Las calles. Varios autores
ofensivas expresiones de modernidad en los barrios más pobres. Está el Santiago, ese de los extremos, donde no llega el transporte público por causa del carácter suburbano y exclusivo de las zonas residenciales, siendo suplido por la tenencia de varios automóviles por hogar, y aquél en el que no llega el transporte público por causa de la peligrosidad de la zona, lo que es suplido, esta vez, por múltiples estrategias de solidaridad colectiva o sacrificadas estrategias personales de movilidad combinada (Jouffe y Lazo, 2010).
No importando del lado en que uno se ubique, siempre hay un Otro Santiago:
Aquél de los ricos, cuyas calles no se transitan, a menos que sea indispensable por razones laborales, para evitar la situación incómoda de ser percibido como un intruso indeseado, un objeto de desprecio, como lo expresa dramáticamente el testimonio de uno de los observadores informantes participantes en este estudio, un librero ambulante que debe circular por diferentes zonas de la ciudad. Él define la experiencia de circular por zonas «ajenas» como aquella de estar expuesto al desprecio. Aunque entiende que el término es muy fuerte, no cree que podría utilizar otro más fiel a su experiencia. Transitar por aquellas zonas lo convierte, de manera inmediata afirma, en un «sospechoso».
Aquél de los pobres, el que no se pisa ya sea por temor, dada la imagen de amenaza con la que se lo asocia, o por haberlo constituido como un lugar simplemente inexistente en la geografía de muchas personas que residen en las zonas más ricas al Oriente y Centro-Oriente de la ciudad, como Andrea, una mujer de mediana edad que vive en una zona alta del oriente de la ciudad, cuyo trabajo queda cerca y sus actividades ordinarias y sociales las realiza en un perímetro algo mayor pero que no incluye el centro y nunca, sobre todo, la zona sur o norte de la capital.
En esta medida, la fragmentación y segregación de la ciudad son solidarias de una experiencia de la calle que termina por aconsejar la evitación como la mejor estrategia. Se trata de mantenerse a distancia de las calles de lo que para cada cual es el Otro Santiago, lo que protege de tener que enfrentarse ya sea con experiencias de discriminación o con el miedo y la amenaza. La definición de un área como de los «otros» o de «los como uno» opera como elemento decisivo para mencionar zonas prohibidas, zonas de tránsito libre o zonas de cuidado, y en esa medida contribuye a establecer los trayectos diarios y los modos de realizarlos. Pero esta definición también especifica los espacios (en general los propios) que son capaces de proveer una experiencia libidinal placentera y aquellos que proveen experiencias displacenteras que más vale ahorrarse.
La experiencia de la calle muestra, así, que nos encontramos frente a una segregación causada no sólo por políticas inmobiliarias, de transporte o urbanísticas, sino que enfrentamos una segregación urbana anclada en las prácticas de los individuos. Ellos la sostienen y reproducen como resultado de sus previsiones acerca de las experiencias que les deparará cruzar la línea imaginaria de la ciudad que conciben como ajena. Lo anterior los lleva a restringir sus movimientos hacia las zonas más cercanas y conocidas, y a encerrarse en especies de islotes de sociabilidad, lo que produce el estallido de Santiago en lo que un entrevistado, un hombre joven que ha llegado desde el norte del país por razones laborales, denomina «mundos chicos». Tal como lo expone el relato de una periodista de los sectores medios-altos:
..este barrio es precioso, tiene parques, como te digo, tienes todo, tienes la cultura, yo soy súper sibarita, me encanta salir a comer y si me quiero mover tengo el Metro al lado, entonces yo feliz, además que ha coincidido, como te digo, que las pegas me han tocado cerca, o sea, ojalá que también los traslados no me impliquen… porque pasé muchos años de mi vida pegándome piques de una hora y eso era lo que quería evitar, y ahora por suerte siempre las pegas me tocaron en el centro y siempre lo máximo que me he movido es ahora a Manuel Montt, por suerte no me ha tocado una pega, no sé, en Huechuraba o en otro lado, pero, ha coincidido, y yo también como que trato, he tenido la suerte que en las pegas que me he cambiado yo, de buscar algo que sea de un entorno que sea cerca del lugar donde yo vivo y que no me implique estos traslados tan lejos.
