El canto de la essentia. Gustavo Vaca Delgado

El canto de la essentia - Gustavo Vaca Delgado


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les guste.

      —¿Coca-Cola?

      —Así lo llaman. ¿Verdad que es una exquisitez?

      Hice un esfuerzo para no sonar burlón, pero el asombro se impuso.

      —¿No hay Coca-Cola en Francia? Digo… ¡por supuesto que la hay!

      Don Piero carraspeó.

      —Es probable, pero yo no la conocía. Espero que vaya bien con el pescado.

      —De maravilla —aseguré desconcertado pero respetuoso con esta nueva extravagancia de mi invitado.

      Refinamiento y galantería son algo que a la mayoría de los hombres se nos escapa. Entendemos su importancia, en ocasiones incluso nos esforzamos en darles aplicación, pero, generalmente, cuando nos jugamos una conquista o cuando sufrimos los achaques de la mala conciencia y pretendemos recuperar puntos. Digo esto con humildad y autocrítica, y lo digo, porque ni bien llegamos a casa, don Piero nos embalsamó a Misán y a mí con sus elevadas artes de elegante caballerosidad. A mí me petrificó la envidia por sus maneras y a Misán el beso de mano y las lisonjas grandilocuentes con las que alabó su hermosura. Porque Misán es hermosa, de sensualidad gatuna, rostro tostado con pómulos altos, ojos de color cocoa y labios carnudos con textura de nube. Su planta es distinguida, troyana, de curvas rumbosas. A mí me vuelve loco cuando pierdo la vista por sus magníficos collados, cuando miro su rostro primoroso centellar en medio de las ondulaciones de su melena.

      Don Piero hizo su aparición de manera impecable, porque a las mujeres que se saben bellas les agrada doblemente que se lo mencionen.

      Mientras yo le explicaba al don los secretos de mi ceviche, a él se le iba agrandando la mirada, suplicando porque lo dejara ayudarme en la preparación. Misán se acomodó en una de las banquetas frente a la encimera que divide nuestra cocina del salón y fue picoteando del mote con chicharrón, maridándolo con una copa de vino de la variedad Malbec. Don Piero hizo una demostración cabal de su destreza con el cuchillo, limpió y fileteó con pericia de cirujano el lomo de corvina mientras no perdía ojo de lo que yo hacía con naranjas, limones, cebolla, tomates, el ramillete de culantro y las respectivas especies. Mientras faenábamos, nos hizo un interrogatorio amable, se interesó por cada una de nuestras vidas, las separadas y la compartida, y dio muestras de ser un buen escuchador, empático y perceptivo. Confieso que tardé en relajarme conforme fui cerciorándome de que Misán se encontraba a gusto, charlona y metida en su gracia natural.

      —Hacía tanto que no cocinaba —exhaló nuestro visitante mientras le daba un último meneo al preparado del ceviche antes de ponerlo por media hora en refrigeración—. Son aromas extraños pero evocadores, especialmente el de estas hierbas que no conocía.

      Misán me lanzó una mirada cómplice e interrogatoria, no pudiendo imaginar que en Europa no se conociera el cilantro. Hubo muchas de estas miradas entre nosotros. Don Piero nos sorprendió con su colosal curiosidad, preguntó por uso y utilidad de cuanto artefacto de cocina veía, y eso que en nuestra cocina tenemos más bien los utensilios y aparatos comunes a una cocina cualquiera de un hogar cualquiera. Especial seducción le causaron nuestros coladores de diversos tamaños, y alabó su practicidad cuando vio el buen uso que le di a uno colando el zumo de tres tomates de árbol para preparar una salsa fina de ají. Sin refrenarse, exploró todos los rincones de nuestros cajones y armarios, preguntaba sin freno por cada nuevo descubrimiento, y más que nunca nos afirmamos en nuestro presentimiento de que el hombre llevaba demasiado tiempo alejado de la modernidad. Quizás fuera un ermitaño que daba sus primeros pasos por la civilización. Ostentaba una chifladura ingenua cuando desconocía algo, contraria a su otra apariencia de hombre cabal y bien instruido.

      La curiosidad aflora en las mujeres antes que en los hombres, por lo que, tras la enésima mirada de confusión de Misán, ella le preguntó sin tapujos.

      —¿A qué se dedica, don Piero?, digo, ¿en qué trabaja?

