fauces de la máquina infernal sin poder escapar de ella. Pero ¿qué ceguera empujó a los comunistas de Europa occidental que no caían bajo la amenaza directa del NKVD para que continuaran cantando las loas del sistema y de su jefe? ¡Ya tenía que haber sido poderoso el filtro mágico que los mantenía bajo aquella sumisión! En su notable obra sobre la Revolución rusa —La Tragedia soviética— Martin Malia levanta una esquina del velo al hablar de «esa paradoja de un gran ideal que llevó a un gran