David Copperfield. Charles Dickens
-No puedo concebir cómo se le ocurrió a aquella pobre niña volverse a casar —dijo mi tía cuando terminé.
-Quizá se había enamorado de su segundo marido -sugirió míster Dick.
-¡Amor! -dijo mi tía-. ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué necesidad tenía de ello?
-Quizá -balbució míster Dick, después de pensar un poco-, quizá le gustaba.
-¡Vaya un gusto! -replicó mi tía- ¡Bonito gusto para la pobre niña el confiarse a una mala persona, que no podría por menos de engañarla de un modo o de otro! ¿Qué es lo que se proponía? ¡Me gustaría saberlo! Había tenido un marido, había encontrado en el mundo a David Copperfield, a quien siempre, desde que nació, le habían entusiasmado las muñecas de cera. Había tenido un niño. ¡Oh, era una buena pareja de chiquillos! Cuando dio vida a este que está sentado aquí, aquel viernes por la noche, ¿qué más podría desear?
Míster Dick sacudió misteriosamente su cabeza hacia mí, como si pensara que no había nada que contestar a aquello.
-Ni siquiera ha podido tener una niña como otra persona cualquiera. ¿Y dónde está la hermana de este niño, Betsey Trotwood? ¡Mira que no nacer! ¡Calle usted, por Dios!
Míster Dick parecía asustado.
-Y aquel mediquillo, con su cabeza de medio lado -continuó mi tía-, Jellys o algo así era su nombre, ¿qué hacía allí? Todo lo que sabía era decirme como un lila, que es lo que era: «¡Es un niño, un niño!» ¡Oh, qué imbecilidad la de toda aquella gente!
La dureza de su expresión turbó mucho a míster Dick, y a mí también, para ser franco.
-Y además, como si eso no fuera bastante, como si no hubiera perjudicado ya bastante a la hermana de este niño, Betsey Trotwood -añadió mi tía-, se vuelve a casar, se casa con un Murderer, con un hombre que se llamaba algo así, para perjudicar a su hijo. Tenía que ser todo lo niña que era para no prever lo que ha ocurrido y que su niño llegaría un día en que se vería errante por el mundo, como Caín, antes de crecer.
Míster Dick me miró fijamente para identificarme bajo aquel aspecto.
-Y además aquella mujer con nombre de pagano -dijo mi tía-, aquella Peggotty, que también se casa, como si no hubiera visto claros los inconvenientes del matrimonio. Nada, también a casarse, según cuenta este niño. Al menos tengo la esperanza -dijo mi tía moviendo la cabeza- de que su marido será de la especie que tan a menudo se lee en los periódicos y le dará buenas palizas.
Yo no podía soportar el oír tratar así a mi querida Peggotty, ni que le desearan semejantes cosas, y le dije a mi tía que se equivocaba, y que Peggotty era la mejor amiga del mundo, la criada más fiel y más abnegada, la más constante que podía encontrarse; que me había querido siempre con ternura, y a mi madre también; que era la que la había sostenido en sus últimos momentos y que había recibido su último beso. El recuerdo de las dos personas que más me habían querido en el mundo me cortaba la voz, y me eché a llorar, tratando de decir que la casa de Peggotty siempre estaba abierta para mí; que todo lo suyo estaba a mi disposición, y que yo hubiera ido a refugiarme allí si no hubiera temido causarle dificultades insuperables en su situación. No pude seguir, y oculté el rostro entre las manos.
-¡Bien, bien! -dijo mi tía-. El niño tiene razón defendiendo a los que le han protegido. Janet, ¡burros!
Creo que sin aquellos malditos asnos habríamos llegado a entendernos entonces. Mi tía había apoyado su mano en mi hombro y, sintiéndome animado por aquella marca de aprobación, estaba a punto de abrazarle y de implorar su protección cuando la interrumpieron, y la confusión que le producía la lucha subsiguiente puso fin por el momento a todo pensamiento más dulce. Miss Betsey declaró con indignación, dirigiéndose a míster Dick, que había tomado una gran resolución y estaba decidida a apelar a los tribunales y a llevar ante las autoridades a todos los dueños de burros de Dover. Este acceso de asnofobia le duró hasta la hora del té.
Después del té nos quedamos cerca de la ventana con objeto (yo supongo, por la expresión resuelta del rostro de mi tía) de ver de lejos a nuevos delincuentes. Cuando fue de noche, Janet trajo las luces, echó las cortinas y puso encima de la mesa un juego de damas.
-Ahora, míster Dick -dijo mi tía seriamente y levantando el dedo como la otra vez-, tengo todavía una pregunta que hacerle. Mire a este niño…
-¿El hijo de David? —dijo míster Dick, confuso, prestando atención.
-Precisamente —dijo mi tía- ¿Qué haría usted ahora?
-¿Lo que haría del hijo de David? -repitió míster Dick.
-Sí -replicó mi tía-, del hijo de David.
-¡Oh! -dijo míster Dick-. Lo que yo haría… es meterle en la cama.
-¡Janet! -gritó mi tía, con la expresión de satisfacción triunfante que ya había visto antes-. Míster Dick siempre tiene razón. Si la cama está preparada, vamos a acostarle.
Janet dijo que la cama ya estaba, y me hicieron subir cariñosamente, pero como si fuera un prisionero. Mi tía iba a la cabeza, y Janet a la retaguardia. La única circunstancia que me dio algunas esperanzas fue que, a la pregunta de mi tía a propósito de un olor a quemado que reinaba en la escalera, Janet contestó que acababa de quemar mi ropa vieja en la cocina. Sin embargo en mi habitación no había más ropa que la que yo llevaba puesta y, cuando mi tía me dejó en mi cuarto (no sin prevenirme que la luz debía estar apagada antes de cinco minutos), le oí cerrar la puerta con llave por fuera. Reflexionando, me dije que quizá, como no me conocía, temí a que tuviera la costumbre de escaparme y tomaba sus precauciones en previsión.
Mi habitación era muy bonita. Estaba situada en lo alto de la casa y daba al mar, que la luna iluminaba entonces. Después de haber rezado y de haber apagado la vela recuerdo que me quedé asomado a la ventana contemplando la luna sobre el agua como si fuera un libro mágico donde pudiera leer mi destino, o también como si fuera a ver descender del cielo, a lo largo de sus rayos luminosos, a mi madre con su niño en los brazos para mirarme como el último día en que había visto su dulce rostro. Recuerdo también que el sentimiento solemne que llenaba mi corazón cuando quité por fin los ojos de aquel espectáculo cedió enseguida ante la sensación de agradecimiento y de tranquilidad que me inspiraba la vista de aquel lecho rodeado de cortinas blancas. Recuerdo todavía el bienestar con que me estiré entre aquellas sábanas, más limpias que la nieve. Pensaba en todos los lugares solitarios en que había dormido y le pedí a Dios que me hiciera la gracia de no volver a encontrarme sin asilo y de no olvidar nunca a los que no tienen un techo donde cobijarse. Recuerdo que enseguida creí poco a poco descender al mundo de los sueños por aquel haz de luz que reflejaba sobre el mar su brillo tan melancólico.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.