Punto de no retorno. Michel Bonnefoy Rosenzuaig
la vida de mi papá, con más o menos entusiasmo según la hora y el número de botellas vacías que se iban acumulando sobre la mesa. Mis tías eran generalmente más discretas y se limitaban a completar o corregir los cuentos que relataban sus esposos. Mi madre en esos casos hablaba poco, quizás porque era de las que menos vino bebía. Yo la miraba de reojo para vigilar que no se le pusiesen los ojos rojos, pero era buena actriz y recurría a la sonrisa, que le servía en esos momentos para decir que no estaba triste y que no había razón para interrumpir la reproducción de las narraciones de episodios que a menudo se repetían, con los aportes ficticios de quien las narraba. Una misma anécdota podía servir para inmortalizar su generosidad o para enaltecer su audacia. La mayoría de las veces las visitas venían con sus hijos, con quienes conformábamos una mesa aparte, donde se trataban otros temas, nunca sobre mi papá, porque a mis primos no les importaba mi papá ni la vida de ningún ausente, menos aún adulto. Los niños escuchan las conversaciones de los adultos solamente para averiguar la agenda y sopesar el grado de información que manejan ellos sobre nosotros, los niños.
El primer período después de su muerte, mi madre, mi abuela y los demás adultos eran extremadamente complacientes con mi hermana y conmigo. Todo se perdonaba y el nivel de exigencia era muy bajo. Hasta el vecino que solía alterarse por el gato, las ramas del cerezo en el muro divisorio, el ruido durante la siesta del domingo y la pelota que a veces se elevaba más de la intención del pateador, era comprensivo y nos devolvía la pelota sin las advertencias de antes, como si de pronto le hubiese empezado a gustar participar del juego, devolviéndonos la pelota a cada rato, incluso el domingo a la hora de la siesta. Los efectos que tiene la muerte sobre la gente son sorprendentes. Hubo quienes ni se percataron que mi papá había muerto, no preguntaban por él ni lo mencionaban, mientras que otros únicamente hablaban de él cada vez que nos veían. Cada quien afronta las cosas a su manera. El señor de la pastelería, por ejemplo, consideró que su aporte a la muerte de mi papá sería la distribución gratuita de pasteles a los dos hijos del difunto. Fue su manera de solucionar el problema. No era asunto suyo si a mi abuela no le gustaba que comiéramos pasteles antes de la cena.
Muchos años después, cuando ambos ya éramos adultos, antes de encontrarme yo en este recinto, nos divertíamos recordando los abusos que cometíamos, explotando la compasión de los vecinos. No lo hacíamos por necesidad económica, puesto que afortunadamente nunca fuimos pobres, incluso después de la muerte de mi padre. Seguimos asistiendo al mismo colegio, viviendo en la misma casa, a pesar de la disminución de los ingresos familiares, que obligaron a mi madre a trabajar también por la noche y a abrir posteriormente una consulta privada, siendo que había acordado con su esposo, mi papá, que nunca ejercerían la medicina privada. Ambos eran funcionarios del Sistema Nacional de Salud y consideraban un honor y un orgullo trabajar para el SNS, que en esa época era un ejemplo en América Latina. Se ganaba poco, pero ambos eran comunistas y les parecía indigno y egoísta enriquecerse ejerciendo la medicina.
En eso también intervino su muerte. A mi mamá se le acabó el tiempo para asistir a las reuniones políticas. No sé si eso lo entendió el partido, pero hubo un distanciamiento que acabó en ruptura. Me pregunto cómo hubiese reaccionado mi padre ante esa separación. Para él la felicidad estaba directamente relacionada con la lucha por el socialismo. Se conocieron en la facultad de medicina, pero el cimiento del amor no fue el ejercicio de la profesión, sino la militancia. Un par de décadas después, en circunstancias diferentes, yo constataría en carne propia la fuerza de atracción que ejerce el combate por una causa común en la compenetración de dos seres que comparten un ideal. El ejercicio de ayudar a la gente en los momentos difíciles de la enfermedad es una forma generosa de relacionarse con la sociedad, pero ese acto altruista se engrandece cuando está enmarcado en un esfuerzo conjunto por mejorar la calidad de vida de todos los habitantes de un país y del mundo. Así hablaba mi padre. Al menos así lo recuerdan sus antiguos camaradas del Partido Comunista de Chile.
