Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
hacia una nueva religión, hacia un cristianismo renovado. Al igual que Bonald y Maistre, estos católicos progresistas de la década de 1830 querían acabar con la Revolución, pero, al contrario que ellos, no querían negarla sino completarla.
[1] Esta interpretación de Maistre como teórico de la violencia, más que partidario de la misma, está resumida en Bradley, 1999.
[2] Un examen de las diversas acepciones del término «Contrailustración», en Berlin, 1990; Garrand, 1994; Mali y Wokler, 2003; McMahon, 2001.
[3] De hecho, Louis de Bonald explicó su actitud ante Rousseau exactamente en estos términos, Bonald, 1864, II, p. 25; Bonald señala que Rousseau tenía razón al recordar a las madres que debían cumplir con sus obligaciones domésticas, pero se equivocaba al inflamar su imaginación con sus novelas. Sobre la importancia de Rousseau para el pensamiento contrarrevolucionario, cfr. asimismo Garrand, 1994; McNeil, 1953; Melzer, 1996.
[4] Prefacio a Théorie du pouvoir politique, Bonald, 1864, p. 1.
[5] La Décade Philosophique, 1789, n.o 23, p. 306.
[6] Es una observación de Goldstein, 1988, p. 7, aunque no extiende la discusión al pensamiento político alemán.
[7] Citado en Reiff, 1912, p. 47; de Aus dem Nachlasse.
[8] Sobre los orígenes religiosos de la volonté générale, cfr. Riley, 1986.
II
ROMANTICISMO Y PENSAMIENTO POLÍTICO A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX
John Morrow[1]
En las primeras décadas del siglo XIX, la vida intelectual europea se enriqueció gracias a las obras de compositores, pintores, poetas y escritores sobre los que influyó, de formas diversas, el espíritu del «Romanticismo» (Porter y Teich, 1988; Schenk, 1979). El pensamiento romántico hundía sus raíces en la cultura europea del Renacimiento y el Barroco, pero entre 1800 y 1850 desempeñó un papel especialmente significativo en la elaboración de marcos teóricos en torno a cuestiones políticas fundamentales. El problema de las definiciones y de la taxonomía dificulta el estudio del Romanticismo, pero, aun a riesgo de simplificar en exceso, cabe identificar tres cuestiones que interesaban a los representantes más destacados del Romanticismo político: la importancia epistemológica y moral de los sentimientos y de la imaginación, la noción concreta del individuo y la idea de comunidad.
Aunque es bastante común asociar el Romanticismo con el rechazo a la razón y el gusto por intuiciones de tipo estético, los escritores románticos, como Coleridge, constataban: «Sólo un hombre de hondos sentimientos puede dotar de profundidad al pensamiento; […] toda verdad es una suerte de revelación» (Coleridge, 1956-1971 [1801], II, p. 709). Una de las ideas importantes derivadas de esta revelación era una visión de los hombres como seres infinitos con un potencial afectivo, moral y religioso que el racionalismo ilustrado era incapaz de captar. Pensaban que ese potencial podía ser reconocido meramente en el seno de comunidades «orgánicas», es decir, ancladas en la historia, agrupaciones sociales complejas que reflejaban la interdependencia de sus miembros y encarnaban valores acordes con los requerimientos de su naturaleza. Las comunidades de este tipo se describían como entes holísticos, que reconocían el estatus moral de sus miembros y apelaban a valores afectivos compartidos por toda la humanidad, generando armonía y simetría en las relaciones sociales y en la vida espiritual de los individuos. De ahí que los escritores románticos acostumbraran a hablar de política en un lenguaje más propio del discurso estético.
