En blanco y negro. Elisa Serrana
a cualquiera en la noche, y era curioso oír que los otros debían disminuir su velocidad y hacer indecisos sus pasos cuando caminaban a oscuras. En la oscuridad, yo era más fuerte.
Por eso algunas veces, después del primer sueño, dejaba yo mi cama, apoyada en el recodo que hacía el pasadizo entre la pieza de mi madre y la entrada de la galería, y daba a mis pasos un ritmo de quejido nocturno para deslizarme hasta el jardín. Junto al último poste del parrón, había una piedra (estuvo ahí mucho tiempo, porque en casa las cosas permanecían siempre en su lugar y nadie movía nada a no ser que decidiera hacerlo un tercero y tomara solo la iniciativa, porque entonces también por no tener que cambiar, quedaba la cosa ya cambiada, en su nuevo sitio, y allí permanecía), a la que me gustaba allegarme y poner sobre ella mi mejilla. No dejaba que nadie se sentara en la piedra, la sentía mía y pasaba a su lado; cuando era de día, disimuladamente para que no la vieran, me alejaba para aislarla, volvía a otra parte para no atraer el deseo de otros sobre ella.
Sin embargo, una mañana cualquiera de cualquier invierno de mi pequeña infancia, al llegar al borde del parrón, presentí a una persona; antes de asustarme reconocí a mi tía Clara, que agarraba un débil rayo de sol. Un “a dónde vas” interrumpió mi huida y comencé a temblar.
—Ven y siéntate para que conversemos —dijo secamente.
Asentí aferrándome al poste.
—¿Por qué no hablas?
—Sí hablo.
—¡Cómo saber qué hay dentro de ti…!
—Mmm…
—Por quién y cuándo fuiste concebida…
—¿Eres una veta pobre o un rico mineral?
—Mmm…
—Tu madre llora porque no ves y…
—Yo veo…, veo…, veo; la gente cree que porque soy ciega, no veo nada.
—¿Qué ves? —la voz de mi tía parecía declamar.
—Veo a la gente, veo las caras de la gente, veo la luz del sol y el frío del nublado.
—No lo dudo —respondió mi tía, distraída ahora, desilusionada—. No tienes por qué no ver. Eso es cierto. Ser ciega es como cualquier cosa, como ser rubia o ser morena, fea o bonita. La ciega es ciega y no tiene por qué no serlo. ¿Qué significa? Es una cualidad, como cualquier otra. Me gustaría que me dijeras cómo ves la luna. La luna es para mí como un manto rojo, ¿comprendes?, sobre un vestido de novia.
Comprendí muy bien, porque los vestidos de novia eran como mantos y los mantos podían ser como la luna.
—El mundo entero es ciego, niñita —agregó ahora con voz dramática, agarrándome tan fuertemente del cuello que sentí ahogo—. Uno pasa la vida llena de luz y a oscuras, y como uno ve, cree una cantidad de tonterías y describe lo que ve, otra gran tontería, y así…, ¿de qué estábamos hablando?
—Del tiempo.
—¿Crees en el tiempo?
—¿Qué tiempo?
—Ya verás. No existe el tiempo. Yo estaba sentada en este mismo sitio, no, más allá, cerca del comedor, cuando vi detenerse un coche y bajar de él a un desconocido. Supe de inmediato que era él y me saludaría sonriente y vendría a sentarse a mi lado; conversaríamos largo y me diría que pensaba construir puentes y tranques y cosas duras… No puedo contarte todo lo que me habló ni cómo él me besó, ni mi miedo, ni la forma de la luna que salía allí detrás de ese almendro, así como interrumpida de hojas y ramas y como claveteada. Era terrible dejarse besar por un desconocido y me volvió el miedo, porque mi papá era difícil y podía verme besándome con él, que estaba haciéndole un trabajo, pero yo le dije de inmediato, para que se me pasara el miedo, que mi padre no me dejaría casarme porque era su hija predilecta y que él era joven y yo aún no sabía su nombre.
—¿Su nombre?
