David Copperfield. Charles Dickens
gritos, acompañados del ofrecimiento de un cuchillo para abrir el jergón, le exasperaban a tal punto, que se pasaba el día sobre los chicos, que luchaban con él un momento y después escapaban de sus manos. A veces, en su rabia, me tomaba por uno de ellos y se lanzaba contra mí, gesticulando como si fuera a destrozarme; pero me reconocía a tiempo y volvía a meterse en la tienda y a echarse en su lecho, lo que intuía por la dirección de su voz. Allí rugía en su tono de costumbre la Muerte de Nelson, colocando un ¡ay! delante de cada verso y sembrándolo de innumerables ¡goruu, goruu! Para colmo de mis desgracias, los chicos de los alrededores, creyendo que pertenecía al establecimiento, al ver la perseverancia con que permanecía a medio vestir sentado delante de la puerta, me tiraban piedras insultándome.
Todavía hizo muchos esfuerzos aquel hombre para convencerme de que debíamos hacer un cambio. Una vez apareció con una caña de pescar, otra con un violín; también me ofreció sucesivamente un sombrero de tres picos y una flauta. Pero yo resistí a todas aquellas tentaciones y continué delante de la puerta, desesperado, conjurándole con lágrimas en los ojos para que me diera mi dinero o mi chaqueta. Por fin empezó a pagarme en medios peniques y pasaron dos horas antes de que llegásemos a un chelín.
-¡Ay mis ojos! ¡Ay mis piernas! -empezó a gritar entonces, asomando su horrible rostro fuera de la tienda, ¿Quieres conformarte con dos peniques más?
-No puedo -respondí-; me moriría de hambre.
-¡Ay mis pulmones y mi estómago! ¿Tres peniques?
-Si pudiera no estaría regateando por unos peniques -le dije-; pero necesito ese dinero.
-¡Ay, goruu, goruu!
Es imposible transcribir la expresión que dio a su exclamación oculto tras de la puerta, sin asomar más que su maligno rostro.
-¿Quieres marcharte con cuatro peniques?
Estaba tan agotado, tan rendido, que acepté, cansado de aquella lucha; y cogiendo el dinero de sus garras, un poco tembloroso, me alejé un momento antes de que acabara de ponerse el sol, con más hambre y más sed que nunca. Pero pronto me repuse por completo gracias a un gasto de tres peniques y, reanudando valerosamente mi camino, anduve siete millas aquella tarde.
Me refugié para pasar la noche al lado de otro almiar y dormí profundamente, después de haber lavado mis pies doloridos en un arroyo cercano y de haberlos envuelto en hojas frescas. Cuando volví a ponerme en camino, al día siguiente por la mañana, vi extenderse por todas partes ante mis ojos campos en flor y huertos. La estación estaba ya lo bastante adelantada y los árboles estaban cubiertos de manzanas maduras y la recolección empezaba en algunos sitios. La belleza del campo me sedujo infinitamente y decidí que aquella noche me acostaría en medio de los campos, imaginándome que sería grata compañía la larga perspectiva de ramas con sus hojas graciosamente enroscadas a su alrededor.
Aquel día tuve varios encuentros que me inspiraron un terror cuyo recuerdo todavía está vivo en mi imaginación. Entre las gentes que vagaban por la carretera vi muchos desgraciados que me miraban ferozmente y que me llamaban cuando les había adelantado diciéndome que me acercara a hablarles, y que cuando empezaba a correr huyendo me tiraban piedras. Recuerdo sobre todo a un joven latonero ambulante lo recuerdo con su mochila y su rejuela; le acompañaba una mujer, y me miró de un modo tan terrible y me gritó de tal modo que me acercara, que me detuve y me volví a mirarle.
-Ven cuando se te llama -dijo el latonero- o te saco las tripas.
Pensé que era mejor acercarme. Cuando estuve cerca, mirándole para tratar de apaciguarlo, observé que la mujer tenía un ojo amoratado.
-¿Dónde vas? -me dijo el latonero cogiéndome de la pechera de la camisa con su mano negra.
-A Dover —dije.
-¿De dónde vienes? -insistió agarrándome más fuerte para estar bien seguro de que no me escaparía.
-De Londres.
-¿Y qué piensas hacer? ¿No serás un raterillo?
-No.
