Esclavos Unidos. Helena Villar
La mayoría de casos que tratamos de adultos nacidos en Estados Unidos con analfabetismo vienen de comunidades afroamericanas muy pobres. Aquí, en el condado de Orange, las hay, pese a estar rodeados de vecinos ricos. Familias monoparentales, padres con múltiples trabajos… durante años fui profesora de inglés en Kurdistán. Mi escuela estaba en un pequeño pueblo, pero aun así tenían Física, Química y Cálculo pese a vivir en la pobreza extrema. No sé qué deberíamos hacer aquí, pero deberíamos hacer algo.
Es parte del análisis de Gina Solomon, directora ejecutiva de la ONG que dio clases a Brittani Bellamy, la Adult Literacy League, en activo desde el año 1968 y que sobrevive principalmente gracias a donaciones privadas. Solomon enfatiza el estigma social que estas personas afrontan, asegurando que, de entrada, jamás reconocen que no saben leer o escribir. Me cuenta la siguiente historia:
Tenemos un estudiante que tiene unos ochenta años. Llegó aquí porque la trabajadora de una biblioteca me llamó una noche llorando y pidiéndonos ayuda. El hombre acababa de abordarla a la salida del trabajo, diciéndole que estaba muy asustado. Su mujer, quien sí sabía leer, acababa de sufrir un ataque al corazón y tenía miedo de que muriese y, con ello, que sus hijos, que habían ido a la universidad, descubriesen que su padre era analfabeto. Él, que había trabajado duro para darle un futuro a su familia, no quería defraudarlos.
Brittany Bellamy aborda así su cuestión familiar:
Nadie contactó nunca con mis padres. Creo que las autoridades deberían controlar de alguna manera a los niños porque las familias pueden pasar por diversas situaciones y, en mi caso, nadie nunca se aseguró de que estuviésemos recibiendo una educación. Creo que la gente no se da cuenta de que esta es una realidad en nuestro país porque somos Estados Unidos, se supone que somos poderosos y libres, y tenemos acceso a todo. No es cierto. No todo el mundo tiene las mismas oportunidades y eso incluye la educación.
Bellamy consiguió su primer trabajo tan sólo dos años después de empezar a recibir clases, en 2016 pudo alquilar un apartamento y, en 2019, sacarse el carné de conducir. Ahora sueña con ir a la universidad. Sabe que no lo tiene fácil.
Deuda estudiantil
Si el nivel económico marca, salvo en contadas excepciones, el desarrollo educativo de niños y jóvenes, en el caso de la enseñanza superior en Estados Unidos puede, además, suponer una losa que acarrear de por vida. En 2020, la deuda total de préstamos estudiantiles alcanzó la cifra récord de 1,56 billones de dólares. Para hacernos una idea de lo que esto supone, sólo 45 millones de universitarios o exestudiantes deben en conjunto casi 1,6 billones. Es una de las categorías de deuda de consumo más altas del país. Aunque la mayoría de los individuos debe entre 20 mil y 40 mil dólares, casi un millón de personas debe más de 200 mil. La carga afecta sobre todo a estadounidenses entre los veinticinco y los cincuenta años de edad, pero la situación es tan extrema y la imposibilidad de hacer frente a los pagos es tal, que cada vez son más las personas jubiladas que siguen pagando sus estudios superiores. Según un análisis de Forbes basado en datos de la Reserva Federal, la deuda estudiantil de estadounidenses con edades entre los sesenta y los sesenta y nueve años asciende a los 85,4 mil millones de dólares. Otro estudio de Moody’s publicado en enero de 2020 reveló que prácticamente nadie podía hacer frente a los planes de pago que habían establecido en un principio, abocando a la mayoría a la refinanciación continua.
Si ponemos el foco en las disparidades raciales, la brecha es la siguiente: casi el 85% de los licenciados afroamericanos tienen deudas estudiantiles, en comparación con el 69% de los beneficiarios blancos de títulos, según la organización sin ánimo de lucro Centro de Préstamos Responsables. Aunque existe un claro consenso mediático e incluso social en etiquetar la situación como «la crisis de la deuda estudiantil», sólo los demócratas Elizabeth Warren, Tulsi Gabbard y Bernie Sanders fueron lo suficientemente claros a la hora de defender la cancelación total o masiva de dicha deuda en sus campañas para la nominación a candidato presidencial de las elecciones de 2020. Tampoco hay apenas rastro de defensa política de una universidad realmente pública. Según el Institute For College Access and Success, el 66% de los graduados en ese tipo de facultades salen de las mismas sin haber conseguido pagar por completo su educación. Es decir, cuando hablamos de la crisis de deuda, no nos estamos refiriendo precisamente a préstamos para ir a Harvard o Princeton. Estados Unidos podrá año tras año ocupar los primeros puestos en ránkings elaborados por instituciones privadas sobre las mejores universidades del mundo, eso sí, omitiendo siempre el enorme precio que el acceso a las mismas supone.