—Óyeme sin interrumpirme. ¿Crees en el tiempo? —me puse a pensar si contestaría sin interrumpir, pero ella no me esperó—. Tiempo después, un año quizá, llegó a casa. Y yo ya lo había conocido. Se lo dije y él respondió que venía del sur y que nunca había estado en la zona, pero le expliqué que eso era una tontería, porque yo lo había visto bajo el parrón una noche de luna, no, era una tarde de luna, son mucho más lindas las tardes de luna, y él aceptó el hecho y dijo que yo era cómica y que le gustaría casarse conmigo. ¿Te gustan los cuentos?
—No.
—A mí tampoco.
Las conversaciones con mi tía eran así y me agradaba oír su voz ronca de fumadora poética y, al oírla, me parecía que tomaba el tono de la persona que lee. Sí, leía sus recortados trozos de memoria, me bañaba su voz, de cuando en cuando me salpicaba su saliva y ella ponía un dejo especial que nadie usaba y ese hablar era para mí.
—¿Qué te estaba contando?
—De usted, de él, de los ciegos.
—Sí, tu pobre madre dice que no ves.
Lancé un quejido de rabia y comencé a morderme el dedo, pero mi tía me dio tal mantón que cayó mi baba suelta y descarriada.
—¿Te dolió…? ¿Qué te dolió?
—Yo veo…
—No digas tonterías.
—Pero si usted dijo que soy ciega y rubia…
—Qué más da. Llevas vida de mineral. No sabes nada de nada y eso es divertido.
Ya en ese tiempo me daba cuenta de que mi ignorancia le servía a la familia como una argolla, todos me tomaban y debía seguir mil cursos diferentes colgando de cuantos brazos quisieran arrastrarme; mi cuello debía ser dócil a la mano que quisiera apoyarse. Los dedos de toda la familia me guiaban como si fuese un buey y tuviera mil yuntas. Los dedos de los parientes sobre mi espina dorsal me indicaban los recodos y las acequias con un claveteado; me empujaban con mayor decisión cuanto más grande era el obstáculo. Tenía dificultad en dejarme llevar, me daba un miedo horrible, ya que no confiaba en las manos de quienes no eran ciegos y creía que me guiaban mal. No me atrevía a quejarme por no ser grosera, porque no me parecía amable desconfiar de la vista ajena y temía ofender a quienes me ayudaban.
Seguí a mi tía, sin embargo, cuando quiso que oyera sus versos y entramos a una pieza más oscura que otras, que olían a naftalina, a lavanda y a encierro. Me empujó suavemente hasta su cama. Ya cerca de ella me sentí mejor, subí de un salto y tomé la posición de gallina clueca, como decía mi tío, es decir, un montón de niñita en un ovillo de pelo y brazos, hasta que comenzaron a luchar en su garganta la poesía y la voz.
Sus versos eran diferentes a aquellos que, años después, leía mi prima Angélica tendida en el pasto cuando un mes de febrero vino al campo a preparar un examen de Castellano.
Desde que conocí el interior del dormitorio de mi tía comencé a quererla. Conocí su cama y me eché sobre sus ropas durante largas horas de muchos días, pero su amistad tenía un precio y el refugio de los armarios también: debía escucharla y comprenderla. No la escuchaba siempre, pero sí la comprendía y llegamos a una cierta intimidad. Fue la única persona de la familia que no se preocupó en ese entonces de mi ceguera; me trataba como una persona normal y no se despojaba de sus prejuicios en contra mía, ni me disimulaba su desprecio. Me gustó tía Clara por ser tan distinta a mi madre y a mi abuela; eso le daba otra dimensión a mi conocimiento del mundo. Tampoco intervenía en las frecuentes discusiones familiares sobre mi persona.
Decían a mi abuela que yo no sabía nada, pero ella contestaba que para algo tenía yo madre y si alguien repetía a mi madre la queja, esta se lamentaba llena de pena y exaltación:
—Es como echarme en cara mi desgracia. Decirme a mí una cosa tan triste. No tienen corazón con una mujer abandonada que solo aspira a conservar lo poco que Dios, en su infinita bondad, se dignó entregarle—.