Nosotros éramos todavía muy pequeños para ser comunistas, aunque mi hermana ocasionalmente repetía frases comunistas. Me temo que lo hacía más por encantar a nuestros padres que por convicción política. Leía mucho, pero Julio Verne y Rudyard Kipling no eran comunistas. Una vez mi hermana le preguntó a los tíos si también eran comunistas y ellos le dieron una explicación que no entendí y sospecho que ella tampoco, porque la respuesta era que sí, pero que no, que en el fondo sí, pero que no. Me acuerdo que la pregunta suscitó una discusión entre mi papá, que decía que no lo eran, y ellos, que decían que sí. Fue bastante confuso. Hoy para mí la explicación es que en esa época todas las personas que no se consideraban egoístas querían ser comunistas, pero nadie quería el comunismo que pregonaba el Partido Comunista. Mi mamá no se metía en esas discusiones. Quizás porque era menos comunista que mi papá, lo que significaría, según mis tíos, que era más comunista que mi papá.
En el funeral hubo problemas, porque un jefe del partido quería hacer un discurso y mi abuela, que era anticomunista, se opuso y se quedaron sin anunciar todo lo que iban a decir sobre mi papá, que estoy seguro que era positivo. En ese sentido mi abuela se equivocó, porque no iban a decir nada malo sobre él. Es lo que la gente llama prejuicios. Mi abuela se prejuició y nos quedamos todos sin escuchar las maravillas que los comunistas iban a revelar sobre mi papá. De todas formas, nosotros no estábamos invitados al funeral. Nos dejaron en casa de una amiga de mi mamá que se sacrificó. Un sacrificio relativo, porque le tocó un almuerzo de día de fiesta, sin que hubiese fiesta ni motivo de fiesta.
La muerte de mi papá marcó el fin de los días normales. Antes de la noticia, a ninguno de nosotros se le ocurrió que algo así podía suceder y, por consiguiente, nadie preparó el escenario para ese vuelco dramático, ni siquiera Fresia, que solía adivinar el futuro. La rutina de la casa era agradable, con Fresia que cocinaba, limpiaba y se ocupaba de nosotros. Ahora que lo pienso, Fresia estaba siempre haciendo algo. No la recuerdo sentada pensando, o descansando, o leyendo, o mirando las ramas del cerezo, o escuchando radio. Siempre se estaba agitando. Y la muerte de mi papá no modificó en nada su ritmo frenético.
Ella es una de las personas que más me ha explicado la psicología de mi padre. Fuera de mi madre, nadie conocía mejor sus hábitos. Fresia vivía en nuestra casa, le lavaba la ropa, preparaba la comida, ordenaba su habitación y estudiaba sus costumbres para anticipar. Lo único en que no se metía era en los utensilios de pesca. Ahí nadie se metía, excepto mi hermana que a veces lo ayudaba a preparar un viaje. Mi padre era un excelente pescador de agua dulce. Lo dice todo el mundo, empezando por Fresia, que no sabe de pesca, ni de río ni de mar.
Una vez, cuando todavía era niño, mi madre me mostró el canasto donde metía las truchas y las carpas muertas. Olía mal. También me mostró la caja metálica con las moscas y los anzuelos, los plomos, los flotadores y las cucharas. Los carretes iban aparte. También me mostró las cañas, porque tenía varias, más largas, más flexibles, de una pieza o desmontables. Ese día me regaló la gorra de pescador que usaba para el sol y para la lluvia. No sé qué la hice. Era niño y no entendí que esa gorra era importante, porque era de mi papá. Las cosas simplemente me gustaban o no me gustaban. Sus botas de goma estuvieron un tiempo detrás de la puerta, hasta que desaparecieron. Me quedaban grandes y no me importó que un día no estuviesen más en su sitio.
Si hubiese tenido papá, hubiese sido más cuidadoso con esos detalles, porque habría entendido que no era cualquier gorra ni eran unas botas sucias. Sabría que un objeto de un papá no es un objeto cualquiera. Pero era muy pequeño para entender los misterios de los sentimientos. Yo sabía del amor, pero del otro, del que sentía por la niña que a veces me miraba y que yo espiaba en el colegio; Verónica se llamaba, de ella sí me acuerdo, era bonita y era buena alumna, no como yo que tenía malas notas. Supongo que a ella sus padres la ayudaban a hacer las tareas. Eso facilita las cosas, pero mi mamá no tenía tiempo, siempre trabajando o encerrada en el baño llorando. Nosotros la escuchábamos y le veíamos la cara en la mesa, nunca con apetito, como si hubiese cenado en el hospital antes de regresar a la casa. De mi papá tampoco recibía ayuda por razones obvias.
Creo que mi vida no cambió sustancialmente con la muerte de mi padre. Como dije antes, algunos aspectos mejoraron, como la actitud de los adultos hacia mí y mi hermana, todo el mundo más tolerante. También mi madre, menos exigente con el equilibrio en nuestra alimentación, podíamos