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(como en el Lisis la fijación del joven Hipotales por el aún más joven Lisis) hasta la relación sexual plena que Alcibíades dice haber pretendido —sin alcanzarla— con Sócrates (Banquete 217 a-219 d), pasando por simples charlas como las que Sócrates establecía con los jóvenes, del estilo de las que aparecen en los diálogos Lisis y Cármides o aquellas a las que se alude en Laques 180 e-181 a.
Junto a la faceta emocional presente en esas amistades y amores, allí se trataban y producían asuntos de carácter físico o intelectual de lo más variado: entrenamientos gimnásticos, preparación para la lucha, conversaciones sobre negocios, novedades de la ciudad o asuntos familiares, debates sobre cuestiones de más o menos fuste… Relaciones que iban conformando el mundo social de los habitantes de Atenas.Ese era el ambiente en que se movía Sócrates, y allí lo trascendente de sus temas de conversación —la virtud, la piedad, la moderación, el afecto, la amistad…— era, con toda probabilidad, lo primero que atraía hacia él a los jóvenes —y a los no tan jóvenes— aficionados a la filosofía aún antes de que el nombre de esta tuviera un significado plenamente definido. Junto a ello, su desprecio de los convencionalismos y su habilidad dialéctica, el pasar toda su vida ironizando, (como dice Alcibíades en Banquete 216 e) hacían a aquel cantero, natural del demo de Alópece, capaz de refutar a todo aquel que se aviniera a conversar con él, lo que constituía sin duda un ameno espectáculo para el ánimo jocoso de los jóvenes.
En ese mundo debió de introducirse Platón, como los demás muchachos atenienses, a partir de los doce años más o menos, y allí debió de trabar conocimiento poco a poco con unos y otros, partiendo de sus propias relaciones familiares. Es probable que fuera así como conoció a Sócrates, amigo de sus hermanos Adimanto y Glaucón, a los que Platón iba a presentar años más tarde como principales interlocutores de Sócrates en la República.Al parecer, la personalidad de Sócrates atrajo desde muy pronto a Platón e hizo de él uno de los habituales en el grupo de sus seguidores (hasta el punto de que solo la enfermedad le apartó de Sócrates en la fecha de su muerte, Fedón 59 b), y esa relación marcó su vida de modo decisivo, pues a partir de entonces Platón vivió dedicado a la filosofía hasta el fin de sus días.
El trato personal con Sócrates y las noticias que pudo conocer sobre él gracias a los relatos de sus contemporáneos presentaban al personaje como un modelo de resistencia física y valor en la guerra, como un modelo de templanza y moderación en los placeres, como un modelo de justicia y de respeto a las leyes… Esos elementos modélicos del carácter de Sócrates nos hacen ver que ya cuando Platón compuso sus primeras obras tenía en mente las que a lo largo de toda su vida consideraría las principales virtudes: prudencia, justicia, valor, templanza y piedad, de casi todas las cuales hace poseedor a su maestro. Es cierto también que en esa opinión platónica hay elementos que pertenecen al sentir común de su tiempo y que sus alabanzas tienen un punto de tópico literario, como lo demuestran determinadas coincidencias.
Y es que Platón no era el único en su tiempo que tenía a Sócrates por un dechado de virtudes: también Jenofonte cierra sus Recuerdos de Sócrates (IV 8, 11) con el broche de oro de la enumeración de las virtudes del maestro. Allí Jenofonte califica a Sócrates de piadoso (eusebés), justo (díkaios) y continente (encratés); sus alabanzas no se limitan a la personalidad del maestro, sino que a la enumeración de sus virtudes propiamente morales añade rasgos que ponen de relieve su excelencia como filósofo. La transición entre una y otra serie de virtudes viene marcada por el calificativo de prudente[1] (phrónimos), que se explicita no en términos de vida cotidiana, sino de capacidad filosófica: Era prudente hasta el punto de que no se equivocaba cuando juzgaba lo mejor y lo peor y no necesitaba de otro consejero, sino que se bastaba para reconocerlo.
Y cuando Jenofonte alaba en Sócrates que fuera capaz de exponer mediante la palabra y definir las virtudes y también especialmente capaz de poner a prueba y refutar al que erraba y exhortarle a la virtud y la probidad, está elogiando sus capacidades como dialéctico y moralista. No deja de tener algo de paradójico en estas series de virtudes que Jenofonte, hombre de acción y de vida militar, omita en su loa la virtud del valor, y que sea Platón, de quien no conocemos actividad guerrera alguna, quien ponga en boca del general Laques y del belicoso Alcibíades el encomio del valor de Sócrates.
