El canto de la essentia. Gustavo Vaca Delgado

El canto de la essentia - Gustavo Vaca Delgado


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delatan su barriga de sibarita y sus ojos que miran a este maja squinado con la misma fascinación que lo hago yo.

      —¿Maja squinado?

      —Este centollo. ¡Una gollería excelsa! ¿Qué haría con él?

      —Perfumar su carne desmenuzada con emulsión de azafrán y ñora. Poco más.

      Giró los ojos en señal de disfrute.

      —No se me había ocurrido, pero puedo imaginar ese sabor. ¡Crocus sativus! ¡Grandioso! —me alabó, refiriéndose al azafrán.

      Debe haber sido gratitud lo que me impulsó a preguntarle si él también se dedicaba a la cocina. Arqueó las cejas y ensombreció la expresión para acentuar su exhalación resignada.

      —Lo hacía mucho…, cuando era más joven…

      Pausó la conversación unos segundos, pero enseguida se sacudió la melena para recuperar su actitud afable.

      —¿Y entonces qué?

      —¿Qué de qué? —pregunté despistado.

      —¿Acerté con lo del restaurante? ¿Lo pondrá?

      —Ah, eso. Es complejo. Lo del capital, ya me entiende.

      Me pareció advertir que entendía, que se solidarizaba con la frustración que manifesté con mi respuesta.

      —Lo de los dineros siempre es un problema —confirmó—. Yo también sufrí lo mío, pero luego todo mejoró.

      —¿Tiene un restaurante? —pregunté interesado.

      —No.

      —¿Y entonces por qué mejoró?

      —Desistí —fue la escueta afirmación con la que me dejó en ascuas. Pero no hubo pesar en su respuesta y desvió mi atención hacia un libro de técnicas de servicio.

      —Ustedes son unos privilegiados con estas modernidades. En mi época éramos más rudimentarios.

      Al no entender, acerqué la mirada a la página que el anciano escrutaba. Admiraba unas molduras y chirimbolos de montaje, de esos que le dan forma a las elaboraciones al disponerlas sobre el plato.

      —¡Cursilerías! —determiné para darme un aire vanguardista—. Siempre han existido.

      El hombre bamboleaba con la cabeza hacia los costados. Aquel gesto era parte de su lenguaje corporal, una manía que parecía surgir mientras pensaba en algo.

      —Son útiles y permiten trabajar con mayor finura —dijo—. Yo las hacía de barro o madera. Estos avances son inteligentes y originales para cocinar.

      No logré apreciar la originalidad a la que hacía referencia. A punto estuve de blasonar con mis propias teorías sobre el arte del emplatado. ¿Pero quién era yo para aleccionar a un vejete extravagante que, mientras más hablaba, más aparentaba haber salido de la edad de piedra? Me conmovía la delicadeza con la que avanzaba por las páginas; reposaba las yemas de los dedos sobre las fotografías como si leyese en braille y los ojos se le iban desorbitando con las imágenes de las recetas. No todas sus muecas las supe interpretar, el hombre estaba lleno de ellas; su cara medio oculta tras el pelaje era un bailoteo constante de contracciones y gestos.

      —Estas láminas son prodigiosas. Recién me familiarizo con lo que llaman fotografías. No me canso de mirarlas. Desde hace una semana vengo todos los días.

      Admito que no soy muy ágil en reflejos intelectuales y el sentido de su observación me pasó inadvertido. Le estaba tomando gusto al momento y mi curiosidad por el hombretón iba aumentando, pero apareció Misán, tan hermosa de cara como sombría de mirada, efecto que nos provoca casi siempre una visita a los bancos. Se relajó al verme y acogió con agrado el teatral saludo del anciano, un tanto rimbombante para mi gusto, pero sin duda galante y de buena fineza.

      —Ha sido un placer —musité al despedirnos, a lo que él replicó con un confiado:

      —Hasta pronto.

