Memoria del frío. Miguel Ángel Martínez del Arco
huyendo, está escondiéndose. No se está escondiendo, está buscando. Está apaciguándose. Esto durará poco, no es más que un mal sueño, un sueño tenso pero breve. La vida regresará. Entonces golpea la madera con los nudillos.
La puerta se abre. Aparece una cara de ojos grandes y rasgos suaves. Una mujer mayor, ajada más que mayor. Con el pelo oscuro corto peinado hacia atrás. Sin expresión. Esta mujer no debe ser su madre, nada de ella le resulta familiar. La mujer pregunta qué quiere y ella duda al contestar. Al fin dice: «Buenos días. Perdone que la moleste. Estoy buscando a Alicia del Arco». «Buenos días. Pues con ella habla…». «Vengo de Madrid». «Ah, pase usted, me traerá alguna noticia de mi familia y de mi hija. Pase, pase, vamos hacia la cocina, estoy cocinando».
La cocina es pequeña, muy pequeña, y huele a repollo, a verdura, a carbón. Parada a un lado, mira el fogón y mira a la mujer. ¿Cómo empezar? Mira sus pies y mira los pies de esa señora, observa sus botines negros con algo de tacón y las zapatillas oscuras de ella, bajas, ajadas. Observa el tamaño, le parecen unos pies pequeños; ella siempre ha tenido los pies grandes, buscar zapatos no le ha sido fácil. Pero es que ella es más alta.
—Vengo de Madrid.
—Sí, ya me dijo. ¿Cómo están las cosas por allí? ¿Viene usted de parte de mi familia? ¿De la tía Anselma, de Ángeles? Nadie me ha avisado. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Yo… Sí, todos están bien. Todos le mandan saludos. La situación ahora es difícil allí, se podrá usted imaginar. La guerra… la guerra se ha acabado y…
—Pero ¿están bien? ¿Usted los ha visto?
—Le traigo una nota de Angelines, espere que la busque…
—Léamela usted, yo apenas sé hacer mi nombre, nunca aprendí. ¿Y usted cómo se llama?
—Yo… Yo, yo me llamo… —se detiene pensando que parece una mala escena de novelita, de las que le gustaban a su tío, una escena tonta, y no sabe seguir.
—¿Sí…? —dice Alicia vuelta hacia ella.
—Bueno, es que yo soy su hija Manolita. Soy yo su hija.
¿Había esperado la voz de la sangre? ¿Se imaginaba una escena llena de emoción y de lágrimas? ¿Creía que iba a reconocer sus ojos en los ojos de la desconocida, sus manos en sus manos, que se derrumbarían diecinueve años de ausencia simplemente al mirarse? ¿Que desaparecerían los miedos, las culpas, los reproches, las dudas?
Mientras toman ese líquido negro hecho de posos de café se observan, apenas se hablan, se sonríen, se callan y miran hacia el suelo. «No sé si me he explicado bien. En realidad no tengo ninguna nota de Angelines, no podía correr el riesgo de que me cogieran con una nota. No querría molestarla, ni a su familia, pero tenía que salir de Madrid, salir rápido para evitar que fueran a detenerme. Están metiendo presa a la gente, a toda mi gente. Algunos han desparecido, ya sabe que están dando el paseo a muchos. Y pensamos que podría estar aquí unos días, como le he dicho, hasta encontrar una mejor ruta. Yo creo, nosotros creemos que esto no puede durar mucho, la guerra en Europa está a punto de empezar, este régimen no puede durar, yo creo que será cuestión de semanas, o de meses, pero pronto pasará. Pero yo no quiero molestarla, ya sé que usted vive con su marido y con mi hermana, solo serían unos días. No quiero causar problemas, no podré decir quién soy. Siento que esté todo siendo así. Siento todo esto…».
No hay gestos, ni siquiera una mano que avance sobre la suya en la mesa. Un silencio denso, como si la niebla que percibe en todas partes desde que tomó el tren de Madrid se hubiera también metido en esa casa pequeña, en esa cocina, entre ellas dos. Una bruma que le impide ver. Habla mirándose las manos, con la voz queda, asustada de que la puerta se abra de pronto y penetre algún desconocido. El silencio abruma. «Puede que la policía me busque, la gente del SIPM me metió en una checa, en una comisaría, me tuvieron allí, y bueno, no fueron unos buenos días. Allí cumplí diecinueve años, ahora…». La madre la mira por primera vez, con ojos muy brillantes, como si fueran a explotarle en la cara, la mira y se lleva las manos a la boca y al pelo. «El 20 de abril es tu cumpleaños, ya lo sé, acaba de pasar. Ningún año lo he olvidado, yo lo sé bien, yo lo sé. No me mires así. No me hables de usted. Aquí puedes quedarte todo el tiempo que quieras, esta es tu casa, esta es tu casa, tu casa es donde yo esté. Nos arreglaremos. Yo trabajo asistiendo, por casas, y también cocinando. Nos arreglaremos. No me mires así, todo irá bien, no tienes que preocuparte. Soy tu madre, tú eres mi hija».