-¡Ah! ¿No te quieres confesar? Vuelve a decir que no y te abro la cabeza.
Hizo con la mano que tenía libre ademán de pegarme y, después, me miró de pies a cabeza.
-¿Llevas encima el precio de un vaso de cerveza? -preguntó el latonero- Si es así dámelo pronto, antes de que yo te lo quite.
Seguramente habría cedido si en aquel momento no me hubiera encontrado con la mirada de la mujer, que me hizo una seña imperceptible con la cabeza y movió los labios como diciéndome: «No».
-Soy muy pobre —dije tratando de sonreír- y no llevo dinero. .
-Vamos, ¿qué significa eso? -dijo el latonero mirándome tan furioso que por un momento creí que veía mi dinero a través del bolsillo.
-Señor… -balbucí.
-¿Qué quiere decir eso? -repuso él-. ¿Llevas la corbata de seda de mi hermano! Quítatela, pronto.
Y me quitó la corbata de un tirón y se la arrojó a la mujer.
Ella se echó a reír como si lo tomara a broma, y arrojándomela de nuevo me hizo otra seña con la cabeza, mientras sus labios formaban la palabra «vete». Antes de que pudiera obedecerla el latonero me arrancó la corbata de las manos con tal brutalidad que me dejó temblando como una hoja. La anudó alrededor de su cuello y después, volviéndose hacia la mujer y jurando la tiró al suelo.
No olvidaré nunca lo que sentí al verla caer sobre las piedras de la carretera, donde quedó tendida. Su cofia se había desprendido con la violencia del choque y sus cabellos se mancharon de barro. Cuando estuve un poco más lejos, me volví a mirarlos y vi que estaba sentada a un lado del camino, enjugándose con una punta del mantón la sangre que corría por su rostro. El latonero continuaba andando.
Esta aventura me asustó de tal modo que, desde aquel momento. en cuanto me parecía ver a lo lejos a cualquier vagabundo, volvía sobre mis pasos para esconderme y permanecía quieto hasta perderle de vista. Esto se repetía con tal frecuencia que mi viaje se retrasó seriamente. Pero en aquella dificultad, como en todas las demás de mi empresa, me sentía sostenido y arrastrado por el cuadro que me había trazado de mi madre en su juventud, antes de mi llegada a este mundo. Aquella idea me acompañaba en medio de los campos cuando me acostaba para dormir y, al despertar, la encontraba delante de mí caminando todo el día. Desde entonces su recuerdo está siempre asociado en mi imaginación con el de la calle ancha de Canterbury, que parecía dormitar bajo los rayos del sol, y con el espectáculo de las casas antiguas, de la catedral y de los cuervos que volaban por sus torres. Cuando llegué, por fin, a los áridos arenales que rodean Dover, esta imagen querida me devolvió la esperanza en medio de mi soledad y no me abandonó hasta que conseguí el primer objetivo de mi viaje y pisé la ciudad, el sexto día después de mi evasión. Pero entonces, cosa extraña, cuando me encontré con mis zapatos rotos, mis ropas destrozadas, la cabeza desgreñada y polvorienta y la tez quemada por el sol, en el lugar hacia el cual habían tendido todos mis deseos, la visión que me animaba se desvaneció de pronto como un sueño y me encontré solo, desanimado y abatido.
En primer lugar pregunté a unos barqueros si alguno de ellos conocía a mi tía, pero recibí muchas respuestas contradictorias. Uno me decía que vivía hacia el sur, cerca del faro, y que se había chamuscado los bigotes; otro que vivía en la parte fangosa de más allá del puerto y que sólo se la podía ver cuando estaba la marea baja; un tercero que estaba encerrada en la cárcel de Maidstone por ladrona de niños; un cuarto, por último, dijo que en la última galerna la había visto, montada en una escoba, camino de Calais. Los cocheros, a quienes me dirigí después, no fueron menos complacientes ni más respetuosos; en cuanto a los comerciantes, poco tranquilos por mi aspecto, me respondían, sin escucharme, que no podían darme nada. Entonces me sentí mucho más desgraciado y más abandonado que durante todo mi viaje. Ya no tenía nada de dinero ni nada que vender; sentía hambre y sed, estaba agotado, y me veía más lejos de mi fin que cuando estaba en Londres.
Se