La cronología del agua. Lidia Yuknavitch

La cronología del agua - Lidia Yuknavitch


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me ayudó a corregir mi brazada. Me animaba cuando me cansaba. Me cogía en brazos cuando ganaba y me pasaba el brazo y una toalla por encima cuando perdía. Cuando le pregunté a mi padre que qué pasaba con Ron Koch, me dijo que nadie sabía quién era.

      Cuando le pregunté a mi madre su rostro se llenó de arrugas de preocupación. Se puso las manos sobre el muslo, una encima de la otra, y me dijo: «Bueno, Belle, han ascendido a tu padre. Es mucho dinero».

      Cuando le pregunté si ella quería mudarse a Florida, me contestó: «Dice que te mereces lo mejor. ¡Y allí hace sol, Belle!».

      Ciertamente, ascendieron a mi padre a arquitecto jefe de la costa sudeste. Pero eso no fue lo que me dijo él. Me dijo que era un sacrificio que hacían por mí.

      Dentro de casa siempre olía a tabaco. De vuelta a la cama pensé en mi mejor amiga, Christie. La conocía desde los cinco años. Comíamos juntas todos los días en los pasillos del instituto. Nos sentábamos juntas en clase de arte y yo anhelaba que todas las clases fueran clases de arte. Había estado de vacaciones con su familia y yo pensaba que ojalá fuera la mía. Me puse a llorar tan fuerte que acabé mordiendo la funda de la almohada hasta romperla.

      Así que dejé de ir a una piscina para meterme en otra. Uno podría pensar que el agua es igual en todas partes. Pero no es así. En Florida, el agua del grifo sabe a cieno. El agua de la ducha es extrañamente resbaladiza. La lluvia es tibia y deja un vapor espeso a su paso que asfixia a la gente que no está acostumbrada. El agua del mar está caliente como la orina y la de la piscina está templada incluso en diciembre. Como cuando te estás dando un baño y el agua empieza a enfriarse, pero en una bañera gigante. Los huracanes van a parar a Florida.

      Lo odiaba.

      Randy Reese apenas me miraba. Había olímpicos en su equipo. Yo intentaba darles alcance, seguirles el ritmo, incluso a veces lo conseguía, pero ni lo mucho que me esforzaba, ni mis tiempos, ni mi peso ni mi lugar en el podio importaban: nunca sentí que formara parte de… su equipo. Cuando lo hacía bien, me mostraba mis marcas en un portapapeles. Cifras. Yo me quedaba ahí quieta, muda y chorreando, esperando un abrazo. Pero él no era así. Antes de los campeonatos importantes nos hacía a todas pesarnos. Si te pasabas, «lametón»: nos daba un golpe con una tabla de poliestireno entre la parte posterior de los muslos y el culo. Un lametón por cada medio kilo. La piscina se había convertido en un espacio para la humillación, por lo que ya no había nada que la diferenciara de mi casa.

      Toda promesa alguna vez albergada en mi piel de nadadora, toda esperanza albergada cuando nadaba, empezó a ahogarse. En casa, la presencia y la ira de mi padre dejaban las habitaciones sin aire. En la piscina, el hombre que gritaba desde el lateral nos daba golpes con una tabla de nadar y nunca sonreía.

      En el campeonato de natación estatal de mi último año hicimos el mejor tiempo del país en los relevos de 200 yardas estilos. Mientras estaba en el podio con las otras tres chicas, miré hacia las gradas. Mi padre no estaba en ninguna parte. Mi madre olía a vodka, lo notaba desde el otro lado de la piscina. Randy Reese ni siquiera me miró. Pero daba igual, porque Jimmy Carter nos boicoteó y nos arrebató nuestro sueño infantil de convertirnos en nadadoras de renombre, incluida la famosa cantera de ganadores de Randy. No había ya palabra con la que me identificara. Ni deportista ni hija.

      Odiaba a Randy Reese. Odiaba a Jimmy Carter. Odiaba a Dios. Y también a mi profesor de matemáticas, el señor Grosz. Pero a quien más odiaba era a mi padre, un odio persistente que fue mutando. Los hombres me habían jodido la vida. Incluso el agua parecía haber renegado de mí.

      Pero en ella conocí a un chico diferente a todos.

      Estuvo yendo a la piscina conmigo durante aquellos tres insoportables años en Hogtown. Guapísimo, con el cuerpo alargado, igual que los brazos y las piernas, y con unas pestañas muy largas y el pelo también largo. Y tenía la piel tostada, oscura, como los ojos. Y también guardaba un secreto en la piel, pero no relacionado con sus padres.