La vivienda como apartheid
Construir para destruir comunidades
Al oeste de la ciudad de Baltimore hay levantado un coloso de hormigón de seis carriles que termina de forma abrupta en medio de la nada. La historia de semejante brecha urbana, claramente visible en cualquier mapa de la urbe, se remonta a los años cincuenta, cuando se iniciaron los proyectos de la mayoría de las carreteras interestatales de Estados Unidos debido al aumento del consumo de automóviles. Por aquel entonces, la planificación de dichas infraestructuras decidió que la ruta 40 le pasara por encima a un barrio de mayoría afroamericana en el que vivían 10 mil familias. «Cuando era niña, yo venía a ver a mi padre aquí, que vivía en una de estas calles. Él decía que esto no tenía sentido, que por qué levantar algo que no llevaba a ningún sitio. Dijese lo que dijese, al final él también acabó convirtiéndose en un desplazado.» Denise Johnson se ajusta el nudo del pañuelo que lleva al cuello mientras lamenta no haberse puesto la bufanda en un día de abril extremadamente frío. Estamos en medio de una explanada cuyo único atrezzo es una excavadora al fondo, vallas metálicas y pequeñas casas cuyas construcciones languidecen dispuestas a desplomarse en cualquier momento. El viento penetra hasta los huesos. Le pregunto si quiere que nos movamos e insiste en explicar las consecuencias de la carretera a ninguna parte frente a ella, poniendo el dedo en la cicatriz de la que sería la herida mortal de su barrio de la infancia.
Aquellos que estaban todavía pagando sus casas tuvieron que irse sin recibir lo suficiente como para comprar otro hogar de un valor similar en otro lugar, pero el impacto no sólo debe medirse en términos económicos. Perdimos una comunidad con líderes, con cultura. La avenida Pensilvania era conocida por aquel entonces como el lugar para los negros en la ciudad, de música, danza… perdimos el testimonio de ese tiempo, perdimos iglesias, perdimos escuelas. Es decir, se destruyó el tejido social.
El caso de la carretera a ninguna parte en Baltimore oeste es especialmente sangrante por ser teóricamente un error de proyecto, es decir, que ni siquiera tenía que haber pasado por allí. Sin embargo, es el perfecto ejemplo para ilustrar lo siguiente: uno de los métodos más eficientes y utilizados en Estados Unidos para apuntalar la desigualdad es el uso perverso de las infraestructuras o, directamente, el no dotar de ellas a una comunidad. Así, pese al tiempo transcurrido, Baltimore oeste sigue siendo en la actualidad la zona de la ciudad con un mayor número de casas por ocupar y con un menor número de servicios y comercios en una de las urbes con la tasa de homicidios más alta de todo el país. Cuando las protestas ante la muerte en custodia policial, en 2015, del joven afroamericano Freddie Gay estallaron, la prensa internacional se hizo eco de las mismas. Sin embargo, pocos analizaron cómo el caldo de cultivo estructural que arroja desigualdad racial y falta de oportunidades lo impregna todo, hasta las infraestructuras. El despropósito de la ruta 40 no fue el único, nunca les han dejado remontar. La sacudida más reciente tiene el siguiente nombre: la Línea Roja. John Bullock, concejal por el distrito 9, lo resume de este modo:
Iba a ser una conexión de tren ligero de 14 millas de distancia que iba a unir Baltimore de este a oeste. En la actualidad, no tenemos un sistema integral de transporte. Esto iba a ser parte de ese proceso, algo que permitiría a las personas ir a trabajar, llegar a la escuela, 200 mil millones de dólares iban a ser invertidos por el estado. También 900 millones de dólares del Gobierno federal. Desafortunadamente, tras las elecciones, un nuevo gobernador decidió eliminar todo el proyecto.
Prácticamente la mitad de los trabajadores en la ciudad de Baltimore no pueden acceder a sus empleos mediante transporte público. En este contexto, la llegada de dicha línea iba a suponer, de entrada, dos mil nuevos trabajos a la zona. Tras la cancelación del proyecto –cuyos