En los textos que siguen en este capítulo, procedentes en su mayoría de los diálogos anteriores al período de madurez (la excepción son los pasajes del Banquete), hallamos menciones explícitas del valor, la moderación, la justicia y la piedad, aunque no de la prudencia. Según Aristóteles, esta virtud se ocupa de lo relativo a la acción y versa sobre lo humano y sobre aquello en lo que cabe deliberación; a la luz de cómo se desarrolló el juicio contra Sócrates, quizá debamos reconocer el acierto de su discípulo: el Sócrates excelso, modélico en su valor y su coherencia, el Sócrates que se enfrenta por igual a los excesos del demos en el asunto de las Arginusas[2] y a los de los Treinta Tiranos en el episodio de León de Salamina[3], el Sócrates al que alaban por su valor el general Laques y el brillante y ambicioso Alcibíades, el que no está dispuesto a desobedecer a las leyes ni siquiera para librarse de la muerte, es un personaje que despierta la admiración, digno de ser alabado e imitado, pero su elección del difícil camino del análisis, el raciocinio y el amor a la verdad quizá no fue la decisión más prudente, como quiso hacerle ver Critón, al menos si tenemos presente lo que unas décadas después decía Aristóteles: Parece que lo propio del hombre prudente es poder deliberar bien sobre lo bueno y conveniente para sí mismo no parcialmente, …sino qué conviene en general para vivir bien.
Sócrates solo sucumbió cuando las mentes estrechas de Ánito, Meleto y Licón le pusieron en la tesitura de renunciar a sus convicciones ante los jueces bajo la más grave de las acusaciones, la de impiedad (asebeía). Y es que la impiedad, el no creer en los dioses en los que la ciudad cree, en los términos en que Jenofonte nos ha transmitido el texto de la acusación, era el peor de los delitos: el historiador Julio Pólux (Onomasticón VIII 105-106) nos informa de que, cuando a la edad de dieciséis o dieciocho años, el joven ateniense se presentaba para ser admitido en la ciudad, pronunciaba un juramento comprometiéndose, entre otras cosas, a respetar siempre la religión de la ciudad. Es decir, el elemento medular de la vida de la ciudad griega no era la constitución, como lo es para nosotros, sino la religiosidad. El delito de impiedad no era solo algo concerniente al ámbito religioso, sino también al político, y la acusación de impiedad equivalía a la de traición al Estado, así que el delito por el que se condenó a Sócrates era, sobre todo, el de atentar contra el Estado.
Con todo, el empeño de Sócrates en mantenerse coherente, que fue lo que le condujo a la muerte, probablemente fue también la causa del engrandecimiento de su figura. La coherencia —cuyo nombre, por cierto, no tiene equivalente exacto en griego— fue seguramente la virtud socrática que más impresionó al joven Platón, y a muchos otros ciudadanos notables de Atenas, como el general Laques, y es, quizá, lo que aún hoy nos sigue atrayendo hacia su figura y lo que hace que también entre nosotros el nombre de Sócrates siga siendo equivalente a ‘modelo de virtud’.
ELOGIO DE SÓCRATES
Para empezar, hemos elegido, por su concisión, los elogios de Sócrates que figuran en uno de los más conocidos episodios del Banquete platónico: la irrupción de Alcibíades en casa del poeta trágico Agatón. En la velada tras la cena con que este último y sus convivas celebran el triunfo del dueño de la casa en el certamen anual de tragedia, se presenta el expansivo Alcibíades coronado de hiedra y violetas y con cintas en la cabeza, borracho y sostenido por flautistas y esclavos.
La intención del visitante inesperado era la de felicitar a Agatón, y su llegada coincide con el momento en que los demás participantes ya han concluido los discursos con que entretenían la noche. Por eso le invitan a acomodarse y le invitan también a contribuir a la amenidad de la reunión con un elogio al Amor.
Y Alcibíades cuenta que en su juventud había admirado a Sócrates hasta el punto de estar dispuesto a ser su amante; pero habida cuenta del nulo resultado que sus intentos de aproximación habían cosechado en aquel entonces, elige en ese momento hacer el elogio moral de Sócrates: porque a pesar de las trampas con que Alcibíades pretendía alcanzar la relación física, y aun siendo Alcibíades el joven más bello de Atenas y aun siendo conocido Sócrates por su afición a los jóvenes bellos, el filósofo nunca se dejó caer por esa pendiente. La admiración de Alcibíades por