Nosotros no estamos acá. Jorge Rojas
Fernando me manda un mensaje de audio:
“Alexánder habló con el muchacho, con el señor que lo va a cruzar. Le dijeron que si no quería entregar el teléfono les ayudara a buscar más clientes. Creo que consiguió a unas muchachas que también van a cruzar y por haber hecho eso lo van a pasar gratis”.
Alexánder lleva una semana en Tacna y ya se ha convertido, por necesidad, en captador de una red de coyotes. Es como el adicto que lleva clientes donde el microtraficante a cambio de unas dosis que le permitan financiar su vicio. Un estatus que ha alcanzado sin tener muchas opciones: Fernando no tiene cómo mandarle más dinero y a él ya no le quedan cosas de valor en el bolso para entregar.
“Está desesperado. Me siento responsable. Ya no sé qué decirle para que se calme un poco”.
La desesperación es la comida de la que se alimentan los coyotes: mientras mayor es el tormento, más probabilidades hay de terminar enganchados en la cadena. Y Alexánder, que ya ha intentado cruzar cinco veces sin éxito, ha sido anexado como uno de los últimos eslabones. Lo usual, según me han explicado fiscales que han investigado el tráfico de personas en Arica, es que esa relación utilitaria se rompa cuando el objetivo de cruzar se ha logrado, pero hay algunos casos donde el vínculo se afianza. Y así es como se han dado situaciones en que venezolanos que alguna vez se iniciaron en la captación, tal como Alexánder ahora, terminan cumpliendo la función del coyote, yendo y viniendo por el desierto, para ganarse 20 dólares por noche.
“Él no viene a Chile a hacer daño ni hacer cosas malas, solo estamos buscando una estabilidad, un futuro”.
Fernando sabe cómo funcionan estas redes. Toda su familia vive fuera de Venezuela. El primero en dejar Maracay fue su hermano Miguel,27 beisbolista profesional, que en 2012, con 17 años, comenzó a jugar en las ligas menores de Estados Unidos, para los equipos de la franquicia de Los Angeles Angels, de Anaheim, en California. Todos los años, Miguel se iba tres meses a República Dominicana, donde hacía la pretemporada, y luego se integraba al equipo en Estados Unidos. Mientras duraba el torneo le daban un contrato por siete meses, le pagaban dos mil dólares mensuales, el hospedaje, la comida y los pasajes de ida y regreso a Venezuela.
En la familia todos eran fan de él, especialmente Fernando, que tenía una pequeña colección de estampitas con su cara, de las seis temporadas que jugó. En 2018, al finalizar el campeonato, lo despidieron. Antes de que le rescindieran el contrato pidió una extensión de la visa para su esposa, que ya vivía con él en California, y le encargó a Fernando que iniciara los trámites en Venezuela para que su hija, que estaba en Maracay, pudiese viajar a Estados Unidos.
Fernando necesitaba conseguir el acta de matrimonio y la partida de nacimiento de la niña antes que a Miguel le quitaran la visa laboral, que expiraría tras el despido, pero en ese tiempo el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería de Venezuela (SAIME) estaba intervenido por denuncias de corrupción. Específicamente, el director de entonces y su predecesor habían sido denunciados por sobornos y venta de pasaportes.28 La intervención provocó un atochamiento en las solicitudes que generó aun más corrupción.
“Tuvimos que pagar mucho para conseguir los papeles de la niña. Me acuerdo de que me puse en contacto con unos ‘asesores’ que me ayudaron a conseguir los documentos. Fuimos donde una de las personas que había sido despedida, que se había llevado los timbres para la casa. Ella nos hizo los certificados. Esa mujer era millonaria”.
Dos semanas después, la esposa de Miguel viajó a Venezuela a buscar a la niña y los tres se quedaron a vivir en California. Un año más tarde venció la visa de Miguel. Hoy están tramitando su regularización y trabaja repartiendo pedidos en su auto.
Fernando vio en las “asesorías” del SAIME la posibilidad de juntar dinero para salir de Venezuela y publicó un aviso en redes sociales ofreciendo sus servicios como intermediario. Hacía solicitudes para venezolanos que estaban en el extranjero o para quienes no tenían el tiempo de ponerse en la fila. Como el SAIME se había convertido en un servicio estresado, por no decir colapsado, Fernando descubrió que la página web en la que se ingresaban los datos estaba mucho más expedita en la madrugada y eso le daba ventaja para atraer clientes. Ganaba cerca de 10 dólares por trámite y lo que más juntó en un mes fueron 300 dólares. Nada de lo que hacía, sin embargo, era corrupción.
