Un don para amar. Ricardo Enrique Facci
en toda nuestra vida personal, familiar, social y comunitaria. Él es el Hijo de Dios, el Verbo que se ha hecho carne, cuando llegó la plenitud de los tiempos, Jesucristo se manifiesta como centro del cosmos y de la historia humana, Jesucristo es la revelación de la verdad divina para el hombre, es el único y universal salvador de todos los hombres.
La mentalidad de nuestros días, quiere poner todo en discusión, rechaza toda verdad absoluta, no acepta esto que estamos planteando, fundamental de nuestra fe cristiana. Hay quienes quieren mermar la centralidad de Cristo, cuando nada ni nadie puede sustituir al Hijo de Dios.
El documento “Dominus Iesus”, de la Congregación para la fe, ha vuelto a proponer la centralidad de Cristo en el proyecto salvador de Dios para los hombres. Sólo en Él hay salvación. Él es el redentor único y universal, y no se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvados (Cfr. Hec 4,12). Es interesante extraer algunas consideraciones:
Jesucristo es “centro del plan divino de salvación” (N° 10).
“La economía salvífica querida por Dios Uno y Trino, cuya fuente y centro es el misterio de la encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plan de la creación y de la redención (Cfr. Col 1,15-20), recapitulador de todas las cosas (Cfr. Ef 1,10), ‘al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención’ (1Cor 1,30)” (N° 11).
“La fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro”; “la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro” (N° 13).
“El Señor es el fin de la historia humana, “punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización”, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones”; “mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin (Apoc 22,13)” (N° 15).
La espiritualidad cristocéntrica supone un plan de Dios, en el que ha elegido un camino, para comunicar su vida, su felicidad, su bondad y su belleza a todos los hombres y familias. Este proyecto de Dios, pensado desde siempre y concretado hace 2.000 años, ha puesto a Jesucristo como centro, “este es el designio que Dios concibió desde toda la eternidad en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Ef 3,11).
Jesucristo absoluto centro del proyecto de Dios. “Todo ha sido creado por Él y para Él” (Col 1,16). Todas las criaturas existen para su gloria y celebran con su mismo existir ciertas perfecciones y alguno de los valores de Cristo.
Desde estos principios, estamos llamados a brindar este regalo a la humanidad, una espiritualidad auténticamente cristocéntrica. Una espiritualidad aterrizada en la vida comunitaria y familiar.
La pregunta ¿qué haría Cristo en mi lugar?, conduce inexorablemente a la santidad, a la perfección, sabiendo que el amor a toda persona, desde el amor a Dios, conduce a semejante meta (Cfr. Mt 5,46-48). Cuando uno le pregunta a Cristo sobre su accionar, la respuesta siempre es única: la vivencia del amor en nuestra cotidianeidad.
De este modo, todos tendremos a Cristo como una verdadera “piedra angular”. Centro de la historia de salvación, centro de la vida de la Iglesia, centro del accionar de la Obra, centro unificador de cada comunidad, centro generador de la felicidad familiar.
Tener a Cristo como centro y eje de la vida personal, familiar y comunitaria, implica necesariamente el encuentro personal con Él, dejándose tomar y guiar por su amor, de este modo se amplía el horizonte de la propia existencia, abre la mente, y nos da la oportunidad de apoyarnos en una esperanza que jamás quedará defrauda.
La fe que pone a Cristo como centro y eje, no es para quienes quieran escapar del mundo, de las exigencias de la vida, ni es un refugio para gente pusilánime, que muestra poco ánimo y falta de valor para emprender acciones, para enfrentar peligros o dificultades o soportar desgracias, sino que ensancha la vida, que como decíamos anteriormente, ensancha el horizonte, la visión de la humanidad.
La centralidad de la vida en Jesucristo hace descubrir una gran llamada: la vocación al amor. La cual conduce inexorablemente a la santidad y, asegura que vale la pena abandonarse en sus manos, porque Él con fidelidad y de modo constante, nos acompaña en el fortalecimiento de todas nuestras debilidades.
