La cronología del agua. Lidia Yuknavitch

La cronología del agua - Lidia Yuknavitch


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Los acontecimientos no tienen la relación causa-efecto que nos gustaría. Todo es un conjunto de fragmentos, repeticiones y patrones. Esto es lo que tienen en común el lenguaje y el agua.

      Todos los acontecimientos de mi vida se entremezclan. Sin cronología, como en los sueños. Por eso, si tengo un recuerdo de una relación, o de una bicicleta, o de mi amor por la literatura y el arte, o de cuando mis labios entraron en contacto con el alcohol por primera vez, o de lo mucho que adoraba a mi hermana, o del día que mi padre me tocó, no hay una línea temporal. El lenguaje es una metáfora de la experiencia. Es arbitrario, como la aglomeración caótica de imágenes que llamamos memoria, pero podemos ordenarlo para narrativizar el miedo.

      Después de dar a luz a un bebé sin vida, las palabras «nacida muerta» vivieron en mi interior durante muchos meses. Las personas que me rodeaban simplemente veían una tristeza insoportable. La gente no sabe cómo comportarse cuando el dolor entra en casa. La pena iba conmigo a todas partes, como una hija. A nadie se le daba bien estar con nosotras. Me decían estupideces sin darse cuenta, como «seguro que pronto vendrá otro»; o miraban ligeramente por encima de mi cabeza cuando hablaban conmigo. Cualquier cosa con tal de evitar la tristeza que rezumaba mi piel.

      Una mañana, mi hermana me escuchó llorar en la ducha. Tiró de la cortina, me vio sujetándome mi barriga vacía y desolada, y se metió conmigo para abrazarme, totalmente vestida. Creo que estuvimos así como veinte minutos.

      Puede que sea lo más tierno que han hecho por mí en toda mi vida.

      Nací por cesárea. Mi madre tenía una pierna quince centímetros más corta que la otra, por lo que sus caderas eran asimétricas. Mucho. Los médicos le dijeron que no podría tener hijos. No sé si admirar su voluntad implacable de tenernos a mi hermana y a mí o si preguntarme qué clase de mujer correría el riesgo de matar a sus propios bebés antes de nacer aplastándoles la cabeza con su pelvis asimétrica. Mi madre nunca pensó que estuviera «lisiada». Nos trajo a mi hermana y a mí al mundo de mi padre.

      Cuando los doctores más tradicionales le transmitieron a mi madre sus preocupaciones médicas, recurrió a otro tipo de especialistas. El doctor David Cheek, un obstetra/ginecólogo que practicaba medicina alternativa, era conocido por utilizar la hipnosis a través de los dedos de los pacientes para decirles las causas subyacentes de su enfermedad emocional o física. El proceso se denomina «ideomotor»: el médico o el paciente asigna a ciertos dedos las expresiones «Sí», «No» y «No quiero responder» y, cuando el médico pregunta al paciente hipnotizado, este contesta levantando el dedo correspondiente, incluso si el paciente piensa lo contrario cuando está consciente o cuando no tiene percepción consciente de la respuesta.

      Con mi madre usó esta técnica para ayudarla con la cesárea. El doctor Cheek le preguntaba cosas durante el parto: «Dorothy, ¿te duele?». Y ella respondía con el dedo. Él preguntaba: «¿Aquí?», mientras estimulaba una zona, y ella respondía. Le hacía otra pregunta: «Dorothy, ¿puedes relajar el cuello del útero treinta segundos?», y ella lo hacía. «Dorothy, tienes que disminuir el sangrado… aquí», y ella lo hacía.

      Mi madre fue un caso de estudio relevante.

      El doctor Cheek pensaba que algunas emociones dejaban huella en las personas, incluso estando en el útero. Afirmaba que había enseñado a cientos de mujeres a comunicarse telepáticamente con sus futuros hijos.

      Cuando mi madre contaba la historia de mi nacimiento, su voz adquiría un aura especial, como si hubiera tenido lugar algo parecido a la magia. Creo que eso era lo que pensaba. Cuando lo contaba mi padre la historia desprendía la misma veneración, como si hubiera sido un nacimiento de otro mundo.

      La mañana que me puse de parto el sol aún no había salido. Me desperté porque no sentía nada moviéndose en mi interior. Palpé por todas partes aquel mundo que tenía por barriga y nada de nada de nada, solo una redondez tirante. Fui al baño, hice pis y me subió una descarga eléctrica hasta el cuello. Cuando me limpié, vi que había sangre brillante. Desperté a mi hermana. Vi la preocupación en sus ojos. Llamé a la médica, que me dijo que probablemente no pasara nada y que fuera a la clínica por la mañana, cuando abriera. Sentía una carga inmóvil dentro del vientre.