      Este chico, mi amigo, era el mejor estudiante de arte del instituto. Qué digo: era el mejor de los mejores de cualquier instituto; de hecho, era de lejísimos mejor que cualquier persona de Florida que osara llamarse a sí misma «artista». Pintaba, hacía esculturas, dibujaba… Y, cuando lo hacía, absolutamente todo lo que salía de sus manos era increíble.

      Cuando me mudé a aquel sitio de mala muerte que era Gainesville, me llamó a casa la primera semana y me invitó a ir con él al río Itchetucknee para recorrerlo montados en un flotador gigante. Qué idioma tan raro el que salía de los agujeros del auricular. ¿Itchetucknee? No tenía ni la más remota idea de lo que estaba diciendo, pero le dije que sí.

      El agua del Itchetucknee está congelada; aunque el cauce es estrecho, profundo y tiene corriente. Desde el agua puedes ver ciervos de cola blanca, mapaches, pavos salvajes, patos joyuyos y garzas azuladas. Y serpientes. Pero eso alberga cierta belleza. El Ichetucknee es un río de aguas azules cristalinas que fluye a lo largo de casi diez kilómetros rodeado de hamacas a la sombra y humedales, hasta desembocar en el río Santa Fe. Mi amigo el artista y yo estuvimos tres horas a flote. Me estuvo preguntando sobre mi vida y yo le pregunté sobre la suya. Nos reímos. Disfrutamos al sol como los lagartos. Nadamos como los nadadores después de su sesión de largos. Y al final del recorrido en flotador sentí que lo conocía desde hacía años.

      Creo que no mentiría si digo que nos vimos todos los días durante casi tres años, excepto los domingos. Casi siempre quedábamos en el instituto y yo me iba a clase de lengua y de francés y él al aula de arte, y luego comíamos juntos. O nos pasábamos el día entero en el aula de arte. O íbamos a su casa y nos comíamos un sándwich y escuchábamos a Pat Benatar entre un entrenamiento y otro. O nos echábamos la siesta. Casi no tenía vello corporal y tenía la piel suave como el terciopelo.

      No sé muy bien cómo expresar lo mucho que lo quería. Pero era un amor con el que no sabía qué hacer. Tonteé insistentemente con él, pero no parecía estar interesado en mí sexualmente. Otros chicos de Hogtown sí parecían querer acostarse conmigo de forma sistemática, incluso en el 7-Eleven; pero él, nunca. Así que me acostaba con chicos de Hogtown. Y seguí intentándolo con las nadadoras. Pero entre el artista y yo no pasó nada.

      Y aun así me hizo un vestido espectacular de seda de color borgoña para la fiesta de graduación, con la espalda al aire y unos tirantes cruzados finísimos que iban de la parte delantera hasta cerca del culo. Nadie llevó un vestido tan chulo, y probablemente nunca lo hayan hecho, en ningún lugar del país.

      Y me hizo una chaqueta cortita de estilo años cincuenta con las mangas abullonadas usando la parte de arriba de un traje de chaqueta de hombre que dejó a todo el instituto boquiabierto.

      Y me cortó el pelo a media melena. La gente se volvía para mirarme.

      Y me maquilló (la única vez que me he maquillado en mi vida) y me hizo fotos.

      Y el amor que sentía por él creció más y más, pero no tenía donde ponerlo. Simplemente se acumulaba dentro de mí como supongo que se acumula el esperma en los hombres que llevan tiempo sin hacerlo. A veces sentía que iba a desmayarme, pero entonces cocinaba algo que le quedaba riquísimo. Dios… Sabía hacer tarta de queso. Lo único que quería era estar con él. Todo el rato. Olía a manteca de cacao.

      Días y días y días y días y días… Seguramente, los más felices de mi vida hasta entonces, a pesar de lo mucho que odiaba Florida.

      Entonces, un día, mi madre, borracha, le dijo a la madre de Jimmy Heaney en el pasillo del súper que había escuchado que mi artista era gay. Es decir, la estúpida de mi madre descubrió que mi artista era gay antes de que él mismo saliera del armario. Es homosexual, un homosexual con acento sureño.

      Y entonces dejó de hacerlo.

      Dejó de llamarme. Dejó de quedar conmigo. Dejó de contar conmigo en su vida.

      ¿Sabes qué se siente cuando un gay guapísimo deje de quererte?

      Es como estar muerta.

      La maleta

      A veces pienso en que llevo toda


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