Termino con las palabras de nuestros Estatutos: “Cristo Vivo tiene espacio en cada comunidad, familia, persona, permitiendo que Él sea, en definitiva, quien toma las decisiones” (Art. 9). Esto es cristocentrismo. Cristo, centro y eje de nuestras vidas.
2. Cristocéntricos
Los invito a profundizar en nuestro interior. Cerremos nuestros ojos. ¿quién es Jesús para mí?... Él nos dice: “los llamé como amigos... los llamé para compartir el fruto que debe permanecer...” Ven Jesús, queremos que en este retiro realices en nosotros una marca nueva... estamos aquí porque Tú nos llamaste y nos has traído hasta aquí. Jesús te damos la bienvenida entre nosotros, y en nuestro corazón. Pero para que tu presencia crezca, debemos hacer decrecer nuestro ‘yo’... Sólo en Ti y a través de Ti, podemos todo... Amén.
Cristo Vivo nos ha convocado. El Cristo de la Pascua es quien nos llamó a una vida de fe. Este es Cristo. Nuestra santificación conlleva la necesidad de conocer a Cristo, imitarlo, pero por sobre todo de configurarnos con Él. Nadie se salva si no es en Cristo. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Camino que recorrer; Verdad que creer; Vida que vivir. Vivir en Cristo, transformarse en Cristo. San Pablo nos ilumina: “Nada juzgué digno sino de conocer a Cristo y a este crucificado” (1Cor 2,2). “Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí” (Gál 2,20).
Hay muchos errores al plantearnos la imitación de Cristo. Lo primero que debemos considerar es que Él, además de Hombre, es Dios. Esto marca una diferencia fundamental.
Para unos, imitar a Cristo se reduce a un estudio histórico de Jesús. Investigan su cronología, se informan de sus costumbres. Es un estudio más del orden científico que espiritual, es frío e inerte. La imitación de Cristo se reduciría a una copia literal de la vida de Cristo.
Para otros, es un asunto meramente especulativo. Ven a Jesús como un legislador, quien soluciona todos los problemas humanos, un sociólogo por excelencia, un reformador. Alguien generador de normas de vida, vaciando el aspecto sobrenatural de su vida.
Otro grupo de personas, creen imitar a Cristo, preocupándose al extremo, únicamente de la observancia de los mandamientos, siendo fieles observadores de las leyes divinas y eclesiásticas. Escrupulosas a la hora del cumplimiento del oficio, de un ayuno o de una abstinencia. El foco de atención es el pecado antes que Cristo. Actitud que se acerca más a los fariseos que a Jesús. Ni la escrupulosidad, ni el rigorismo, ni el fariseísmo son la esencia del cristianismo. Nuestra actitud frente al pecado la expresa admirablemente San Juan: “Hijos míos, les escribo esto para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1Jn 2,1-2).
Por último, para algunos, la imitación de Cristo consiste en un gran activismo apostólico, una multiplicación de esfuerzos en función del apostolado, un moverse continuamente en crear obras y más obras, en multiplicar reuniones y asociaciones. Otros creen que lo esencial pasa por una gran procesión de antorchas, la fundación de un periódico. No digo que esté mal. Todo es necesario, pero no es eso lo esencial del cristianismo. Esta concepción de activismo no es que se la condene, pero esto no es lo primordial en nuestra relación con Cristo.
Por esto, antes que imitar a Jesucristo debemos plantearnos el configurarnos con Él. De este modo, nuestra imitación de Cristo consiste en vivir la vida de Cristo, en tener esa actitud interior y exterior que en todo se conforma a la de Cristo, en hacer lo que Cristo haría si estuviese en mi lugar. Lo primero, necesario para imitar a Cristo, es asimilarse a Él por la gracia, que es la participación de