“Asesorar”, como le dice él a este oficio, era entonces una oportunidad laboral que parecía haber crecido junto con la diáspora. Es decir, un servicio honesto que fue masificándose a la par de la demanda de los migrantes: a mayor número de venezolanos en el extranjero o queriendo huir, mayor número de trámites por encargo. Pero lo cierto era que detrás de la prosperidad de este negocio no estaban los ingeniosos como Fernando, que había descubierto el horario con menos usuarios, sino los mismos funcionarios del SAIME, que adrede demoraban los trámites oficiales para así crear un mercado exprés, o VIP, en el cual ganaban miles de dólares en coimas por apurar los procesos. Dicho de otro modo: para saltarse la fila de espera. Fernando dice que nunca llegó a pagar por esos trámites.
Los segundos en dejar Venezuela fueron su papá, su mamá, su hermana y sus otros dos hermanos, uno mayor que él y otro menor, que cruzaron a Colombia y se instalaron a vivir en el Valle del Cauca. Dos meses después, Fernando salió rumbo a Chile. Él vivió su propia experiencia clandestina junto a Generoso, el mismo que hace algunos días ayudó a cruzar a Alexánder: el 9 de abril de 2019, Fernando atravesó a Colombia por el río Táchira. No por el puente Simón Bolívar, como lo hizo Alexánder hace unas semanas, sino por el mismo caudal.
“Era así como un desafío, porque todo el mundo trataba de no caerse. Generoso iba cargado de maletas de personas que no podían llevarlas. El camino no es tan largo. Son como veinte minutos. En la primera parte hay que subir piedras y esquivar el barro. Donde había charcos más profundos, ponían tablas y sacos de arena, para que uno brincara sin mojarse. Recuerdo que llevaba puestos unos zapatos blancos que me quedaron marrones”.
Fernando tenía una visa de responsabilidad democrática entregada por el gobierno de Chile, y aunque eso acreditaba que su paso por Colombia sería solo transitorio, la frontera estaba cerrada para todos los venezolanos menos para las embarazadas y los ancianos.
“Después atravesamos el río. Había varios cruces. Lo imaginaba más complicado, porque la corriente a veces crece y se lleva a las personas, pero estaba suavecita. Había muchos colombianos que viven de la trocha, que pedían colaboración. La gente dice que hay que darles plata, porque si no te secuestran. Todos tenían aspecto de malandros, así, sin franela [polera]. Tomé una foto y cuando llegamos a Cúcuta se la mostré a Generoso. Me dijo que menos mal que no me habían visto, porque hasta me podrían haber cortado la mano”.
Fernando cargaba solo una mochila. Adentro, además de su ropa, el pasaporte y los documentos del viaje, traía un recuerdo por cada persona que no quería olvidar: un corazón de conchitas que Alexánder le había enmarcado, la colección de estampitas de su hermano, una foto de su sobrina y una de su mamá. También traía una lonchera térmica con colaciones para el viaje: arepas, albóndigas y pollo frito.
“En Cúcuta es una locura: gente por aquí y por allá, corriendo. Me estresé tanto que me quería devolver a Venezuela. Mi hermano me había mandado de Estados Unidos el dinero para pagar el pasaje y en todos los Western Union había filas. Yo preguntaba desde cuándo estaban ahí y algunos me decían que llevaban dos noches esperando que los atendieran. De pronto vi que unos colombianos gritaban: ‘¡Western VIP! ¡Western VIP!’. Me acerqué a preguntar y ellos cobraban por pasarte primero, pero te quitaban una parte. Al final, tuve que hacerlo, porque mi autobús salía en la noche”.
En Cúcuta, Fernando se juntó con Norma,29 de 75 años, la mamá de la esposa de su tío. Ella, como es adulta mayor, pudo pasar por el puente del río Táchira, mientras Fernando lo cruzaba por abajo. Fernando pensaba venirse solo a Chile, pero su tío, que lo iba a recibir acá, le pidió que acompañara a su suegra. Esa noche ambos abordaron el bus y el 15 de abril llegaron a Santiago. Se instalaron en el piso 16 de un edificio en Independencia. Fernando se demoró dos días en encontrar empleo.
“Estudié gastronomía. Tengo rut temporario,