Memoria del frío. Miguel Ángel Martínez del Arco
el tiempo. Mientras sube la escalera empieza a maquinar. Quiere ver a Joaquín, a Mercedes, a Pilar Bueno, a la gente que pueda encontrar y que le digan cómo se están organizando. Se va a asear, sacarse los piojos, y va a ir a buscarlos. A Feli y a Manola, a ver cómo están. A pensar qué van a hacer entre todas. A pensar cómo sobrevivir.
—¿Cómo que te vas? ¿Que te vas adónde? —dice Angelines asustada.
—Me tengo que ir de Madrid. He dado vueltas todo el día buscando gente. Manuel está encerrado en el campo de concentración que han montado en el estadio Metropolitano, Joaquín en la cárcel de Torrijos, a Pilar se la han llevado a la cárcel de Quiñones o a la de Ventas, no lo sé. Pero he visto a otra gente. Tengo que salir, me parece lo más prudente ahora. Antes de que os ponga en un problema a los demás.
—Pero ¿has visto cómo estás? Con la cara señalada y el cuerpo lleno de moratones, Manoli. Así no puedes ir a ninguna parte. Te vas a enfermar. Tienes que recuperarte primero. Además, ¿y adónde vas a ir?
—Esta es la cosa, hay que pensar qué sitio sería el más adecuado, adónde puedo llegar y aparecer sin más. Estoy haciendo acopio de memoria. Mi amiga Fina, ¿te acuerdas?, que iba conmigo a clase, vive en Coruña desde el 36. Sería una posibilidad. O el tío Paco, que debe estar en Santander. Salir hacia algún sitio donde no se me imagine. Pero no puedo estar yendo cada día a presentarme a la comisaría de San Mateo. Todo el mundo me ha dicho que eso es ratonera segura. Además, quien me ha denunciado volverá a denunciarme, los que se quieren quedar con la casa y la carbonería, no sé.
—Lo de la casa y la carbonería son los Espinoza, los del paseo del Cisne. Se están quedando con medio barrio. Para eso su tío es el gobernador. Pero no puedo imaginar quién te ha denunciado, no me lo explico.
—La gente de Almagro eran los del servicio de información de Franco, los del SIPM. Alguien me ha denunciado, y volverá a hacerlo. Y entonces no me llevarán solo a mí, Angelines, caeremos todos. Y eso no puede ser.
Nunca sabrá Manoli quién la denunció, si esa denuncia existió, esa denuncia que no aparece en ningún sitio, que ningún archivo contiene. O era una pieza más de una gran batida. Como de caza.
—Manoli, te va a parecer una locura, pero ¿por qué no te vas a Bilbao? —dice Angelines de repente.
—¿A Bilbao? ¿Y qué voy a hacer yo en Bilbao?
—En Bilbao vive tu madre, tenemos su dirección, podrías quedarte en su casa, vive con su marido y con tu hermana.
—Pero Angelines, no conozco a mi madre, nunca la he visto en mis diecinueve años… Bueno, nunca no, desde los cuatro años. No me acuerdo de ella. Ni ella de mí. Es como que no exista.
—Quizá sea el momento de hacerla revivir. Quizá este sea el momento.
Absorta, pensando en Bilbao, sabiendo que no hay tiempo, pero con un sabor acre en la boca. Su madre, un agujero. Otro más. Una puerta cerrada desde siempre. ¿Hay que abrirla ahora? No le da tiempo ni a avisarla. Presentarse en su casa, a puerta fría. Y descubre asombrada que le falta valor, que prefiere quedarse, que no quiere afrontar esa herida.
—Mejor me quedo antes que ir a Bilbao. No quiero ir a Bilbao.
—Pues me parece que es la mejor opción. Piénsalo mejor, consulta a tu gente, pero si quieres hacerlo rápido… —Angelines la mira, se acerca y la toma de la mano. Luego da la vuelta.
Suena la puerta, los golpes de unos nudillos se agolpan en sus oídos. Se asustan. Pero son golpes suaves, quedos. Cuando se repiten, Angelines va hacia la entrada y pregunta. «¿Quién es?». «Somos Feli y Manola».