      Misán me resumió sus batallas bancarias y yo a ella el breve encuentro con el exótico extraño, confesándole que, aún con sus excentricidades, me había resultado simpático.

      —Risotto con jamón… ¡para mi corazón! —le vacilé a ella, con menos talento que el anciano para rimar, pero con irrefrenables deseos de prepararle un suculento almuerzo de sábado y, como siempre, llegar al alma de mi amada a través del infalible camino de las tripas.

       CAPÍTULO II ZEA MAYS

      Es una buena costumbre iniciar los domingos con más parsimonia que el resto de los días de la semana.

      Parsimonia, en nuestro caso, significa mantener postrados los huesos hasta tarde en la cama, desayunar en ella, y perdernos en lecturas compartidas hasta que nos vence una primera siesta mañanera, un sueño mucho más reconfortante que el de la noche que lo precede. Abandonados a esta tradición, nos puede alcanzar con facilidad el mediodía, momento en el cual nos ponemos a la tarea de decidir qué almorzar ese día. Los roles los tenemos bien repartidos, equitativamente asignados dentro de una madurez que se tarda años en alcanzar: ¡Misán decide qué es lo que desea comer y yo se lo cocino! Resulta sencillo someterse a esta rutina.

      El domingo que le siguió al sábado ya relatado, los antojos de Misán apuntaban hacia la comida nativa y yo, que me desvivo por complacerla porque en treinta años no había podido hacerlo, vencí de buen grado mi pereza y me fui al mercado de Iñaquito, a no excesiva distancia de casa.

      Los mercados son universos que ejercen sobre mí una atracción extraordinaria, similar a lo que me ocurre con las librerías o las bibliotecas. No hay mejores lugares para pringarse uno del folclore local de una sociedad, y yo me jacto de haber visitado mercados en más de medio centenar de ciudades por medio mundo. Todos y cada uno se parecen en mucho y difieren en mucho más. Las ofertas las marcan los resultados agropecuarios de una región, las riquezas pesqueras, si es que las hubiera, y las tradiciones alimenticias de las poblaciones locales. Las capitales y grandes ciudades salen beneficiadas porque la ley de la mayor demanda causa un efecto exponencial en cuanto a la oferta y, en nuestro caso, los mercados quiteños amalgaman una vasta abundancia de productos de todo el país y parte del extranjero.

      Sepa el lector no familiarizado con Ecuador, que esta es una nación más bien diminuta pero generosa en diversidad geográfica.

      De izquierda a derecha, el punto sobre la «i» son las Islas Encantadas, las Galápagos, que a mil kilómetros lineales desde nuestra costa pacífica dotan al país no solo de relevancia turística, sino también científica al haber sido el edén exploratorio que llevó a Charles Darwin a afianzar su provocadora Teoría de la Evolución.

      El litoral ecuatoriano, con seiscientos cuarenta kilómetros de costa bañados por un océano bravo, es de clima subtropical y jugoso, de amplias riquezas fruteras y marinas que, por desgracia, mas suelen terminar en las mesas de las naciones importadoras con mayor poder adquisitivo y de gustos angurrientos.

      Ascendiendo desde la costa al cielo, se extiende la magnífica cordillera de los Andes, la que no solo nos corona a nosotros, sino también a los países vecinos. Esta serranía, o Sierra, como la llamamos, es la que en mayor grado guarda las herencias ancestrales del país, herencias que para los ignorantes se remonta únicamente a los tiempos incaicos, pero que en realidad se prolonga mucha más atrás en los tiempos, siquiera trece mil quinientos años, hacia el período del Paleoindio. La región andina nos obsequia su propia generosidad en cultivos y crianzas de animales, tesoros tan propios como la papa, o patata, que hoy en el mundo entero se devora como producto local, pero que tiene su cuna en al altiplano desde hace más de siete mil años y que, recién hace quinientos, fue llevada por los españoles hacia el continente glotón.

      Desde las alturas de la Sierra uno se deja desplomar nuevamente hacia la derecha y termina por caer sobre la mullida


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