Pero, pese a la existencia de estas percepciones comunes, el Romanticismo no dio lugar a una teoría política unificada. Algunas de las divergencias en las implicaciones políticas del Romanticismo están muy relacionadas con la generación a la que pertenecían los distintos autores; otras tienen que ver con el contexto nacional. Por ejemplo, ciertos autores románticos ingleses y alemanes habían mostrado su simpatía por la Revolución francesa y propugnado un reformismo radical en política interior. Pero su teoría política de madurez (resultado de los años en los que Gran Bretaña y Alemania lucharon contra Napoleón) era conservadora y nacionalista. En cambio, algunos autores ingleses y franceses, que escribieron sus obras en los años de la posguerra, crearon variantes radicales y progresistas del Romanticismo. A las diferencias generacionales hay que sumar las divergencias relacionadas con el contexto nacional. Por ejemplo, los románticos conservadores ingleses estaban muy apegados a su constitución tradicional, mientras que los alemanes tenían que vérselas con un absolutismo que, en su opinión, había distorsionado la teoría y praxis del gobierno en los estados alemanes. De manera que su conservadurismo era, en cierta forma, «restaurador»: buscaron inspiración en un pasado distante y expresaron su hostilidad hacia las ideas y las prácticas de la política europea inmediatamente anterior a la Revolución (Saye y Löwy, 1984, pp. 63-64). Estos escritores no compartían el punto de vista de sus homólogos franceses, que habían reconciliado al Romanticismo con los cambios aportados por la Revolución y dirigido toda su energía intelectual a buscar instituciones que pudieran cubrir las necesidades de una cultura política moderna.
Puesto que generación y contexto se solapan en cierta medida, voy a estructurar la descripción del Romanticismo político teniendo en cuenta ambos aspectos. He dividido el artículo en tres secciones. En la primera analizaré el Romanticismo conservador de Samuel Taylor Coleridge, Rober Southey y William Wordsworth en Inglaterra, y de Adam Müller, Novalis, Friedrich Schlegel y Friedrich Schleiermacher en Alemania[2]. En la segunda sección haré un breve esbozo de la crítica radical al Romanticismo conservador planteada por Lord Byron, William Hazlitt y Percy Bysshe Shelley. Veremos, en la sección final de este capítulo, expresiones progresistas del Romanticismo político de la mano de Thomas Carlyle en Inglaterra y de François-René de Chateaubriand, Félicité de Lamennais y Alphonse de Lamartine en Francia. Sus testimonios son significativos porque relacionan cuestiones planteadas por el Romanticismo con los requerimientos de la modernidad.
EL ROMANTICISMO CONSERVADOR EN INGLATERRA Y ALEMANIA, 1800-1830
Aunque muchos románticos ingleses y alemanes adoptaron posturas conservadoras tras 1800[3], no fue una mera reacción a la Revolución ni un intento de restaurar lo que esta había puesto en peligro o destruido. Todo lo contrario: atribuían la seducción ejercida por las doctrinas revolucionarias a los defectos de las concepciones al uso sobre la naturaleza y el papel del gobierno. Querían insuflar nueva vida a las instituciones tradicionales mostrándolas a la luz de una visión del mundo romántica. De los dos grupos de escritores, los ingleses eran mucho menos críticos con las instituciones políticas heredadas, porque no habían tenido que vérselas con una historia reciente de gobierno absolutista. Pero se mostraban tan hostiles a muchos aspectos convencionales del siglo XVIII como a las concepciones salvajes y destructivas que asociaban a la Revolución. Coleridge, Southey y Wordsworth estaban profundamente alarmados por el hecho de que el materialismo político no fuera algo exclusivo de los ideólogos franceses y sus imitadores ingleses: había amueblado la cabeza moderna. Robert Southey, por ejemplo, despreciaba el último siglo y medio, una época en la que «los hombres buscan respuestas en la razón cuando lo que deberían hacer es sentir y creer», y tuvo que remontarse a la Baja Edad Media y al Renacimiento en Inglaterra para hallar un modelo de moralidad política y social libre del íncubo del materialismo (Southey, 1829, I, p. 5). William Wordsworth veneraba las instituciones