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como es el caso del joven Hipócrates, que aún de noche se presenta en casa de Sócrates para rogarle ser presentado al visitante extranjero. Así es como comienza el diálogo en que Platón recrea el encuentro entre Sócrates y el famoso sofista, en el que se aborda precisamente la cuestión de si la virtud puede enseñarse; Sócrates niega la posibilidad de enseñar tanto la virtud como el arte política y argumenta: los atenienses creen que todos pueden contribuir a las deliberaciones aunque nadie se lo haya enseñado, y por eso admiten que todos los ciudadanos participen por igual en la vida pública; y esgrime un segundo argumento: si la virtud pudiera enseñarse, los grandes hombres como Temístocles, Pericles o Aristides el Justo se la habrían enseñado a sus hijos, que habrían podido destacar en la vida política como lo habían hecho sus padres.
Protágoras, por su parte, defiende que todos los hombres participan por igual de la virtud política, según explica mediante el mito del reparto de capacidades a las especies[1]. Antes de seguir se impone aquí un breve inciso en relación con ese relato, de gran encanto literario y de una enorme potencia, que impresiona la imaginación y las emociones, y que reúne argumentos y encanto al servicio de la persuasión. Pero ¿a quién corresponde la autoría de ese relato encantador, a Platón o a Protágoras? A otros sofistas (Gorgias, Pródico, Eutidemo…) nos los retrata Platón con los mismos rasgos de carácter, inquietudes y métodos, incluso con las manías que se les atribuyen en otras fuentes. Además, no es improbable que Protágoras empleara relatos míticos en sus argumentaciones, como lo hacía también Pródico y como vemos que lo hace Aristófanes en el discurso que Platón pone en su boca en el Banquete; o como hizo no raramente el propio Platón. Si nos atenemos a esos hechos, no parece fuera de lugar pensar que Platón aquí reproduce las ideas y el estilo de Protágoras, como han sostenido los estudiosos de modo mayoritario (Nestle, Guthrie, Untersteiner), aunque no unánime, y conviene que tengamos esto en cuenta a la hora de valorar el conjunto de la argumentación.
Volviendo a ese diálogo, la confirmación de la veracidad de la tesis de ese mito —dice Protágoras— es que la sociedad no culpa a los hombres de sus defectos cuando los tienen por naturaleza o por azar, sino solo cuando habrían podido evitarlos mediante la práctica y el recurso a la enseñanza: luego la virtud puede ser aprendida por esos medios.
A lo largo del diálogo la conversación se desvía y surge el tema de si el placer es el bien; en el transcurso de la investigación ambos pensadores se muestran de acuerdo en que, a veces, hay placeres que procuran dolores y, a la inversa, dolores momentáneos que procuran placeres; también están de acuerdo en que la salvación de la vida reside en la elección correcta de placer y dolor, del más y el menos, el menor y el mayor (Prot. 357 a). Y en que de esas distinciones se ocupa una ciencia (epistéme), la de medir (metretiké). En consecuencia, tanto la justicia como la moderación y el valor, cuya función es hacernos elegir correctamente bienes y males, son ciencia: luego la virtud sería enseñable, afirma Sócrates. Pero con esa argumentación Sócrates ha venido a intercambiar su postura con la que Protágoras mantenía al principio; así que, tras el debate reflejado en este diálogo, la cuestión queda abierta, como suele suceder en los diálogos previos al período de madurez.
Platón, no obstante, no abandonó este tema de reflexión, y poco después, en el Menón (porque esos dos diálogos, escritos poco antes del primer viaje a Sicilia, son muy próximos en el tiempo), volvió sobre el mismo asunto y, siguiendo argumentos que expone en esta segunda obra, llega a la conclusión de que, puesto que no hay maestros de virtud y dado que quienes la poseen no pueden dar razón de sus actuaciones, la virtud no puede ser enseñada.Pero tampoco estos resultados parecían dar cuenta suficiente de los hechos relativos al asunto, así que Platón siguió sin quedar conforme con los resultados alcanzados y continuó dando vueltas al tema.
Un elemento de la más rancia tradición seguía vivo en el pensamiento platónico: tanto en el Menón como en el Protágoras, que son los dos diálogos que se ocupan más directamente de la definición de la virtud y el debate sobre si es posible enseñarla, la virtud platónica sigue siendo la areté sociopolítica, la virtud propia del ciudadano de holgada situación económica y noble ascendencia llamado a destacar en la vida pública ciudadanaCuando Platón escribe la República unos años después, sigue aún interesándose por la cuestión de la virtud. Sus ideas ahora son en algunos aspectos más precisas y en otros, y de los fundamentales, bien distintas, pues la perspectiva desde la que enfoca la cuestión no es ya la misma.