      Recuerdo inmensas oleadas de llanto. Recuerdo que se me cerró la garganta. No podía hablar. Tenía las manos entumecidas. Las cosas del bebé.

      Cuando llegó la mañana, incluso el sol parecía fuera de lugar.

      El nacimiento era lo último dentro de mi cuerpo.

      Metáfora

      Te voy a decir algo que te va a ayudar, pero no es lo típico. No aparece en los libros de texto ni en los manuales. No tiene nada que ver con la superación personal, la respiración, los estribos ni los espéculos —dios sabe que estos términos y métodos se han repetido hasta la saciedad—, ni con el primer, segundo o tercer trimestre, el primer movimiento del feto, la barriga baja, el parto, el estar embarazada, los latidos del feto, el útero, el embrión, la matriz, las contracciones, la coronación, la dilatación cervical, el canal vaginal o con respirar… Eso es: respiraciones cortas, transición y empujar.

      Lo que quiero contarte no tiene mucho que ver con todo eso. La verdad es que la narración del embarazo es la que cada una quiera contar. Más concretamente, una mujer que encierra vida en su vientre hinchado representa una metáfora con la que crear una historia; una historia que todos podamos sobrellevar. La fecundación, la gestación, la contención y la creación de una historia.

      Te voy a dar un consejo, algo que te sirva para esa narración tan grandiosa, ese estado épico, algo que puedas sobrellevar cuando llegue el momento.

      Colecciona piedras.

      Así de simple. Pero no cualquier piedra. Eres una mujer inteligente, así que tienes que buscar lo extraordinario en lo ordinario. Ve a sitios a los que normalmente no irías sola: la ribera de un río, un bosque frondoso, la parte de la orilla del mar donde la mirada de la gente se pierde. Tienes que vadear todo tipo de aguas. Cuando encuentres un montón de piedras, míralas bien antes de elegir una, deja que tus ojos se adapten, usa lo que sabes de la larga espera que te aguarda. Deja que tu imaginación cambie lo ya conocido. De repente, una piedra gris se torna cenicienta o se confunde con un sueño. Una piedra con un anillo significa buena suerte. Encontrar una piedra roja es descubrir la sangre de la tierra. Las piedras azules te dan confianza. Los patrones y las manchas de las piedras son trozos de diferentes países y territorios, preguntas en forma de motas. Los conglomerados representan la libertad de movimiento de la tierra dentro del agua, reducidas a algo pequeño, que puedes coger con una mano y pasártelo por la cara. La arenisca es relajante y lúcida. El esquisto, cómo no, es racional. Busca el placer en la simpleza de estos mundos que caben en la palma de una mano. Prepárate para la vida. Aprende a reconocer los momentos en los que no hay palabras para expresar el dolor ni la alegría, solo piedras. Llena todos los vasos transparentes que tengas en casa con piedras, sin importar lo que piense tu marido o tu pareja. Coloca montones de piedras en la encimera, en las mesas, en el alféizar de las ventanas. Clasifícalas por colores, texturas, tamaños y formas. Coge algunas más grandes y colócalas por el suelo del salón, sin importar lo que piensen los invitados; crea un intrincado laberinto de seres inanimados. Muévete alrededor de tus piedras como un remolino de agua. Aprende a detectar los olores y sonidos de los distintos tipos de piedras. Ponles nombre a algunas, no geológicos, sino de tu propia cosecha. Memoriza dónde están, si faltan o si ya no están donde las dejaste. Báñalas una vez a la semana. Métete una diferente cada día en un bolsillo. Aléjate de lo normal, pero sin darte cuenta. Acércate al exceso, pero sin que te importe. Ten más piedras que ropa, platos y libros. Túmbate en el suelo junto a ellas; métete las más pequeñas en la boca de vez en cuando. Siéntete a veces lítica, petrificada o rupestre en lugar de cansada, irascible o deprimida. Por la noche, desnuda y en soledad, coloca una verde, una roja y una gris en distintas partes de tu cuerpo. No se lo digas a nadie.

      Ya.

      Cuando ya lleves meses coleccionándolas, cuando tu casa esté llena e hinchada, cuando empieces a experimentar contracciones y a dilatar; después de cerciorarte del color de la sangre —demasiado roja—; después de comprobar los segundos


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