En blanco y negro. Elisa Serrana

En blanco y negro - Elisa Serrana


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primera vez que vi a tía Clara debió haber sido luego. Quizá vino a casa por la muerte del abuelo, pero el abuelo y su desaparición no dejaron huella en mí; se hablaba de ello como un hecho nada más, era como una historia que se cuenta y se va. No así mi tía Clara. Ella formó con su presencia tal revuelo y sus frases eran tan distintas a las de mi madre que se grababan, y su llegada fue un acontecimiento. Había estado ausente de la casa durante mucho tiempo, y ciertos rumores sobre su conducta liviana y su gran amistad con una tal Flora, que se nombraba en casa como quien nombra al demonio, la hacían sospechosa y tal vez temible. Mi madre le temía, esto lo sé. A pesar de ser muy querida por el abuelo, no se apareció por la casa hasta su muerte. ¿Temía ella su reproche o intuía ella su pena? Después se olvidaron los malentendidos y quedaron para más adelante los reproches, hasta que estos se fueron también, dejándole abierta otra vez la puerta de la casa materna.

      —Ven aquí —decía fríamente mi madre, cuando me sentaba yo sobre las rodillas de su hermana. Como si ella me contaminara.

      También pertenece a esa época el primer recuerdo de mi primo José Luis. Vivía con su madre en la capital, aceptando malamente la esporádica presencia del padre, mi tío Luciano, que parecía ser borracho, mujeriego, “artista”, y gastaba a manos llenas la fortuna de su hermosa mujer.

      El arribo de José Luis, que pese a su edad ya viajaba solo, causaba un revuelo distinto al que producían las llegadas de otros miembros de la familia. Cuando se anunciaba, la abuela, con la esperanza de que el niño viniera con su madre, mandaba a abrir la otra sala de baños, que olía a humedad y cuya tina era suave, de porcelana algo dulce a mi lengua. Me gustaba acostarme en la tina y quedarme allí adentro como en una casa de loza que sentía amable contra mis espaldas. Entonces daba vuelta la llave y el agua corría un rato sobre mi cabeza y me ahogaba la nariz, cosa que me divertía en extremo.

      Las visitas se anunciaban por teléfono. O, más bien, el sonido de la campanilla hacía suponer alguna visita, porque se oía mal y no se sabía de quién era la voz. El teléfono en nuestra casa era el único medio de comunicación con el resto de la familia y con la gran ciudad, pero estaba viejo y siempre descompuesto. Esto alteraba profundamente a la abuela.

      —Son los cables —gemía, sin alzar la voz—. Aló… Aló… ¡Aló! —empezaba a angustiarse, a ceder, luego gritaba y, por último, con un desolado ¡ALÓ!, se daba por vencida.

      Desde mi escondrijo yo deseaba ayudarla, pero no podía descubrir cómo. Hasta muchos años después no conseguí que me pasaran el fono y, por eso, las voces de mis parientes eran para mí misterios que agitaban hasta el paroxismo a mi familia.

      —¿Quién llama?… Pero sí. No oigo nada… No se oye, señorita, no se oye —colgaba y en su asiento seguía lamentándose—. ¡Cómo es posible que durante años esté yo pagando una cuenta y cuando quiero hablar…!

      Mi madre volvía a levantar el fono por si lograba oír, lo que enfurecía más aún a mi abuela.

      —Te digo que no se oye. Si yo no oigo nada, ¿por qué vas a oír tú? Son los cables que están viejos.

      —No se aflija, mamá —decía mi madre, que nunca pasaba por mi lado sin poner la punta de los dedos sobre mi pelo—. Quiere decir que alguien viene.

      Y así, tras el anuncio roto de un cable telefónico, llegó José Luis, pero solo.

      —¿Y tu madre? —preguntó la abuela cortésmente, y mi primo, que desde pequeño fue petulante y veraz, respondió con soltura:

      —No creo que venga nunca más. Dijo que ya nada tenía que ver con la familia.

      —¿Y Luciano acepta tal insolencia? —preguntó mi madre, afligida.

      —¿Mi papá?… Hace mucho tiempo que no veo a mi papá.