Así, el tema, tan largamente tratado, de si la virtud se puede enseñar parece definitivamente cerrado con un no; a cambio, parece también definitivamente establecido que la virtud sí se puede aprender, pues se la puede hacer nacer mediante la costumbre y el ejercicio (Rep. 518 d-e). Con ello Platón estaba sentando las bases de la teoría que Aristóteles expresaría más adelante en sus Éticas:Las virtudes las adquirimos poniéndolas primero por obra, igual que ocurre en las demás artes, pues las cosas que para hacerlas hay que haberlas aprendido antes, las aprendemos haciéndolas: igual que se llega a constructor de casas construyendo casas y a citarista tocando la cítara, así también nos hacemos justos llevando a cabo obras justas, prudentes con las prudentes y valientes con actos de valentía (Ét. Nic. II 1103 a31 y ss).
Las novedades fundamentales vienen del nuevo enfoque de la reflexión sobre la virtud que se aborda en Rep. II 368 c-369 a, en el marco de la investigación sobre la justicia con que se abre ese diálogo; visto el punto muerto al que queda abocada la reflexión sobre la justicia emprendida en el terreno de la justicia del individuo, propone estudiarla desde el punto de vista político. De ese modo, la indagación sobre la justicia en el Estado le va conduciendo a una teoría general sobre la virtud en el terreno político y las virtudes del Estado que veremos más adelante (cap. 8).
A la vista de que Platón llega a la certeza de que es el alma la que aprende y que las virtudes pueden ser aprendidas, se entiende el papel que ejerce su teoría epistemológica en la de la virtud. En efecto, en el Menón Platón había adelantado algunos de los elementos que conforman su teoría de las Ideas, y en la República los aplica a una definición de la virtud, presentada como «el arte del giro que guía al órgano con el que el alma aprende para que se vuelva desde ‘lo que se genera y muere’ hacia ‘lo que es’, de modo que el alma sea capaz de soportar la visión del brillo del ser» (Rep. 518 d). Esa facultad del alma de volverse de lo terreno al mundo Ideal será la que le permita desempeñar correctamente sus funciones, pues es la que la conduce a su excelencia, es decir, la téchne adecuada para alcanzar la areté.
LA POSTURA TRADICIONAL
Para quienes se habían educado en la tradición, la virtud era en parte algo innato (vigor físico, inteligencia despierta, medios de fortuna, linaje antiguo), pero requería también un marco adecuado para poder desplegarse, que era la aceptación social. Esto último era el resultado de haber aprendido a conocer y manejar las redes sutiles de amistades y alianzas de la sociedad ateniense. Al revés que el primer grupo de capacidades, esto segundo no era innato, y la vida social era para el joven un territorio inexplorado en el que para moverse con soltura y seguridad era preciso contar con guías. Tradicionalmente eran el padre, los parientes o los amigos de la familia quienes mediante el trato cotidiano en gimnasios, simposios, negocios y encuentros fortuitos ponían al joven en situación de participar plenamente y con éxito en la vida social ciudadana. Las promesas de los sofistas de enseñar mediante estipendio el éxito social eran interpretadas por los más apegados a la tradición como una amenaza, y ese parece ser el caso de Ánito, que rechaza airadamente tanta novedad.
7
Rechazo de los sofistas
MENÓN.— Pero ¿te parece que no hay maestros de virtud?
SÓCRATES.— Aunque investigo muchas veces si hay maestros de ella, por más que lo hago todo, no soy capaz de hallarlos. Y eso que estoy buscando entre mucha gente y de ellos, sobre todo, entre los que creo que son los más expertos en la materia. Pero mira, Menón, justo ahora en buen momento se ha sentado con nosotros Ánito, al que entregamos la investigación, pues es natural que la pongamos en sus manos: este Ánito, lo primero, es hijo de un padre rico y sabio, Antemión, que se hizo rico no por azar ni porque alguien se lo diera, como el tebano Ismenias, que acaba de recibir las riquezas de Polícrates, sino habiéndolo adquirido por su propia habilidad y cuidados; y luego, en lo demás no parecía un ciudadano desdeñoso ni pomposo ni cargante, sino un hombre educado y ordenado. Y además a este lo crió y lo educó