Un don para amar. Ricardo Enrique Facci
difícilmente lo conozcamos. En la oración Él nos habla y nosotros veremos sus claras respuestas. Mucho más, si nosotros antes nos hemos empapado con su Palabra.
Seguramente en lo más íntimo de nuestro corazón, de nuestra conciencia, aparecerá inmediatamente la respuesta de Jesús.
Para esto, es necesario un fundamento: el encuentro personal con Cristo Vivo. No le podemos dar espacio a Cristo para que sea centro y eje de nuestra vida, si primero no lo encontramos a Él como persona, como se encontraron tantos en los 2000 años de Iglesia. Así vemos a la Samaritana (cfr. Jn 4, 1ss), a la pecadora (cfr. Jn 8, 1ss), a Zaqueo (cfr. Lc 1,19ss) a Nicodemo (cfr. Jn 1, ss.) y a tantos otros a quienes el encuentro con Jesús les produjo un cambio profundo en sus vidas. No creamos que esto es fácil, los apóstoles vivieron tres años con Jesús y no lograron encontrarlo. Motivo por el cual, a la hora de la cruz se escondieron, se llenaron de desesperanza, tenían miedo y volvían a sus barcas. Fue necesario para ellos la presencia del Cristo Vivo de la Pascua y ahí sí trasformaron sus vidas.
¡Cuidado! A nosotros nos puede ocurrir lo mismo. Convivir con Cristo toda la vida y no encontrarlo nunca. Él hace tiempo que nos busca, desde la misma cruz. Por eso, debemos buscarlo y seguramente que nos encontraremos con Él, produciéndose algo muy importante: la conversión.
La conversión es dejar un Cristo que tiene una distancia conmigo para asumir un Cristo dentro de mí.
Nadie tiene garantido el encuentro con Cristo, por más que sea Papa, obispo, religioso, consagrado, laico comprometido. Por ejemplo, la Madre Teresa en la opinión de su Obispo, no servía ni para prender las velas del altar. En un retiro tiene un encuentro con Cristo y a partir de ahí genera una gran revolución dentro de la Iglesia.
Todos podemos estar en la primera etapa de la Madre Teresa, no servimos ni para prender las velas del altar. Oportunidades no nos faltan, debemos analizar hasta donde somos capaces de aprovecharlas y mirar nuestro proceso interior.
El encuentro con Cristo es algo muy personal, íntimo, no es algo “sentimentaloide”. Es atrapante y por ser atrapante es transformante. Al decir que Cristo es centro y eje de nuestras vidas, hacemos referencia a la acción transformante en tres ámbitos: en el sentimental, en la mente y en el corazón.
El primer paso que produce nuestro encuentro con Cristo, es una adhesión profunda a Él, la cual, nace desde el sentimiento.
Sentimiento es aquello que se produce en nuestro interior frente a una experiencia determinada. Será de adhesión, de aceptación o de rechazo. El primer paso de conversión a Jesucristo es una adhesión a Él; como los esposos que un día, experimentaron entre ellos un profunda adhesión hecha en el sentimiento y lucharon a brazo partido para llevarla adelante. Así también pasa entre nosotros y Jesús, si nuestro sentimiento se adhiere fuertemente a Él.
En segundo lugar, transforma nuestra mente porque va cambiando nuestra forma de pensar; nos lleva a identificarnos con el pensamiento de Cristo, a tener el criterio que Él tiene para la vida, nos enseña a ver cómo ve Jesús.
En tercer lugar, transforma nuestro corazón porque amaremos como ama Él.
La transformación del sentimiento se da instantáneamente, se da en el momento en que nos encontramos con Cristo. La transformación de la mente y el corazón se va dando paulatinamente a medida que vamos creciendo en el conocimiento de Aquél con quien nos encontramos.
De esta manera, le damos la oportunidad a Él, para que vaya cristificando nuestra vida, así cada uno llegaremos a ser otro Cristo.
Aquél que siente la transformación en el sentimiento, en la mente y en el corazón, comienza a tener una verdadera necesidad de Jesucristo. Esto ocurre cuando se ensancha en el corazón el don de la humildad.
Estamos llamados a ser reflejo de Cristo. Que toda nuestra vida tenga esta sublime aspiración: ser Cristo. Plenamente Cristo en la seriedad de nuestra vida, en la dinámica de la vida familiar, en el accionar de trabajo, apostolado, en la relación con los demás. Ésta es la vida que con nuestra conducta y palabra hemos de testimoniar. Debemos ser luz, gracia que oriente hacia un cristianismo total que satisfaga totalmente y que muestre cómo, en cada circunstancia de la vida, los demás tienen el deber de ser cristianos, y como a su vez, pueden serlo. Los hombres de hoy, en este mundo materialista, sienten como nunca esta inquietud. Es deber nuestro, los cristianos, saciar esta sed y demostrarles con nuestras palabras, y sobre todo con nuestras vidas, el camino seguro de realizar esa aspiración.
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