      No recuerdo exactamente las frases, solo está claro en mí el silencio que siguió. El mover silencioso de los palillos del tejido de la abuela, la respiración callada de mi madre y allá lejos, en el fondo de alguna puerta abierta, la risa de mi tía Clara, que no podía evitar exclamar:

      —¡Ya era tiempo!

      Aprovechando la distracción general, yo me escabullí a tomar el fono, porque me gustaba el fono silencioso: no oí ni siquiera el eco de respiraciones ocultas en el hilo.

      —¿Tampoco oyes? —preguntó mi tía, sin apremio.

      Sonreí netamente, porque me gustaba el tono silencioso con cierto olor a boca y humedad.

      —¿Pensará algo esta niñita? —continuó, pero yo no me di por enterada, porque la corneta era redonda y la boca en el hueco me cabía perfectamente y podía imitar su forma con mis manos.

      —Comprende todo —se excusó mi madre.

      —Tu padre debe estar loco —murmuró la abuela, dirigiéndose a mi primo.

      —Así dice mi mamá…

      —Que se calle esa… —la abuela podía insultar a su hijo, no así a la nuera. Se levantó furiosa—. Y que no te oiga hablar de ella nunca más, ¿entiendes?, nunca más.

      —Ya pues…, usted también…

      —No tiene por qué ser retardada, además.

      Mi tía me quitó el fono de entre los dedos llenos de saliva. Desde lejos seguía defendiéndome mi madre:

      —Es dulce y buena, pero la pobrecita…

      —¡Déjate de pamplinas! —rugió mi tía, echándome hacia un lado—. La pobrecita, qué pobrecita; si está siempre callada es porque no tiene para qué hablar—. Se dirigió a mí por segunda vez—. Te entretiene tu mundo interior, ¿no es cierto? —desde entonces principió a gustarme su manera de decir las cosas, una forma que yo llamaba poética, porque ella embellecía el tono para sus palabras, al revés de otros—. Para lo que hay que ver, es preferible no ver nada…

      Mi madre lanzó un quejido incomprensible.

      —¿No perdona aún, Clara? —dijo.

      Yo, molesta, deseaba recuperar mi mano y comencé a forcejear.

      Como se acercaba José Luis, mi madre trató de hacerme desaparecer. Le dolía que me viera todo el círculo familiar y cuando llegaba un extraño trataba de esconderme. Pero esta vez no alcanzó y sentí a mi primo fríamente cercano.

      —Soy ciega —dije yo sonriente, porque esa frase me volvía importante—. Soy ciega, soy ciega, soy… —siempre que decía esa palabra los demás callaban. Aplaudí contenta, con las palmas abiertas—. Soy ciega. ¿No es cierto, mamá, que nací ciega?

      Escuché alejarse los pasos de José Luis, acongojarse a mi madre y la abuela distrajo por un instante su último pesar, mientras mi tía comenzaba a tararear una canción. Para todos, excepto para mí, la ceguera era trágica, humillante y a nadie le gusta reconocer una verdad fea. La abuela entonces se puso de pie, porque nunca le gustó sufrir y siempre buscaba cosas que la distrajesen para sentirse otra vez alegre. Decía que ella necesitaba alegría para vivir y que siempre esta era escasa. Así, ahora también echó a un lado la ceguera, su responsabilidad y los problemas familiares. Me propuso que fuéramos al jardín a pasear a los perros. Cuando salíamos dijo como para sí misma:

      —Escribiré a la compañía y haré un reclamo en forma —pero como esa frase se oía a menudo, me puse a pensar dónde estaría mi primo.

      Me gustaban la noche y su sonido. Me gusta hasta hoy la fresca conversación de las cosas durante la noche. El sonido nocturno es rico y cada voz difiere de otras voces, así como diferentes son las voces del día. Las aves diurnas cantan, gritan y pelean mientras se picotean jugando cerca de la acequia y quieren, creía mi madre, como los hombres, bañarse en el mismo hilo de agua y caminar en el mismo rincón del corral, pero yo creo que lo que desean es encontrarse bajo ese mismo hilo de agua y juntos estar en el trozo de corral. De noche, los pájaros son discretos y tímidos, se mueven con avances solapados, porque tienen miedo y chocan sus alas nocturnas y blandas, porque


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