En efecto, como lo ha mostrado un estudio sobre movilidad en Santiago, la circulación cruzada o multidireccional y por razones más allá de las laborales se da mayoritariamente en la zona centro-oriente de la ciudad, mientras que respecto de las zonas situadas al norte, sur y este de la ciudad, en particular las más desfavorecidas, éste se da desde ellas hacia la zona centro-oriente por motivos laborales (Fuentes, McClure, Moya y Olivos, 2017). En este contexto, la experiencia de sociabilidad urbana y de la calle sufre una restricción, encerrándose en zonas delimitadas por linderos geográficos materiales, particularmente en el caso de los sectores populares, o, como en los de mayores recursos, por una zonificación geográfica espacial cuyos linderos se ordenan, a lo más, por haces de desplazamientos normalmente motorizados, como, también, lo ha puesto en evidencia un estudio realizado para la ciudad de Concepción (García, Carrasco y Rojas, 2014). Dicho de otra manera, en lo que respecta a Santiago, mientras los grupos más acomodados tienden a trabajar, circular, sociabilizar y habitar en una zona estrictamente demarcada pero que transitan por razones múltiples, los grupos menos favorecidos habitan y sociabilizan en las mismas zonas, y si salen de ellas y se aventuran hacia las más pudientes es por razones estrictamente laborales, obligatorias.
Esta representación de la ciudad dividida y las prácticas que la reproducen tienen al menos dos grandes consecuencias. La primera es que la experiencia de lo común aparece como lejana para sus habitantes. La segunda, que el anónimo resulta una figura extremadamente difícil de encarnar. Revisemos ambas.
Lo común y el anonimato
¿El reino de lo común? Santiago, las calles y los regímenes imaginarios de propiedad
La retracción de los grupos poblacionales a ciertas zonas resulta más compleja y preocupante que lo que una visión idealizada de la vida barrial puede proponer (Greene, Link, Mora y Figueroa, 2014), pues implica la escasez de una experiencia ordinaria de calles concebidas como espacios comunes y caracterizados por la mixtura, siendo una retracción que termina, como se verá, por constituir a la alteridad como un hecho problemático.
La debilidad de una comprensión de la calle como común es un rasgo esencial encontrado. Esta debilidad se vincula con la vigencia de una suerte de régimen de propiedad que ordena la relación con las calles y ello de manera transversal en los distintos sectores socioeconómicos. Las calles son sometidas a un trabajo constante de territorialización, aquel trabajo que transforma el espacio en territorio, esto es, “la marca social del suelo, el dispositivo que expresa la identidad del grupo, lo que una comunidad dada cree que debe defender contra las amenazas externas e internas” (Delgado, 1999: 39). Visto desde este punto de vista, Santiago es un conjunto de territorios con una compleja y con frecuencia tensa proliferación de propietarios.
La presencia de este régimen de apropiación de las calles se expresa de diversas maneras.
Por un lado, este régimen se evidencia en una actitud primaria de desconfianza que conlleva a múltiples medidas de protección respecto del afuerino, ya sean cámaras, guardias de seguridad, miradas de desaprobación o armas. Si las miradas vigilantes que detectan su extranjeridad en un barrio bohemio en una zona habitada y frecuentada por sectores acomodados impactan a uno de los miembros del equipo de investigación, él mismo proveniente de las zonas más pobres de la ciudad, los perros aparecen como el arma de la que se precia una mujer que detecta la presencia de una de las observadoras del equipo en su calle en una población al sur de Santiago.
Por otro lado, este régimen se expresa en prácticas concretas de apropiación espacial, las que se diferencian según el sector socioeconómico. En los sectores populares, estas prácticas de apropiación se revelan, como ha ocurrido históricamente, por el uso doméstico de las calles (tender la ropa o poner la piscina inflable para los niños en la vereda) (Salinas, 2006), o por la apropiación para fines laborales, como lo muestra el comercio ambulante11. En los sectores de mayores recursos se trata, al contrario, de mantener la calle fuera del registro de la domesticidad como fórmula para dejar lo que consideran su espacio como una suerte de «espacio común restringido» (a los del propio grupo). Lo que implica lo anterior es un trabajo constante de definición por parte de los