Nosotros no estamos acá. Jorge Rojas

Nosotros no estamos acá - Jorge Rojas


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y efectos en la sociedad que recibe: la alteración de los mercados inmobiliarios, la transformación de la fuerza laboral, la tensión agregada a los servicios públicos, las crisis en la frontera. La mirada de Jorge se sitúa en cambio en el “allá”, del lado del migrante, de quienes llegan, de quienes partieron, de la parte más débil en este encuentro que se llama migración. Lo hace prestando atención, entrando en los hogares de sus protagonistas, interesándose en sus economías domésticas y en sus condiciones de techo y abrigo. El dinero, el trabajo y la vivienda son cuestiones recurrentes y esenciales en estas páginas. ¿Cómo podría ser de otro modo? Aquí se nos revelan esas redes de subsistencia, esas economías de la fragilidad, de lo esquivo, en que se sustenta la experiencia migratoria.

      Una economía de emprendimientos informales, trabajos asalariados bajo la línea de la pobreza y deudas en multitiendas. Una economía de vida que no sería lo que es sin teléfonos celulares, el bien más preciado de quienes atraviesan la frontera. Nuestro “hogar portátil”. Son el hilo de conexión con el mundo, con el que te pueden arrendar el cuarto, llamarte el cliente de Rappi, el contacto que sabe de un trabajo para ti. Y también es el hilo que une con los padres, hijos y amantes, y doblemente en tiempos de pandemia. Y es por ese hilo que se adentra la historia principal de este libro, por el registro más íntimo y textual de todos: el de los intercambios de WhatsApp, donde los intrusos podemos leer lo mismo que leyeron Fernando y Alexánder separados por un desierto.

      Los migrantes llegan a Chile siguiendo una promesa alentada por el espejismo del país más neoliberal y próspero de América Latina. Para muchos la confrontación con la realidad, con su contracara de desigualdades atávicas, es dura. La decepción es tan tangible como es hiriente la respuesta “si no les gusta se van”. Promesa de la demagogia oportunista disfrazada de humanitarismo cortoplacista que entrega “visa de responsabilidad democrática”.

      Nosotros no estamos acá ofrece una mirada sobre esa parte sombría y decepcionante del país que recibe. Duelen el racismo, el clasismo, la usura y la explotación. Avergüenzan. Parafraseando a Fernando, aprietan el botón de la tristeza. Es un Chile donde empleadas “como de la casa” son obligadas a abandonar su dormitorio el viernes y dormir en un banco de la Plaza de Armas porque los patrones se van el fin de semana a la playa. Uno donde la lucha por empleos escasos se convierte para algunos en una espiral de rabia, rencor y racismo contenido que a veces termina apuñalándote en el muslo. Uno que crea una industria lucrativa de alquilar a precios desquiciados habitaciones de miseria a los que menos tienen. Uno que te llama comepalomas o negro de mierda. En el proceso, paulatinamente, ciertas asociaciones se naturalizan: inmigrante/delincuente, inmigrante/ilegal, inmigrante/pobreza. Un país de deportados subiendo con overoles blancos a un avión, esposados, rodeados de policías, con punto de prensa y autoridades gubernamentales mostrando orgullosos y en prime time cómo “se ordena la casa”. Un país donde el jefe de Extranjería se permite afirmar que “poco ayuda la visión buenista de que nuestro país sea el centro de la rehabilitación de migrantes delincuentes”. Se lo permite porque no pasa nada si lo dice. Hay gente acampando por meses fuera de las embajadas.

      En todo el mundo, también en Chile, los migrantes enfrentan una amenaza visible, que golpea, insulta y enarbola discursos xenófobos salidos del mismo tronco de su abuelo fascista. Ese que ataca en las esquinas de noche, canta insultos en los estadios y repleta las redes sociales de detritus mientras se coordina de manera cada vez más evidente y compleja. Pero lejos de los márgenes hay una segunda amenaza, que resulta mucho más peligrosa pues tiene todo el poder de su lado, y que se activa cuando son los gobiernos y el mismísimo aparato del Estado los que ceden a un populismo migratorio que permita subir un puntito en las encuestas, asegurar un bolsón de votos en el extremo derecho o cambiar una narrativa mediática que se les viene encima.

