Nosotros no estamos acá. Jorge Rojas

Nosotros no estamos acá - Jorge Rojas


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amigo suyo, para ver si nos puede pasar.

      Alexánder: ¿A quién más le debes? Tengo que vender el teléfono para ayudarte. Tú ya has hecho mucho.

      Fernando: Deja de inventar, que no puedes quedar sin teléfono. Gracias por pensar en eso, pero no puedes. ¿Cómo vas? ¿Ya te dieron almuerzo?

      Alexánder: Sí, ahora comí pan.

      Fernando: Trata que eso te dure, porque la comida está asegurada hasta Lima.

      Al amanecer, recuerda Alexánder, comenzó a hacer mucho calor y el chofer dijo que el aire acondicionado no funcionaba. Abrieron la escotilla y el sol le pegó en la cara. Viajó como cinco horas así. Se tomó una foto y se la envió a Generoso, quien se excusó: “Coño, mi pana, esto se me escapa de las manos”. A las dos de la tarde del día siguiente llegó a Rumichaca, en la frontera con Ecuador.18 Allí lo esperaban unos “asesores” de la agencia, otros como Generoso, que lo ayudaron con su trámite migratorio y, cuando estuvo del otro lado, lo subieron a un bus con destino a Lima.

      El viaje por Ecuador fue el más tranquilo y el más rápido: un día y medio. El bus paró una sola vez para que todos los pasajeros se ducharan. El paisaje era verde, rodeado de matas de plátano, con montañas frondosas y tropicales. Al día siguiente, 10 de julio, al llegar a Huaquillas, el último pueblo ecuatoriano antes de pasar a Perú, Alexánder tuvo su primer problema. Desde el 15 de junio habían comenzado a exigir visa y pasaporte a todos los venezolanos que ingresaban al país como turistas y él no tenía ninguno de los dos documentos. Los “asesores” de la agencia dividieron el grupo en dos: los que tenían papeles y los que no. Los primeros pasaron sin problemas y a los otros les explicaron que si no querían perder el bus debían pagar 50 dólares para cruzar. Alexánder les dijo que el pasaje estaba pagado hasta Perú y fue entonces que escuchó esa palabra por primera vez:

      “No, papi, esto no está pago, porque usted está ilegal”.

      Llamó a Fernando para contarle lo que pasaba y este escaló el reclamo a Generoso, quien no hizo mucho por solucionar el problema: “Ellos quieren que les dejes tu teléfono”, le dijo.

      —Me negué, les dije que me iban a enviar dinero y me ofrecieron que me quedara en su casa hasta el día siguiente. Eran dos venezolanos y uno era barbero. Vivían en una pensión que era como un galpón de un piso, con quince habitaciones, una cocina y un baño feísimo, donde vivían muchos venezolanos. Yo me quedé en la pieza de los asesores, tenían una sola cama y las cosas tiradas en el piso.

      Esa noche Alexánder cenó con ellos y se bañó. Sería la última ducha hasta Tacna. Luego les arregló un notebook y, como sabía algo de redes, hackeó las claves del wifi de la pensión para que no tuvieran que gastar dinero por el internet. Fue su forma de pagar por el hospedaje. Más tarde, Fernando le habló con urgencia: “En las noticias están pasando un informe sobre los venezolanos ilegales, está rudo”, le dijo.

      No hacía falta que se lo advirtiera, lo estaba viviendo. Al día siguiente, el 11 de julio, Fernando le envió 45 dólares. Con ese dinero Alexánder pagó el viaje hasta Lima y a un coyote para que lo cruzara a Perú. Le explicaron que se subiría a un bus, que pasado unos minutos, antes del control fronterizo, debía bajar y ponerse a correr por un campo, y que más adelante lo esperaría el chofer. A las 22:15 bajaron treinta personas del bus. Desde ahí comenzó su travesía como indocumentado. Un estatus sobre el cual nunca tuvo muchas posibilidades de decidir. Estando allí, en la mitad del camino a Chile, no le quedó otra que seguir bajando hacia el sur del continente. Alexánder describe las escenas de esa noche como si estuviera relatando la trama de un película de acción:

      —No se veía nada. Era subida y bajada. El asesor dijo que corriéramos, y corrimos, y pasaron quince minutos y nos ordenó agacharnos. Las mujeres gritaban. El muchacho les decía que no hicieran bulla, porque estábamos en una hacienda. Ladraban los perros. Llegamos a una parte donde vimos la camioneta [bus], como a cuatrocientos metros, con las luces parpadeando, y comenzamos a correr más rápido, sin saber por dónde pisábamos, pero al llegar a la calle ya no estaba. Entonces nos sentamos debajo de un puente. El asesor llamó al chofer y le dijo que iba a mandar otra camioneta. Esperamos, pero pasaron tres horas y nos comenzamos a estresar. En eso se paró una alcabala [control policial] arriba nuestro. Se bajó un policía. Estaba todo negro. Las luces [balizas] alumbraban el entorno y nosotros pegados al suelo. Tiesos, en silencio, apenas respirando. Luego de treinta segundos se fueron, y cuando se perdieron en la noche salimos corriendo a las montañas, alejándonos del camino. Llegamos a un criadero de caballos, estábamos asustados. El guía dijo que iba a llamar un carro para irse, porque la camioneta no iba a volver. Muchas mujeres empezaron a llorar, otros chamos se pusieron a discutir y había una joven que se había desmayado como cuatro veces. Así pasamos las siguientes dos horas. Algunos se quedaron dormidos y el guía dijo que fuéramos hacia un pueblo. Entonces, el chofer del bus nos contactó para decirnos que nos estaba esperando más adelante. Corrimos como cuarenta minutos más y en un momento el guía paró al grupo para contarnos: había diez personas menos. Él se devolvió a buscarlas y regresó media hora más tarde. En un momento apareció la camioneta, como a doscientos metros, y nuevamente todos nos echamos a correr, como si estuviésemos en los últimos metros de una maratón. Hasta que logramos subirnos. Eran como las cuatro de la mañana del 12 de julio.

      Le mandó a Fernando una foto de ese momento: él arriba del bus, sudado y con la ropa sucia. A la mañana siguiente le relató con detalle todo lo que había pasado y Fernando le hizo un comentario que, lejos de tranquilizarlo, lo inquietó aún más: “Imagínate cómo será el cruce para acá”.

      Durante ese día planearon el viaje desde Lima a Tacna y conversaron de aquellos sueños triviales que esperaban cumplir en Chile. Tal vez para sentir que aún había futuro, luego de que todo había estado al borde de fracasar.

      Alexánder: ¿Sabes que Manuelerod19 va a estar en Chile en septiembre? Te voy a regalar la entrada para ir a verlo. Fernando: ¿Sabes quién estuvo por aquí el otro día y la gente estaba como loca? Alexánder: ¿Quién? Fernando: Rihanna20 Alexánder: ¡Que eres mentiroso! Fernando: En serio. Alexánder: Yo veo a Rihanna, María, y ¡ahhhhhhh! Fernando: Sí, yo imaginé eso cuando escuché a la gente hablando de ella. Alexánder: ¿Cuándo fue? Fernando: Hace como 10 días. Alexánder: ¡Verga! De pana, ahí yo me muero… “Ooh nana, what’s my name? Ooh nana, what’s my name?”. Escucho eso y quedo muertico en el acto. Fernando: Aquí vas a ver muchas cosas, tonto. Ya vas a ver que echarás para adelante. Alexánder: Los dos.

      Alexánder llegó a Lima a las once de la noche del 12 de julio. Durmió en el terminal y al día siguiente Fernando le envió 70 dólares, que se había conseguido como adelanto en su trabajo, para el pasaje a Tacna: “Debo el hígado”, le puso en un mensaje. Alexánder gastó 45 dólares en el boleto y el resto en comida. Partió al mediodía del 13 de julio. Ese fue el último bus que tomó. Muy distinto, recuerda, de todos los otros. Tanto así que le sacó una foto al baño y se la mandó a Fernando: “Nunca voy a superar este bus. Me acaban de traer un refresco y un agua. Hace rato fui a orinar y era tan bonito que hasta hice del dos”, le escribió.

      Esa fue la primera noche, desde el 7 de julio, en que Alexánder durmió de corrido hasta las ocho de la mañana. Habría seguido de largo si es que la policía peruana no hubiese bajado a todos los pasajeros en Moquegua, a dos horas de Tacna, para revisar los bolsos.

      —Estaba asustado, me pidieron los papeles y no los tenía. Les dije que iba a Chile y me dejaron pasar. Me advirtieron que si me veían en Tacna me iban a tomar detenido, pero acá estoy —dice, parado frente al consulado, que está rodeado de policías que intentan poner orden en las filas. Vuelvo al tema de los 180 dólares.

      —Solo te puedo pasar 100 —le digo.

      Esa noche, Alexánder se pondrá de acuerdo con el coyote para cruzar al día siguiente.

       17 de julio, conversación por WhatsApp

      (18:04) Alexánder: Niño, ya voy saliendo. Tenemos que llegar y esperar a que se haga de noche para irnos. Voy con varias personas, así nos apoyamos. No escribas nada de esto a nadie. Tampoco a mi mamá. Tú eres


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