La cronología del agua. Lidia Yuknavitch

La cronología del agua - Lidia Yuknavitch


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      La cronología del agua

      Lidia Yuknavitch

      La cronología del agua

      Lidia Yuknavitch

      Traducido del inglés por Rocío Gómez de los Riscos

      Título original: The chronology of water: a memoir

      Published by arrangement with Canongate Books Ltd,

      14 High Street, Edinburgh EH1 1TE

      Primera edición: septiembre de 2019

      Primera reimpresión: julio de 2020

      Segunda reimpresión: octubre de 2020

      Tercera reimpresión: abril de 2021

      © 2010, Lidia Yuknavitch, por el texto

      © 2018, Rocío Gómez de los Riscos, por la traducción

      © 2019, de la presente edición en español para todo el mundo:

      Cicely Editorial / Carmot Press, S. L.

      Calle Madrid 118, 3D

      28903 Getafe (Madrid)

      www.cicelyeditorial.com

      Printed in Spain – Impreso en España

      ISBN: 978-84-949250-0-9

      Depósito legal: M-24466-2019

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, en todo o en parte, solo puede ser realizada con la autorización escrita de los titulares de la propiedad intelectual, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

      La cronología del agua

      Este libro es para Andy y Miles Mingo, y está escrito a través de ellos.

      «Di toda la verdad, pero dila sesgada.»

      Emily Dickinson

      «¿Felicidad? Las historias felices son bazofia.»

      Ken Kesey

      «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua.»

      John Keats

      I. Aguantar la respiración

      La cronología del agua

      El día que mi hija nació muerta, después de sostener ese futuro tierno e inerte de labios rosados en mis brazos temblorosos, mientras le cubría la cara de lágrimas y besos; después de que le dieran mi niña sin vida a mi hermana, que la besó, seguida de mi primer marido, que también la besó, y luego a mi madre, que fue incapaz de abrazarla, y de sacarla de la habitación del hospital, una cosita envuelta y sin vida; después de todo eso, la enfermera me dio tranquilizantes, una pastilla de jabón y una esponja. Me llevó a una ducha especial con un asiento. El agua pulverizada cayó sobre mí ligeramente, cálida. Me dijo: «Sienta bien el agua, ¿verdad? Sigues sangrando bastante. No pasa nada». Abierta desde la vagina hasta el recto y cosida. El agua me resbalaba por el cuerpo.

      Me senté en el taburete y eché la cortinita de plástico. La escuchaba tararear. Yo sangraba, lloraba, meaba y vomitaba. Me transformé en agua.

      Al final volvió para, en sus palabras, evitar que me ahogara. Era una broma. Me hizo sonreír.

      Es difícil mantener a raya las pequeñas tragedias. Se hinchan y se sumergen en los grandes sumideros del cerebro. Es difícil saber qué pensar de la vida cuando estás con el agua hasta el cuello. Quieres salir, explicar que ha debido de haber un error. Tú, que se supone que eres nadadora. Y luego ves las olas, sin un patrón definido, envolviendo a todos, arrojándolos, muchas cabezas flotando, y lo único que puedes hacer es reírte entre sollozos de esos estúpidos que parecen corchos de pesca. La risa te desprende del delirio del dolor.

      Cuando supimos que la vida que llevaba dentro estaba muerta, me dijeron que lo mejor era seguir adelante con el parto vaginal. Así mi cuerpo seguiría estando fuerte y sano para el futuro. Mi útero. Mi matriz. Mi canal vaginal. Como la pena me había dejado sin habla, accedí a lo que me dijeron.

      El parto duró treinta y ocho horas. Cuando tienes un bebé en tu interior que no se mueve, el proceso habitual se estanca. Nada era capaz de mover a la hija que tenía dentro. Ni siquiera horas y horas de oxitocina. Ni mi primer marido, que se quedó dormido durante su turno. Ni mi hermana, que entró y casi lo sacó de los pelos.

      Y entre medias me sentaba en el borde de la cama y ella me cogía por los hombros, y cuando llegaba el dolor me apretaba contra su cuerpo y decía: «Venga, respira». Percibí una fuerza en ella que nunca he vuelto a ver. Percibí ese arrebato de fuerza propio de una madre emerger de mi hermana.

      Un dolor así durante mucho tiempo es agotador para cualquier cuerpo. Ni siquiera veinticinco años de natación fueron de ayuda.

      Cuando finalmente llegó, me colocaron a la pequeña niña-pez muerta sobre el pecho como si fuera un bebé con vida.

      La besé, la abracé y le hablé como si estuviera viva.

      Tenía las pestañas muy largas.

      Todavía tenía las mejillas rojas. No entendía cómo era posible. Pensaba que estarían azules.

      Sus labios eran como un capullo de rosa.

      Cuando finalmente me la quitaron, el último pensamiento incontestable que tuve, una irreflexión que duraría meses, fue: «Si esto es la muerte, elijo estar muerta en vida».

      Cuando me llevaron de vuelta a casa, aquel lugar en el que entré me pareció extraño. Podía verlos y oírlos, pero si alguien me tocaba retrocedía y no hablaba. Me pasé los días sola en la cama sumida en un grito que se convirtió en un largo lamento. Creo que mi mirada me delataba, porque cuando la gente me miraba decía: «¿Lidia?, ¿Lidia?».

      Un día, mientras cuidaban de mí —creo que alguien me estaba dando de comer—, miré por la ventana de la cocina y vi a una mujer robando el correo de los buzones de nuestra calle. Era sigilosa, como una criatura de los bosques. Su manera de otear a su alrededor, mirando de un lado a otro de forma acelerada, y el modo de moverse de un buzón a otro, descartando algunas cosas pero otras no, me hizo reír. Cuando llegó a mi buzón, vi que se guardó en el bolsillo parte de mi correo. Me reí a carcajadas. Se me salieron los huevos revueltos de la boca, pero nadie sabía por qué. Parecían preocupados, como si no supieran muy bien qué estaba pasando. Parecían caricaturas de sí mismos. Pero yo no dije nada.

      Nunca sentí que estuviera loca, solo ida. Cuando cogí toda la ropa de bebé que me habían dado para la recién nacida y la coloqué en hileras sobre la alfombra azul oscuro alternando las prendas con piedras, a mí me pareció de lo más normal. Pero, una vez más, quienes me rodeaban se preocuparon por mí. Mi hermana. Philip (mi marido). Mis padres, que habían venido a pasar una semana. Extraños.

      Cuando me senté tranquilamente en el suelo del súper e hice pis, sentí que había hecho lo que me pedía el cuerpo. No recuerdo bien cómo reaccionaron los cajeros. Solo me acuerdo de sus delantales de pana azul con el logo de Albertson’s. Una de las mujeres llevaba un moño colmena y los labios de un rojo lata de Coca-Cola vieja. Recuerdo haber pensado que me había colado en otra época.

      Después, cuando iba a algún sitio con mi hermana —con quien vivía en Eugene—, de compras, a nadar o a la Universidad de Oregón, la gente me preguntaba por el bebé. Mentía sin pensármelo y decía: «¡Ay, es el bebé más guapo del mundo! ¡Tiene las pestañas larguísimas!». Incluso dos años después, cuando una conocida me paró en la biblioteca para preguntarme por mi nueva hija, le dije: «Es maravillosa, es mi luz. ¡Ya hace dibujos en la guardería!».

      Nunca me planteé dejar de mentir. No era consciente de que lo hacía. Simplemente seguía con la historia, aferrándome a ella de por vida.

      Pensé


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