David Copperfield. Charles Dickens

David Copperfield - Charles Dickens


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para las vacaciones. Te lo ruego, sé bueno.

      -¡Clara! -repitió miss Murdstone.

      -Vale, mi querida Jane —dijo mi madre, que me tenía en sus brazos-. Te perdono, hijo mío, y ¡que Dios te bendiga!

      -¡Clara! -repitió miss Murdstone, y fue tan buena, que me acompañó al carro.

      Por el camino me dijo que esperaba que me arrepentiría antes de tener un mal fin.

      Subí al coche, y el perezoso caballo lo arrastró.

      Capítulo 5 Me alejan del hogar

      Habíamos andado como una media milla y mi pañuelo estaba completamente empapado cuando el carro se paró bruscamente.

      Miré para ver lo que pasaba, y con gran asombro vi a Peggotty surgiendo de un arbusto y encaramándose en el carro. Me cogió en sus brazos y me estrechó contra el corsé con tal fuerza, que casi me deshizo la nariz, aunque yo no me di cuenta de ello hasta después de un rato, al ver que me dolía. Peggotty no pronunció palabra. Soltándome con uno de los brazos, se lo hundió en el bolsillo hasta el codo y sacó unos paquetes llenos de dulces, que introdujo en los míos, y puso entre mis manos una bolsa, todo sin desplegar los labios. Después, dándome otro abrazo de despedida, bajó del carro y se marchó corriendo; estoy seguro de que se fue sin un solo botón en la blusa. Yo cogí uno, entre varios que habían caído a mi alrededor, y lo guardé durante mucho tiempo como un tesoro.

      El carretero me miró, como preguntándome si ya no volvería. Sacudí la cabeza y le dije que creía que no.

      -Entonces ¡en marcha! -le dijo a su caballo.

      Y, efectivamente, este se puso en marcha.

      Después de llorar cuanto me fue posible empecé a comprender que no conducía a nada el llorar de aquel modo, principalmente porque ni Roderich Ramdom ni el capitán de la marina real inglesa habían llorado nunca, ni aun en las situaciones más críticas. El carretero, viéndome con aquella resolución—me propuso poner a secar el pañuelo en el lomo de su caballo. Le di las gracias, consintiendo, y el pañuelo me parecía ridículamente pequeño colocado allí.

      No tardé en examinar la bolsa. Era un portamonedas fuerte de cuero, que contenía tres chelines muy brillantes, evidentemente pulidos con esmero por Peggotty para mi mayor satisfacción; pero, su más precioso tesoro eran dos medias coronas, que encontré envueltas en un papelito, en el que se leía, de letra de mi madre: «Para Davy, con mi cariño».

      Esto me conmovió de tal manera, que pedí a Barkis (el cochero se llamaba así) que tuviera la bondad de devolverme mi pañuelo; pero me contestó que le parecía más prudente que siguiera sin él, y comprendiendo que tenía razón, me sequé los ojos con la manga y dejé de llorar.

      Había dejado de llorar del todo; pero a consecuencia de mis emociones, todavía me sacudía de vez en cuando un profundo sollozo.

      Después de haber viajado así durante un rato pregunté a Barkis si iba a llevarme él todo el camino.

      -¿Todo el camino a dónde? -me preguntó.

      -Allí -dije.

      -¿Y dónde es allí? -insistió el hombre.

      -Cerca de Londres —dije.

      -Pero este caballo -me contestó, sacudiendo las riendas para que le mirase- estaría más muerto que un cochinillo asado antes de la mitad del camino.

      -¿Entonces no va usted más que a Yarmouth? -pregunté.

      -Eso es -dijo Barkis-. Allí tendrás que tomar la diligencia, y la diligencia te llevará hasta… donde vas.

      Como esto era mucho hablar para él, pues ya observé en un capítulo precedente que era hombre flemático y nada charlatán, le ofrecí un bizcocho en agradecimiento, y se lo zampó de un bocado, exactamente como lo hubiera hecho un elefante, y en su rostro no se observó más impresión de la que se hubiera observado en el del elefante.