Se abrazan otra vez. Cada vez que se abrazan parece un universo que se abre. Feli está tan delgada. Es como la copia de su hermana en puros huesos. Pero toda su boca pinta alegría. Manola besa a Manoli con esos besos sonoros que tanto la reconfortan. La vida de las tres pende de un hilo. Lo saben, pero solo a medias. Estos días de torbellino no dan para mucho meditar, solo para sobrevivir. «Vete a Bilbao, Manoli. Es buena idea, y desde allí lo piensas mejor. Pero puede ser un buen refugio, nadie te va a relacionar con tu madre, al menos de momento». «Pero ¿y llego y me presento sin más, por las buenas, qué tal está usted señora, yo soy su hija, me persiguen, vengo a quedarme? ¿Así, alegremente? Es una locura». «La locura es esto, tienes que salir y no hay ningún sitio ahora en Madrid seguro para ti, ya lo has visto». «Me siento en medio de la niebla, sin saber adónde ir, cómo girar. Un marinero en medio de la niebla, con solo mar alrededor». «No seas tan literata, déjate de monsergas, ni que conocieras el mar. Hay que decidirse, y tirar, tirar, no dejarse engañar, hay que seguir…».
Juan, un camarada también de Chamberí, consigue el billete para esa noche, el tren nocturno que sale de la estación del Norte. En tercera, no tienen para más, pero al menos ha podido conseguirlo a través de un contacto en las taquillas, sin documentación. Y otro contacto en la estación que la auxilie para entrar. Angelines la ayuda a hacer una maletita, lo que queda de su ropa, unos pendientes pequeños de oro, el anillo de la tía Mariana. Están sin una peseta, han confiscado sus cuentas en la Caja de Ahorros. Rebuscando atesoran algunas monedas.
Cuando anochece sale a la calle. Junto a su primo Justi, que lleva la maleta, se dirige al metro de la plaza de Chamberí. En la propia boca se despide de Feli y de Manola. Se abrazan. No saben aún que no volverán a verse en años. No lo saben, pero se abrazan como si lo supieran, como si no fueran conscientes de que apenas tienen diecinueve años. Son ya unas viejas. Cargadas de cenizas.
Sale disparada con Justi escaleras abajo, hacia el andén. Va nerviosa, pero menos de lo que imaginaba. Recuerda las instrucciones. No te quedes sentada en el mismo asiento siempre, el tren irá muy lleno en tercera. Muévete, métete en el servicio del tren cuantas veces puedas y quédate allí. No tienes documentación en regla, ese salvoconducto destrúyelo cuando llegues a Bilbao, recuerda bien las direcciones, la de tu madre, la de los contactos del partido en Gallarta y en Bilbao, ve tranquila, observa a tu alrededor lo que pasa, mira los periódicos cada día, pon telegramas en sitios distintos, no des señas ni nada, come bien, busca cómo salir de Bilbao, no vuelvas a Madrid, vuelve cuando puedas…
En la estación hay un control a la puerta de los andenes. Pero tiene el contacto de un mozo de maletas que la espera en el lado derecho del vestíbulo. Se despide con un beso de Justi casi sin tiempo y observa a los mozos buscando alguno que lleve puesto en el brazo un pañuelo negro como si fuera de luto. No lo ve. Se acerca más. No lo ve. Alguien le toca el hombro por detrás y un señor bajito le sonríe, señalándose el trapo de luto. Le devuelve la sonrisa y lo sigue a toda prisa, él entra por una puerta donde se acumulan las sacas de correo, la atraviesan sin decir nada en medio de un montón de carteros, dan vueltas por unos pasillos y salen al andén. «Ese es el nocturno de Bilbao, niña». «Muchas gracias. Muchas gracias, y suerte». «Suerte tú, que la vas a necesitar».
Sube al tren en la sección de tercera. Está lleno, muy lleno, no hay asientos en los bancos de madera. Se coloca en una esquina esperando que el tren salga. Cuando el revisor aparece pidiendo los billetes, se dirige hacia atrás. El vagón comienza a moverse y ella se esconde en el servicio. El revisor aporrea la puerta. «Un momento, ahora salgo». Y deja pasar el tiempo, luego sale y va en sentido contrario. El primer peligro ha pasado. Le queda toda la noche para seguir burlándolo.
Sale y entra de los servicios cuando cree que alguien puede pedirle los papeles. No se da tregua, se mueve en la oscuridad del tren tratando de pasar desapercibida. Primero sonríe a la gente, sin hablar con nadie. Luego, cuando observa sus miradas opacas, sus bocas fruncidas, como cosidas, deja de sonreír. Una sonrisa ahora parece una provocación. Todo parece estar bien, el váter del tren cada vez más sucio, ella allí escondida empujando el tiempo para que pase rápido. Alguien amartilla la puerta, y ella calla. Espera que se aburra y se vaya a otro servicio. Pero esta vez no para, y ella abre y sale, rápida, y tira hacia la derecha. Una mujer la para en el pasillo y dice muy bajito, metiendo la cabeza en su oreja, «no des tantas vueltas, quédate un poco aquí conmigo, estamos a punto de llegar a Miranda de Ebro. Ahora nadie va a pasar, ven, siéntate». No ha pasado tan desapercibida. Duda,