Nosotros no estamos acá. Jorge Rojas
música, álbumes fotográficos y recuerdos te puedes llevar? ¿Se puede empacar una vida, un hogar, una familia, una ciudad, un país de 28 millones de habitantes? ¿Cuántos bolsos se necesitan para migrar sin olvidar lo que se está dejando atrás?
Seguro que uno no es suficiente, pero es lo que Alexánder, de 24 años, puede cargar. Un bolso en el que lleva un short, tres camisas, dos chaquetas, un polerón, una carpeta con papeles, su cédula de identidad, un cepillo de dientes, un desodorante, una plancha para el pelo, una estampita de la Virgen del Carmen, un calendario vencido del papa Juan Pablo II, 3.000 bolívares (equivalentes a medio dólar) y una caja pequeña con medicinas para la fiebre, la alergia y el mareo. En un país como Venezuela, donde los remedios escasean, esas pastillas fueron el regalo más preciado que su madre le pudo dar antes de partir.
Alexánder tiene la barbilla lampiña, los ojos achinados y fugitivos, las cejas arqueadas, los labios gruesos, la piel morena y un corte militar que le deja las orejas desnudas. Viste un pantalón negro, zapatos negros y un suéter gris que esconde su cuerpo menudo. Salió de Venezuela pesando 50 kilos y hasta acá —dice— por lo menos ha bajado cinco. Estamos sentados en un restaurante de Tacna, en Perú. Él mastica una papa frita sin apuro, como si fuese un higo al que le está sacando la pulpa. Luego hace una pausa para tragar. Lleva un día sin comer, pero no tiene prisa por hacerlo. Pareciera, más bien, que no tiene ni hambre. Hoy cumple siete días viajando. Hace cuatro horas que llegó a esta ciudad. Fueron 5.572 kilómetros hasta aquí. Salió el 6 de julio en la noche desde Los Valles del Tuy, en el estado de Miranda, una hora y media al sur de Caracas, un territorio de casi un millón de habitantes al que Alexánder, con generosidad, describe simplemente como “peligroso”.
Me pide que guglee. Da lo mismo cuándo leas estas noticias —dice—, siempre es igual: “Colgaron dos cadáveres degollados en los Valles del Tuy”, “Fallas en servicios públicos se agudizan en los Valles del Tuy”, “El deterioro reina en el hospital de los Valles del Tuy”, “Bebé de un año violada por su padrastro falleció en los Valles del Tuy”, “Ocho muertos durante disputa entre bandas delictivas en los Valles del Tuy”, “Adornaron un arbolito de Navidad con cabezas decapitadas en los Valles del Tuy”.
—Se ven cosas peores —agrega.
Alexánder proviene de un territorio con récord en criminalidad.8 Conoce ese mundo de cerca, por sus amigos, algunos de ellos dedicados al robo, los homicidios y la venta de droga, con quienes se crio.
—Ellos tomaron caminos incorrectos, el malandreo. Casi siempre se la pasaban con pistolas y haciendo fiestas.
Alexánder, que por entonces trabajaba poniendo música, con una “miniteca” itinerante, era quien animaba esas celebraciones. “De eso vivíamos en mi casa”, explica.
Tiene dos hermanos: uno menor que va al colegio y otro mayor que es pescador. Hasta la semana pasada vivía con su madre, que es dueña de casa, mientras que su padre lleva ya un año en Ecuador, indocumentado y sin trabajo estable, por lo que no ha podido enviar remesas a Venezuela. Las precariedades en su casa son profundas y un ejemplo lo resume todo: a veces, solo hay luz y agua dos días a la semana.
Su viaje es una fuga en busca de estabilidad. En Chile lo espera Fernando, su pareja, de 20 años, oriundo de Maracay, quien llegó a Santiago tres meses antes, en abril de 2019. Es él quien lo ha convencido de venir.
—Desde que estamos juntos él me comentó que quería viajar a Chile, y sacó su visa en enero. El plan era venirnos los dos al mismo tiempo, pero no logré reunir el dinero. Nunca había pensado estar así con alguien, en una relación estable, pero con él me siento seguro. Así es que, bueno, ahora voy viajando yo.
Se conocieron por internet en 2018. Estuvieron varias semanas chateando, hasta que se juntaron en Caracas para la primera cita. Desde entonces comenzaron una relación que en el caso de Fernando fue clandestina incluso hasta después de viajar a Chile.
