Las calles. Varios autores
en última instancia de sus calles, no es el único que ha obrado. En efecto, no puede considerarse en absoluto que el modelo neoliberal se haya cristalizado en la sociedad chilena8 y ello en buena medida porque no ha sido el único proceso de índole estructural en ella. Junto con este proceso, el empuje a la democratización de las relaciones sociales ha participado en darles forma a las relaciones y la vida social. Un proceso que se asocia, como ha sido desarrollado no sólo para Chile sino para la región, con procesos de ciudadanización a gran escala, lo que puede considerarse como un nuevo momento de la igualdad como oferta ideal social, y con la entronización del derecho como principio normativo en las últimas décadas (Domingues, 2009; Vargas, 2008). El empuje a la democratización de las relaciones sociales ha tenido efectos relevantes en las instituciones, principios normativos ideales y expectativas en las personas respecto de lo que deben recibir y en particular del trato que deben aceptar en las interacciones con las instituciones y los otros, aunque sus prácticas no necesariamente sean consonantes con ello. De manera central, como resultado de esta transformación de las expectativas relacionales, se han puesto en cuestión los principios y las dinámicas de la convivencia que gobernaron, y aún gobiernan, a una sociedad caracterizada, históricamente, por su carácter jerárquico y verticalista, protectora de privilegios naturalizados en razón de pertenencia de clase, principalmente, y con una estrategia autoritaria y tutelar en la relación entre sus instituciones principales y los individuos9. Con ello se ha dado inicio a un proceso, aún inacabado y de incierto destino, de recomposición de los principios y lógicas que gobiernan las relaciones sociales, y, de manera específica, la convivencia (Araujo, 2013).
Son varios los efectos concretos sobre los principios de la convivencia de estos dos empujes, democratizante y neoliberal. Dos direcciones en estos cambios aparecen como especialmente relevantes para nuestro argumento. Por un lado nos encontramos frente al surgimiento de fuertes y nuevas expectativas respecto a los principios que deben ordenar las prácticas de convivencia10. Ha surgido la expectativa de ser tratados de manera horizontal en las interacciones cotidianas; el mérito ha adquirido una importancia singular como criterio de justicia; se han reducido notablemente los umbrales de tolerancia a los abusos y a la discriminación; se han modificado las exigencias para el ejercicio de la autoridad con un aumentado rechazo a las formas autoritarias y mecanismos de tutela; ha crecido el rechazo a los privilegios, entre las más importantes, aunque es oportuno recalcar que estas criticadas prácticas no han desaparecido y continúan siendo consideradas por muchos como formas válidas de conducirse en la vida social (Araujo, 2016b y 2009a).
Por otro lado, nos encontramos con nuevos individuos y nuevas estrategias para enfrentar lo social. Ya sea por los profundos procesos de privatización de la salud, educación y pensiones, por la pérdida de protecciones laborales o por los efectos de fragilización de las posiciones sociales y su creciente inconsistencia, entre otros factores, en las últimas décadas la vida social ha exigido de las personas el desarrollo de la iniciativa personal y del despliegue de un conjunto de estrategias múltiples y, en términos generales, individuales. Como resultado, una nueva y fortalecida imagen de sí y una aumentada confianza en las habilidades propias y el esfuerzo aparecen en las personas, lo que, al mismo tiempo, se acompaña de una mayor desconfianza y distancia de las instituciones (Araujo y Martuccelli, 2014).
Es, pues, este conjunto de procesos lo que entrama la calle de Santiago. Un conjunto formado por una ciudad que no cesa de dispersarse, fragmentarse y estar afectada por procesos de segregación residencial, de individuos con una aumentada confianza en sí y mayor desconfianza de los otros, de la emergencia de nuevas exigencias relacionales y de una sociedad donde los principios de ordenamiento de la convivencia se encuentran en recomposición.
¿Cómo se encarna esta encrucijada y qué significa para pensar la calle en Santiago?