Soy tu madre, tú eres mi hija.
Cada día madre e hija van a trabajar asistiendo. Alicia limpia en casas, cocina, atraviesa el barrio de Abando de un domicilio a otro y luego baja hasta la ría y compra comida para ellos, compra los posos de café de algunos bares, compra y llega y cocina, y acompaña a su hija que también va a limpiar. Para no tener problemas, Manoli limpia escaleras, barre, friega, le da brillo a los pasamanos de madera, deja los cristales lustrosos, escaleras de mármol, escaleras de baldosas, escaleras de madera. Sube y baja y luego también va al puerto con su madre. Allí la madre ve que la hija se separa y habla con algunos hombres, vuelve hacia ella y no dice nada.
Llegan a casa y la madre cocina. La hermana pequeña ya ha llegado de la escuela, es una niña de doce años y se parece a Manoli. Es una niña que está asombrada, que de repente tiene a una desconocida a la que su madre también llama hija. Es una niña que mira, que observa, y que también cocina y ordena. Su padre, Maxi, casi cada día regresa borracho, no de caerse, pero subido de tono. Grita, refunfuña, se queja de la vida. Él también ha perdido la guerra, ha estado movilizado en un batallón socialista, ahora dice que no encuentra trabajo, tampoco lo busca. Mira a su nueva hijastra, la mira con desdén, o con deseo, o con admiración, o con extrañeza. Le habla suave mientras grita a su mujer, pero se calla luego. Y se va a la calle, al bar, tras pedir alguna moneda.
—Manoli, ¿es verdad que ibas a estudiar a la universidad? —pregunta su hermana.
—Sí, estaba matriculada, pero empezó la guerra.
—Pero las mujeres no van a la universidad. Me lo ha dicho la amatxu, las mujeres no vamos a la universidad.
—Las mujeres sí vamos a la universidad, lo que pasa es que siempre nos han condenado a cuidar a los hombres, a casarnos, a tener hijos, a estar en la casa y trabajar en las casas, pero las mujeres también podemos estudiar. Tú tienes que poder estudiar también. Es una cuestión de contar con posibilidades. Las mujeres podemos, claro que podemos.
—Manoli, pero en las casas adonde va a trabajar la amatxu tampoco las mujeres ricas van a la universidad.
—Nosotras sí iremos, tú irás, verás. Precisamente porque no somos ricas.
—Yo lo que quiero es casarme bien —dice la niña.
—¿Casarte? ¿Así por las buenas? ¿Sabes qué es casar? Hilar, parir y llorar. Mira la amatxu cómo vive… Tú tienes que formarte.
—Estás loca.
Lo ha escuchado cien veces en las reuniones de Mujeres Antifascistas. Ahora lo ve en su madre. Parir y llorar. Hablando con ella se ha enterado de que parió otros dos niños con Maxi, pero no sobrevivieron. Nunca lo supo, nadie le dijo. Como un folletín trata de entender qué pasó, pero aún no pregunta. No pregunta porque quizá no haya respuesta.
Sin decir nada, ha encontrado al contacto que traía desde Madrid y se ha puesto en relación con la organización comunista. Lo ha hecho muy discretamente, callada, en los descuidos de su madre, de la casa, en el puerto. Pero ahora tiene que ir a Artxanda a ver a un camarada. Subir al monte, y su madre tiene que saberlo.
«Amatxu, ¿cómo se llega a Artxanda?». «Pues andando, es ese monte que está al otro lado de la ría, cruzando por el puente del ayuntamiento hacia arriba. ¿Para qué quieres ir a Artxanda?». «Tengo que encontrar a un amigo allí». Y la niebla vuelve. Alicia deja lo que está haciendo, un remiendo de un pantalón. «Llevas aquí solo tres meses, la cosa sigue fatal, tú lo ves, cada vez más presos, tú lo ves. No quiero que