—Fernando es un chamito de familia, un muchachito de casa. Estuvo un año así, viéndome a escondidas. Nos juntábamos en Caracas, estábamos en el terminal, íbamos a comer e incluso un fin de semana nos fuimos a la playa.
Fernando tiene el pelo crespo y ocupa frenillos. Es esbelto, musculoso, lampiño, y cultiva un estilo parecido a Will Smith en El príncipe del rap, pero con frenillos. Estudió cocina. De lunes a viernes trabaja preparando almuerzos en un café en Providencia, y los fines de semana fríe pollos en Tarragona, una cadena de comida rápida. Lo conocí cuatro días antes de que Alexánder llegara a Tacna. Me lo presentaron en el Servicio Jesuita a Migrantes. Yo andaba en busca de testimonios de venezolanos que hubiesen quedado atascados en Tacna para hacer un reportaje, luego de que los gobiernos de Perú y Chile comenzaran a exigir visa de turista a toda persona que intentara cruzar a sus países.9 Alexánder venía sin ningún documento y me ofrecí para llevarle unos papeles que Fernando quería enviarle: sus dos contratos de trabajo, su cédula transitoria, las últimas cotizaciones de la AFP, un certificado de residencia, la copia de una cartola de una cuenta rut y una carta de invitación notarial. Todo para que pudieran probar que Alexánder venía a Santiago por reunificación familiar.
—¿Tendré que mostrar una foto con Fernando para que sepan que somos pareja? —me pregunta Alexánder, mientras guarda los documentos.
No sé qué responderle. Ni siquiera sé si toda esa pila de papeles le vaya a servir para algo. Antes de juntarnos —le digo— pasé por afuera del consulado de Chile y hay miles de migrantes venezolanos esperando hacer el mismo trámite.
El atochamiento había comenzado el 22 de junio de 2019, afuera del Complejo Fronterizo de Chacalluta, por el lado peruano, pero, después de que la gente comenzara a acumularse en la berma, el grupo fue trasladado frente a la casona donde trabaja el cuerpo diplomático, para que tramitara sus permisos ahí. Las carpas proliferaron alrededor. Todos los días llegaban nuevos extranjeros que venían en camino cuando se implementó la exigencia de la visa. Antes de eso entrar a Chile era un trámite relativamente sencillo.
Cuando en 2016 comenzaron a llegar masivamente los venezolanos, bastaba con tener la cédula de identidad al día, un pasaje de vuelta y mil dólares en el bolsillo para obtener un permiso de turista. De ahí en adelante tenían tres meses para cambiar su estatus a residente, y los que no lo lograban se transformaban en indocumentados: personas que viven sin permiso en el país, que no ocultan su identidad en la vida diaria pero no tienen cómo probarla para realizar trámites, ser contratados y volver a cruzar legalmente una frontera.
En los años siguientes el número de migrantes comenzó a aumentar, hasta que en mayo de 2019 se produjo el máximo para un mes específico, con 39.150 ingresos. En junio, cuando se empezó a pedir la visa, el flujo se cortó en seco. Por entonces había 455.000 venezolanos viviendo en Chile, aproximadamente un 9% de todos los que han salido de su país desde que comenzó la diáspora, que ya representa la segunda crisis humanitaria más numerosa del mundo después de Siria.10
Los muros son de papel. Solo un documento impide que los venezolanos puedan llegar y cruzar la frontera. Un papel. Bueno, es eso, el desierto y la policía. El nudo del atochamiento está en el requisito del pasaporte, porque Chile solo reconoce ese documento si es que está al día o fue emitido a partir de 2013. Si no lo tienen o si está prorrogado, como ocurre con los de 2012 hacia atrás, no hay forma de que puedan obtener la visa de turista, ni la de responsabilidad democrática.
Conseguir un pasaporte vigente en Venezuela es casi imposible: hay que invertir mucho tiempo y dinero, dos cuestiones que escasean cuando hay que partir con urgencia. Como muchos no lo tienen, se quedan en Tacna esperando por si la presión logra cambiar las reglas.
—Tarda mucho tiempo: primero te registras, luego debes agregar una tarjeta de crédito, pedir la cita, ir a poner la huella, la firma, después te llaman para la foto y recién ahí lo imprimen. A veces, cuando llegabas al final del proceso, te decían que no tenían papel. Todo esto podía tardar hasta dos años, pero si pagabas un extra era menos tiempo.
Alexánder dice que el trámite exprés, conseguido mediante corrupción, costaba 2.500 dólares, una cifra impagable en un país donde a mediados de 2019 el sueldo mínimo es de 2 dólares al