      Y existe por último una tercera amenaza, en mi opinión la más compleja, porque se piensa haciendo el bien. Es aquella que pone todo el peso de la política en el campo de la compasión, la acogida y la celebración, y nada en el que se hace cargo de las tensiones inevitables que la migración desbordada genera. Aquella que confunde un enfoque de derechos humanos —que consagra el derecho a dejar un territorio y a ser tratado como sujeto de derechos en el lugar de acogida— con la ausencia de regulaciones efectivas de entrada y una incondicionalidad a todo evento de estos derechos. O aquella que, por temor a la verdad, prefiere esconder la cabeza respecto de los efectos en cascada de una migración no asociada a derechos y a la capacidad institucional de proveerlos. Esa tercera amenaza, la pusilánime, la de no hacer nada, no enemistarse con nadie y exigirlo todo, es la más compleja porque empodera a las dos primeras y porque, al restarse, deja la definición de las políticas en manos de otros y desprotegidos a los que desea proteger, a los que llegan.

      En estos “tiempos interesantes”, tiempos en que la desigualdad, el abuso y el abandono se hicieron imposibles de esconder y terminaron estallando en la calle; cuando Chile se apresta a discutir y renegociar un pacto social mientras el antiguo se derrumba; cuando se aspira a una conversación entre constituyentes que tienen más cara de ese Chile real que lo que se creyó posible, y de estos con la ciudadanía que los eligió para escribir ese pacto, es importante que también las voces migrantes (que, excepcionalidad virtuosa chilena mediante, tienen derecho a votar) estén en esa conversación, que esas historias sean parte del relato nacional, y que los derechos de los más vulnerables sean comprendidos e integrados al nuevo pacto social de un Chile que también les pertenece a quienes llegan y sí “están acá”.

      

      NOTA DEL AUTOR

      

      

      Si tuviese que elegir un momento en que la migración despertó mi curiosidad, la escena sería esta: octubre de 2017, Población Los Nogales, Estación Central, Santiago, un maestro carpintero divide una casa de 70 metros cuadrados en cuatro habitaciones de 15 metros cada una. Ahí, donde antes vivía una familia chilena, vivirían cuatro familias haitianas. Cuatro como en la casa del lado, al frente, en la esquina y en las otras calles.

      No recuerdo bien si lo que me asombró fue el ingenio de ese carpintero autodidacta para mantener un estándar digno en comparación con otras propiedades —cada pieza tenía piso de baldosa y su propio empalme de luz—, o si fue el negocio inmobiliario detrás de esa reestructuración: la dueña histórica de esa propiedad, probablemente de familia fundadora de la población,1 se la había vendido a un inversionista que la había convertido en una vivienda comunitaria.

      “He trabajado todo el año arreglando casas”, recuerdo que me dijo el carpintero.

      Los Nogales era un ejemplo de cómo la presencia de una creciente comunidad de extranjeros había generado millonarias ganancias para los especuladores, que estaban cimentando sus utilidades en el hacinamiento y la miseria, porque no todas las casas estaban divididas en cuatro habitaciones, tenían el piso de baldosa y su propio empalme. Había algunas que prácticamente no habían sufrido cambios desde la década del 50, con los mismos desagües, tomas de corriente y ampliaciones irregulares.

      Por entonces, según datos del Censo de 2017, en Los Nogales vivían aproximadamente 1.523 haitianos, el 68% del total de personas que residían en la población.2 Lo que vino después fue un complejo choque cultural lejos de los lugares comunes: problemas de comunicación por la barrera idiomática, conflictos por las horas en los consultorios, por los cupos en los jardines infantiles, por los puestos en la feria, y hasta disputas por la generosidad del cura. Pedro Labrín, sacerdote jesuita de la Parroquia Santa Cruz, uno de los edificios de referencia en la población, me contó una vez que se había hecho habitual escuchar preguntas como esta en la comunidad de chilenos: “¿Por qué les da cosas a ellos cuando nosotros también necesitamos?”.3 Labrín decía que había “una dificultad para reconocer que el haitiano era una persona tan pobre como ellos”. Si uno tiraba de ese hilo hasta desenredar la madeja completa, al final lo que había era una población de chilenos empobrecidos que había visto amenazado su ecosistema por una población de haitianos también empobrecidos en su país, llegados a un barrio donde el Estado no había sido capaz de entregar


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