Sobre la calle en Santiago
1. Ciudad dividida y prácticas (auto) segregacionistas
Las percepciones sobre la ciudad de Santiago son múltiples, por supuesto. Es alabada, aunque no con demasiada frecuencia y principalmente sin sorpresa, por aquellos que pertenecen a los sectores acomodados. Se la alaba por el paisaje natural que le da su enclave geográfico (la cordillera, prioritariamente); por los servicios que ofrece; por la evaluación comparativa respecto de otras ciudades latinoamericanas; o, simplemente, porque es la ciudad propia y allí están los lugares y las personas que se aman. Como dice una joven mujer de sectores medios que ha vivido algunos años en el extranjero: «…me gusta, me gusta. Como te digo, cuando viví fuera de Chile descubrí que soy una persona mucho más arraigada de lo que me creía, entonces, acá tengo mis afectos y mis amores».
Pero por sobre cualquier cosa, mayoritariamente, a Santiago se la critica y con pasión. Se la critica por una modernidad que se inscribe en la ciudad teniendo como intermediación los abusos de las inmobiliarias, por la falta de cuidado de varias de sus zonas abandonadas a la suciedad o a la delincuencia, o, de manera destacada, por las dificultades inmensas que trae desplazarse en una ciudad que se expande constantemente, como lo refleja la respuesta que da un entrevistado (un investigador en ciencias biológicas) cuando se le pregunta qué le aconsejaría a alguien que viniera a vivir a la ciudad: «…que se vaya de vuelta… si tiene que venirse para acá que trate de buscar un barrio donde tenga colegio, su trabajo y todo junto y se aísle, como una ciudad satélite, siempre le diría: ándate para afuera, tengo miles de lugares que te puedo recomendar». Él, como la gran mayoría de nuestros entrevistados, desearía fervientemente abandonar la ciudad. Y es que la vida es considerada «dura» en Santiago en los sectores medios, en particular por causa de los desplazamientos que le hacen decir a Cristián, un hombre en la cincuentena, que «Santiago es como una tortura». En los sectores populares, a lo anterior se le suma un aspecto especialmente importante, la delincuencia, la que sería para Marcela, una técnico dental que reside en La Granja, como para la gran mayoría de nuestros entrevistados y entrevistadas de estos sectores, el aspecto más difícil con el que «lidiar» en la zona en la que vive.
Sea cual sea el juicio que se tenga acerca de la ciudad, no obstante, parece haber un acuerdo entre los individuos. Más allá de la tendencia a la incrustación de zonas ricas en zonas pobres, mezcla residencial en curso como discutimos antes, de la existencia de algunas zonas, aunque no significativas, más mixtas y de los cruces diarios evidentes entre sectores distintos de la población, lo que se encuentra es la sólida representación imaginaria de una ciudad dividida en dos: la ciudad de los ricos y la de los pobres. Una representación de Santiago como dicotómica y polarizada. Como lo nota una de nuestras observadoras-informantes, quien recorre la ciudad vendiendo seguros de salud, existe una división irremontable entre el desorden, la suciedad acumulada, los paraderos mal ubicados y la ausencia de vegetación que encuentra en su tránsito por el sur de la ciudad, y las sonrisas, la placidez, el verde y los espacios cómodos que ofrece la zona oriente. Dos ciudades que, separadas por un abismo, no se tocan.
Por supuesto esta representación no es nueva y se relaciona directamente con la estructura verticalista y rígidamente jerárquica que ha caracterizado a las sociedades latinoamericanas, entre ellas la chilena, desde al menos su experiencia colonial. Pueden ubicarse representaciones similares en la dualidad de la ciudad en vías de modernizarse del siglo XIX (Romero, 1984), o en aquella polarizada en términos de lucha de clases entre finales de los años sesenta y los setenta (Cáceres, 2016). Pero la fragmentación actual de Santiago y su creciente conversión en una ciudad de mundos paralelos (Jirón y Mansilla, 2014), en combinación con claves de lectura y enjuiciamiento más sensibles a los abusos, la discriminación y el maltrato en los individuos hoy agudiza esta representación y le da un nuevo cariz. Por eso, las promesas igualitarias y democratizantes y sus efectos en las expectativas de las personas pueden explicar el aguzamiento perceptivo y el acento crítico que adquiere hoy la referencia a esta dualidad y sus consecuencias. La división de la ciudad pone en relieve una división social entre pobres y ricos, exacerbada por las distancias producidas por el desarrollo neoliberal de las últimas décadas. Una división que es percibida como inapelable y estructurante. La división espacial, entonces, expresa la división social y ésta, en última instancia, una profunda división moral (Araujo, 2009a).
Está el Santiago de los edificios ultramodernos, sus calles cuidadas