      —Ya no trabajo, bella donna, dejé de hacerlo hace mucho tiempo. Pero entre otras cosas, fui ingeniero. Construía la mayor parte del tiempo.

      Nos lanzamos otra mirada para coincidir, que a ambos se nos hacía inverosímil imaginar a un ingeniero desconocer el uso de una simple licuadora.

      Sentados a la mesa, don Piero logró desviar nuestra atención hacia las exquisiteces que, según él, probaba por primera vez. La salsa de ají, apenas picante, al gusto de Misán, le pareció extraordinaria y la iba vertiendo a cucharadas sobre el mote blanco. Convirtió la ceremonia de abrir una botella de Coca-Cola en una liturgia festiva; encontró placer en servirla en nuestras mejores copas de vino y, tras la formalidad de un brindis solemne, bebió de la suya un trago largo y parsimonioso.

      —No me explico cómo consiguen este cosquilleo tan estimulante. Parecen ser las burbujas que revientan contra mi paladar y sobre la lengua.

      —Es una bebida carbonatada. —Creí oportuno ilustrarlo—. Se produce por el dióxido de carbono.

      Se sirvió una segunda copa. Lentamente vertió el líquido sobre el cristal, temeroso del estallido de burbujas que pudiesen restarle potencia a lo que él llamaba cosquilleo.

      —¿Seguro que no desea probar este vino? —le preguntó Misán, enemiga declarada de todo refresco carbonatado y fiel consumidora de bebidas de frutas naturales y frescas, dentro de las que, con lógica apabullante, incluía a los buenos vinos.

      —He bebido vino, aunque no sé si tan bueno como este. Adormece los sentidos y yo quiero tenerlos bien despiertos para saborear estos manjares.

      Ya el ceviche produjo un clímax explosivo en su fascinación. Fue desgranando aquella sopa fría en minúsculas partículas que se llevaba a la boca. Una brizna de cebolla primero, luego un dadito de tomate, una lámina del pescado, y lo remataba con una cucharilla del caldo al ras. En ese orden lo fue comiendo, excitándose cada vez más con las arrebatadoras sensaciones que se le abrían en la boca. Así nos lo fue explicando, con palabras y gestos de extrema satisfacción.

      Sin más, don Piero empezó a hablarnos sobre su residencia en la ciudad de Amboise, a orillas del río Loira, en la región central de Francia. Poco habló de sus orígenes florentinos, mencionó de paso la Toscana y la región de Lombardía, pero juzgaba su migración hacia la campiña francesa como un paso relevante y necesario en su vida para —alejarse de la fanfarronería italiana y descansar con el refinamiento galo—.

      —Aunque no lo crean, este es mi primer viaje de turista. A la vejez me tocó en suerte visitar esta magnífica tierra. De tantas posibilidades en el mundo, llegué a parar justamente aquí. Hay tantas discrepancias con lo que yo conozco, que a momentos pierdo el aliento, deseoso de aprender y conocer.

      Misán, que es oriunda de esta ciudad, orgullosamente quiteña y patriótica, sin duda con ascendencia de nobleza inca, no desaprovechó la circunstancia para lanzar una retahíla de recomendaciones turísticas, fervientes consejos de visitas obligatorias, y una compilación de datos de interés que nuestro visitante recibió con suma gratitud y visible mareo.

      Yo soy más descastado a la hora de definir un lugar como mi patria. Mis orígenes son menos arraigados. Nací como resultado de la emigración de mis padres en Alemania, doble mestizo, de padre ecuatoriano y madre española, y los trasiegos de la vida me han llevado a residir en los tres países, por lo que me considero trinacional, o tripatrio, con el corazón hecho un mosaico de añoranzas y sentidos múltiples de pertenencia. Pero admito que Ecuador tiene esencias que me enganchan, que lo distinguen de otros lugares. Su controversia en culturas, historia, realidades y geografías, las prebendas que facilita el carácter latino, pero que a su vez pone muros a la hora de un desarrollo sostenible y definitivo, la espiritualidad ancestral, aunque en vías de extinción, hacen de Ecuador un cosmos singular, un huérfano adorable que dan ganas de defender, de mimar y sacar adelante. Y aquí me reencontré con Misán, lo que le añade una guinda onírica al placer de vivir aquí.

      De manera espontánea me ofrecí a acompañar a don Piero por el centro histórico de la ciudad. Quedamos para esto en vernos el martes y, con el ocaso del día, a eso de las seis y media de la tarde, despedimos


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