      -¿Es ella quien los ha hecho? -preguntó, inclinado, como siempre, hacia delante y con un brazo sobre cada rodilla.

      -¿Se refiere usted a Peggotty?

      -Sí —contestó Barkis.

      -Sí; en casa es ella quien hace los pasteles y toda la cocina.

      -Según eso, ¿lo hace ella?

      Y Barkis puso la boca como si fuera a silbar, pero no silbó. Se inclinó a mirar las orejas de su caballo, como si viera en ellas algo nuevo, y así continuó durante mucho tiempo.

      -¿Y amorcillos no habrá, supongo?

      -¿Se refiere usted a los amorcillos de dulce, míster Barkis? -pregunté, creyendo que le apetecían.

      -Novios -dijo Barkis-. Noviazgos. ¿No habla nadie con ella?

      -¿Con Peggotty?

      -Sí.

      -¡Oh, no! Nunca ha tenido novio.

      -¿Nunca lo ha tenido?

      Y de nuevo Barkis puso la boca como si fuera a silbar y no silbó, y volvió a la contemplación de las orejas de su caballo.

      -Según eso -dijo después de un largo rato de reflexión- ¿ella es quien hace todas las tartas de manzana y toda la cocina?

      Respondí que así era.

      -Bien, pues voy a decirte una cosa -me dijo Barkis-. ¿Tú piensas escribirle?

      -Sí que pienso -respondí.

      -¡Ah! -dijo, volviéndose a mirarme lentamente—. ¡Bien! Si le escribes, ¿te importaría decirle que Barkis está dispuesto?

      -¿Que Barkis está dispuesto? -repetí con inocencia—. ¿Nada más?

      -Sí —dijo lentamente-. Sí: «Barkis está dispuesto».

      -Pero usted volverá mañana a Bloonderstone, míster Barkis -dije algo emocionado, al pensar que yo, en cambio, estaría muy lejos-. ¿No podría decírselo usted mismo?

      Rechazó aquella sugerencia con un movimiento de cabeza a insistió en su encargo, diciendo con profunda gravedad: «Barkis está dispuesto». Ese era el mensaje. Yo estaba decidido a transmitírselo; y aquella misma tarde, mientras esperaba a la diligencia en el hotel de Yarmouth pedí papel y pluma y escribí a Peggotty:

      «Mi querida Peggotty: He llegado aquí bien. "Barkis está dispuesto." Mis cariños a mamá. Tu afectuoso, DAVY.

      » P. D. Dice que quiere que sepas muy particularmente que "Barkis está dispuesto".»

      Cuando le prometí cumplir su sugerencia, Barkis volvió a caer en profundo silencio, y yo, sintiéndome agotado por todo lo sucedido en los últimos días, caí encima de un saco y me quedé dormido.

      Duró mi sueño hasta llegar a Yarmouth, que por cierto en el hotel en que nos detuvimos me pareció un Yarmouth tan distinto al que yo recordaba, que perdí la esperanza que había acariciado de encontrarme con alguien de la familia Peggotty. ¡Quién sabe! ¡Quizá hasta con Emily!

      La diligencia estaba ya en el patio, muy limpia y reluciente, pero sin los caballos, y al verla así parecía increíble que pudiera llegar nunca hasta Londres. Pensaba en esto y me preocupaba lo que sería de mi maleta (que Barkis había dejado en el suelo del patio, marchándose después con su carro), y también meditaba en mi suerte futura cuando por una ventana en la que había colgadas aves y algunos embutidos se asomó una señora y dijo:

      -¿Es ese el viajero procedente de Bloonderstone?

      -Sí, señora -le dije.

      -¿Cómo se llama usted? -insistió la señora.

      -Copperfield.

      -No, no es eso -replicó la señora-; la comida está encargada a otro nombre.

      -¿Será


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